–¡Estamos que lo tiramos! ¡Alcachofas
a cuatro euros los dos kilos, señora! –se afanaba en gritar Fernando.
–¡Pimientos de Padrón, de
Guernica y de la madre que los parió! –disparaba Cristina.
–¡Kale, jengibre y cúrcuma
para los más hippies! –repetía
constantemente Adolfo.
Mientras ellos coreaban y
servían, tú cobrabas a los clientes y no podías dejar de mirarles con orgullo y
satisfacción. Y yo, con mi protocolo habitual:
–Dos kilos de patatas, un
manojo de acelgas, dos de espinacas, pimiento verde, pimiento rojo, un
calabacín, zanahorias y un romanescu. ¡Ah!, y que no falten unas cuantas
ortigas para cocinar la deliciosa tortilla con la receta que me enseñaste –lo
mejor de estas tortillas no era su sabor ni sus beneficios nutricionales o
depurativos, sino los efectos que producía: nos relajaba y nos hacía ver la
vida de otra forma, sentirnos en paz con nosotros mismos.
Fiel a mi visita de
abastecimiento semanal, me acerqué de nuevo a mi puesto preferido. Y allí
estaba Fernando, coreando a los cuatro vientos lo riquísimas que, esta vez, estaban
las fresas. Cristina, que las borrajas se las quitaban de las manos y que sólo le
quedaban dos manojos. Y Adolfo, como siempre, resaltando las propiedades de los
vegetales. Había siempre una generación de chicos y chicas trabajando, pero no
conocía los nombres de todos y ninguno superaba los treinta años. Y tú seguías
cobrando y te mantenías ensimismada observándoles como si fueran tus hijos. Así,
cada fin de semana, lloviese, nevase o saliese el sol, llegabais, levantabais
el puesto, descargabais la mercancía y, al terminar la jornada, como
hormiguitas, desmontabais todos el chiringo. Yo sólo podía dar gracias por
seguir disfrutando de aquellos efectos que las tortillas y ensaladas de ortigas
producían en nuestra familia.
Un día te pregunté por tu
relación con ellos. Y me contaste que no sólo les dabas un trabajo. Sobre todo,
habías conseguido que las recolectasen sin guantes, y no es que mantuviesen la
respiración mientras las cogían o que las agarrasen por el tallo, ambos falsos
mitos, sino que habían conseguido abstraerse del todo y concentrarse en el
momento presente de una forma tan ilusionante que la urticaria no les hacía
efecto, lo cual era algo terapéutico para ellos.
Su sufrimiento anterior
había sido tal que era fácil de entender lo secundario que les parecía casi
todo lo demás. Eran chicos, algunos rebeldes, otros autodestructivos, que en
sus respectivas familias eran causas perdidas, ovejas negras e hijos díscolos y
que habían conseguido aceptarse a si mismos superando sus miedos y adicciones.
Me miraste con ternura y,
con una sonrisa, me dijiste: ”Han cambiado el opio por el apio y el THC por el
brócoli”. Me quedé fascinado con la historia y por lo admirable de la acción y
comencé a creer en el origen del efecto armonía producido por las ortigas en mi
familia.
Luego, y me pregunto
todavía el porqué, cuando ya estaba a punto de irme, añadiste: “Es más, alguna
vez, se revuelcan totalmente desnudos sobre las ortigas y lo único que hacen
después es abrazarse unos con otros. ¿A que es precioso?”
Desde aquel día, no volví
más al puesto ni a comer más ortigas.
Óscar
Nuño©

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