Es
invierno. Hace un día tremendo y Lourdes decide pasar la mañana haciendo algo
útil; se pondrá a revisar armarios. En un cajón se topa con una bolsa de tela. “¿Qué
tengo yo aquí?” No se acordaba. Sacó dos jerséis muy bonitos, de colores. Uno
se lo había confeccionado hacía bastantes años en rojo blanco y negro con unos
ciervos, que le había costado mucho hacer; el otro era obra de su madre para
que lo llevase a esquiar, todo de dibujos en tres colores. Se lo vio hacer
durante tiempo, y eso que parecía una máquina. “¡Qué bonito mamá!”, le decía.
Así que un día decidió guardar su jersey con el de ella, como reliquia
familiar.
Se acordó del día que lo tenía que
estrenar. ¡Qué tiempos aquellos! Dieciocho años, ¡quién los pillara! Trabajaba
en una oficina, pero los domingos de invierno apuraba hasta no quedar un copo
blanco en la estación de esquí. Iba con mis amigas en el autobús de la
Deportiva, que era socia. Me eché a reír recordando los primeros tiempos de
culadas y arrastradas y maravillándome de cómo subían y bajaban los pequeños
que pululaban alrededor.
Aquel iba a ser un día especial,
estrenaría por fin el jersey. El domingo anterior había nevado tanto que el
autobús tuvo que quedarse en el pueblo cerca de la estación y nos tuvimos que
conformar tomando calditos calientes por los bares y haciendo guerras de bolas.
Fue divertido.
Pensaba disfrutar del día; además,
ya había dado alguna clase. Sabía dar la vuelta
María, el paso del patinador y hasta hacer cuña.
Lo tenía todo preparado en mi
habitación. Los esquíes atados y limpios, las botas engrasadas y el pantalón
con su maravilloso jersey bien colocado. “¡Que no se olvide nada!”, pensé. “Anorak,
guantes y gorro. ¡Bien!” ¡El billete! Lo tenía, lo tenía… desde el martes
anterior, para no quedarme sin ir.
Puse el despertador y a dormir. De
pronto me desperté y me levante de la cama para salir huyendo de algo que había
soñado, pero tenía una pierna dormida y se torció un tobillo. “No es nada”,
pensé. Miré el reloj. “¡Todavía no es hora!” Y me volví a dormir.
Sonó el despertador y, cuando puse
los pies fuera de la cama, vi con desconsuelo que tenía el tobillo hinchado y
amoratado. ¡Imposible ir! Me fui hasta el baño como pude. En el botiquín, solo
había alcohol de romero para tal fin, y allí me quedé, llorando en silencio
para no despertar a nadie, dándome “masajitos”.
Mª
Eulalia Delgado González©
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