El dulce verano llegaba a su fin.
Le pregunté si esta vez quería algo especial para su cumpleaños.
Por su mirada impasible, deduje que pasaba del tema, pero al cabo de unos
minutos, aclarando la garganta, me respondió serenamente que un Swarovski,
junto a algún masajito, no le irían nada mal a su bronceado escote.
En Irene´s, reservé una cita con un masajista, no solo por si
optaba por un masaje con final feliz sino porque las manos más nervudas
de él anularían los agarrotamientos que ella tuviera. Después de consultarle si
le iba bien el masaje en Irene´s, a las cinco de la tarde, pagué los 150 euros.
Irene me dijo que no vendían nada de la casa Swarovski, tecleó el ordenador y me mostró la pantalla.
Aparecían como quince establecimientos con ese nombre. Me dirigí al más
cercano: El Corte Inglés.
Nada más entrar, vi una señorita que vestía un traje azul marino
–la falda sobre la rodilla– conjuntado con una blusa blanca con rayas verticales
rojas; los zapatos, bermejos, de tacón alto; los ojos, azabache, bien
perfilados; y sus labios y uñas eran cual fresas en primavera. Tan pronto como
escuchó la palabra Swarovski, mi virtual amante me guió a una zona aún
más iluminada, celestial: los rayos de sol, los haces artificiales
chocaban contra las vitrinas
acristaladas y todos bailaban al
unísono. La segunda flor que se me acercó me embriagó con su perfume y
su beldad. Con una primorosa llavecita –que se me antojó de plata– fue sacando
tesoros y distribuyéndolos sobre un tapete verde, de terciopelo, en el
mostrador vidriado. Al principio, mis ojos saltaban de joya en joya, hasta que
se suspendieron sobre un colgante del cual pendía un pececito azul. Enseguida,
se percató de la joya elegida y la colocó sobre el dorso de su mano. Lucía
exquisita. Cuando le pregunté por el precio, ella optó por hablarme de las
propiedades del rodio: que impedía que la joya cambiara de forma; que
mantenía la Swarovski como el primer día; que no sufría ninguna
alteración y que, al darle vida,
la revalorizaba. Con sus manos expertas, rodeó su cuello y la pendió sobre su
escote. Mis ojos empezaron a chispear cuando se desabotonó la blusa mostrando
la belleza de la joya cerca de sus pechos. Se me puso el vello hirsuto; empecé
a sudar, me temblaban las piernas –menos mal que no babeé–. En aquel estado, no
percibí del todo el precio: froté los ojos, agudicé el oído y capté que, con la
tarjeta, podía pagarla en cómodos plazos de 2.000 euros. Asentí. Envolvió la
joya, algo agachada, en papel de seda blanco; luego, la colocó, con mimo, en un
cofrecito; y por último, la envolvió en papel verde jaspeado con el logo de la
casa. Siguiendo a mi diosa como un perrito faldero, llegamos a caja. Cuando
hubo terminado las operaciones, me entregó el ticket de compra, la conformidad
con los tres meses de pago, mi tarjeta y, por último, la joyita. Nuestros dedos
se rozaron, nuestros ojos se encontraron –seguía exuberante– y, por fin,
nuestros sentidos adioses. Eché un rápido vistazo al largo ticket de compra; al
final, aparecía también, una cantidad de voluminosos dígitos: 6.000 euros. Un
nubarrón me borró la salida y el guarda de seguridad me ayudó hasta la puerta
automática. Trastrabillando, llegué al banco cercano de la plazoleta. Con mi
tesoro en el bolsillo interior de mi chaqueta, descansé y rumié los
sentimientos encontrados hasta entonces. ¿Había valido la pena?
Cuando llegué a casa, la mesa del comedor, con el mantel rojo,
la vajilla dorada, ofrecía unos aromas que se filtraban a través del papel
protector... Cogí el tenedor de plata y, a punto de saborear el jamón de
Jabugo, me paralizó la figura de Andrea, en un picardías negro, en el dintel de la puerta. ¡Ay, don
Juan, don Juan!… Vamos –me asió de la
mano– y entre unas cuantas obscenidades
al oído, quiso deleitarme con el mejor
masaje jamás sentido.
Isabel Bascaran©
San
Vicente de la Barquera, a 13 de febrero de 2019
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