Las
campanas anunciaron el año nuevo de manera agridulce. Los gritos de felicidad
de los vecinos deseándose “feliz año nuevo”, enmarcados con besos sonoros, llenaron
de eco el silencio del apartamento. La televisión se inundó de sonrisas (dibujadas por cirujanos),
besos (vacíos), copas y buenos deseos (prefabricados por un gran guionista) y
él me sonreía, como si fuéramos felices, como si fuera todo un cuento de hadas.
¿Quién
dijo que tienes que ser feliz porque empieza el año? Para mí, es un año nuevo,
que no iba a disfrutar o simplemente sobrevivir. Mi fecha de caducidad estaba
llegando a su fin (07/01/2019 – 00.00 horas). En mi corta vida había sido…
¿feliz?
Creo que diría que viví pensando que algo increíble iba a llegar y simplemente
no disfruté del viaje. Siempre había escuchado a mi madre: “disfruta de cada
día, que es un regalo”; pero como era precisamente mi madre y no... alguien de
la calle, no le hice caso y ahora, paradoja del destino, el final se aproxima y
mi mayor anhelo es tener más tiempo para disfrutar de mi familia.
La
verdad es que ahora no sé ni cómo despedirme. Miré a mi alrededor, encontré
esos ojos que tantas veces me enamoraron, llenos de odio; esos labios que
tantas veces me dijeron te quiero, ahora solo me decían si gritas, te mato; las manos que tanto estrechaba por la calle
para dar un paseo y que el mundo supiera que nos amábamos, ahora me habían
tatuado la piel a golpes.
Al
otro lado, el teléfono, con una llamada pendiente: “mamá”. Escondo en lo más
profundo estos sentimientos de tristeza, pero sobretodo mi miedo, y busco esa
mirada de aprobación para descolgar mi propio teléfono. Sube el volumen de la
televisión y abre las ventanas para que entren mejor los sonidos de los
vecinos. Al responder, suspiro profundamente, le miro a los labios y me dice:
–Si
dices algo, te mato ahora mismo y me deshago de ti para que tu familia no pueda
ni llorarte.
Escucho
muchísimo ruido y la voz que siempre me tranquiliza:
–Feliz año, mi vida. ¿Te comiste las
uvas? ¿Estaban buenos los chipirones? Espera, que ahora te paso; toda la
familia quiere oírte, te pongo en alta voz.
–Espera,
mamá…
–Cariño, te oímos todos…
–Hola, familia, FELIZ AÑO NUEVO. ¿Qué
tal la cena?
–Genial, prima…
–Te echamos de menos, pequeñaja…
–Tenías que haber venido, que uno
más en la mesa entra, y Javi come poco.
–El 6, con los Reyes, tienes que
venir a comer el rosco…
Y
así más de diez minutos escuchando a mi ruidosa familia cómo me echaban de
menos y lo bien que han cenado.
–Cariño, ya solo te escucho yo. ¿Te
encuentras bien?
Más
asustada que sorprendida, le dije que sí, que solo era que la echaba de menos,
que me había dado cuenta de hasta qué punto la había ignorado y que la quería mucho,
que fuera feliz pasara lo que pasara y que cuidara de papá.
–CARIÑO, CARIÑO… ¿ESTÁS BIEN? RESPÓNDEME…
Pero
solo escucho un golpe y los toques del teléfono informando que la habían
colgado.
Apareció
de la oscuridad. No me dio tiempo ni a colgar cuando su navaja se insertó en mi
corazón una y otra vez mientras me susurraba al oído que era suya, que nadie
más volvería a verme o escucharme, porque era mi dueño; que yo había provocado
esto; que él me iba a regalar por Reyes una muerte rápida, pero había sido
mala, me había despedido de mi madre y, como él era mi dueño, él decidía, no
yo. Simplemente pude decirle:
–“TÚ
NO ERES MI DUEÑO, ERES MI ASESINO”.
Jezabel
Luguera©
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