Artemio es un hombre rural. Cuando digo rural es porque lo
es, en absoluto lo digo despectivamente. Pues eso, Artemio es noble, honrado e
inocente donde los haya. Solo salió del pueblo para cumplir la mili. Nació
soltero por deformación profesional; no me lo imagino vestido de Armani, no.
Él está mejor así, como es, natural, con su camisa abierta,
haga frío o no, mostrando su prominente barriga que tantos esfuerzos le habrá
costado alimentar con contundentes platos de años y años de matanzas de cerdos
de su pueblo. Posee un sobresaliente ombligo; su cabeza brilla al sol, no tiene
ni un pelo de tonto –ni de listo, carece de ellos–. Al hablar, las palabras le
salen silbantes, pues carece de los dos incisivos centrales de arriba y los dos
de abajo. Suele cabalgar a lomos de su sufrida yegua, que soporta sus
“cientotaitantos” kilos de peso aproximadamente.
Me refugio en su pueblo de mi estresado taller de diseño de
moda en la ciudad. Algunos fines de semana, disfrutando del silencio, doy
paseos. En uno de ellos nos conocimos y presentamos. Le gusta hablar, pero lo
hace mirando al infinito o al cielo, nunca a mí. Un día, venía de frente con su
fiel y leal perro de “milrazas”. Artemio paró:
–A las buenas tardes tenga usté.
–Hola, Artemio, ¿qué tal?
–Pos mal. Tengo el cogote garrotao y man mandao a que magan
masajitos desos de sioterapia.
–Eso es estupendo, te va a mejorar mucho.
Se rascó la calva y, mirando al infinito y al cielo,
respondió, poniéndose rojo como una amapola:
–A mí, eso de los masajes... barrunto que no es na decente,
¿sabe usté? Hay un clus en la capital que los dan, se llama La Sirenita Alegre y tien que
pagar; y a mí, gratis me los dan, no sé, no sé...
–Bueno, es otra cosa, ya me contarás –no supe qué decir.
Al cabo de unas semanas, regresé al pueblo y me encontré con
Artemio.
–¿Qué tal los masajitos?
Esta vez venía a pie, con su yegua atada a un carro, repleto
de hierba recién cortada, y paró a la voz de Artemio.
–¡Yeeeguaaa! Pos verá usté: fui a los masajes, pero na de
na. Al entrar allí, una zagalona con bata me dijo que me tumbara en una cama mu
rara, pequeñuca y mu alta; puso un mantel de papel blanco, me tumbé. Empezó a
menearme el cogote, pa un lao, pa otro, parriba, pabajo... to mareao. Pos
después, me sentó en una silla, me puso unas cosas pegás al cogote que me daban
calambres, ¡qué susto! Cogí y me los arranqué como pude y me fui corriendo, la
muy... me quería lectrocutar. ¿Y por eso pagan en el clus? Que no vuelvo, que
no. Estoy vivo de milagro, la muy...
Ana Pérez Urquiza©
No hay comentarios:
Publicar un comentario