viernes, 15 de marzo de 2019

NO TOCABA.




Rubita, la hormiguita, está en el campo, tumbada, mirando hacia el cielo. El sol la ciega y solo ve unos pequeños puntitos luminosos de colores. El Valle de la ribera de Alp brillaba sobre los diferentes tonos verdes de los pastos de la comarca.

A lo lejos, ve acercarse a mamá hormiga, decidida a pasar el día trabajando y almacenando comida, ya que el duro invierno caerá pronto y la nieve no perdona ni un solo día. Rubita se levanta para irse a casa, le da un sonoro beso y le dice:

–Mamá, cuidado, porque es tiempo de siega y la guadaña no se detiene ante nada.

Mamá hormiga se ríe con esa sonrisa tan preciosa que hace enmudecer al sol, y le contesta:

–Te quiero, cariño. No te preocupes por mí, yo sé cuidarme bien.

Rubita se va, cantando y feliz, a casa. Todo es hermoso, la vida es encantadora y le sonríe dulcemente.

Cuando llega a casa, ve a su papá sentado fuera y le pregunta:

–¿Por qué estás tallando esta cuchara de madera?

–Pues es para el abuelo, hijita –le contesta–, ya que es mayor y así comerá mejor cuando vaya a la residencia.

Rubita se queda muy pensativa.

Días después, papá hormiga la ve sentada fuera en un banco al sol. Se le acerca y le pregunta:

–Rubita, ¿qué estás haciendo?

–Pues tallando una cuchara de madera para ti, papi, para que así puedas comer mejor cuando vayas a la residencia.

Papá hormiga se quedó mudo al instante, miró a su hija y, con lágrimas en los ojos, le dio un cálido beso y entró en la casa.

De repente y sin previo aviso, Rubita dejó su trabajo. Notó una brisa glacial, seguida de un ruido hiriente. Se levantó y corrió y corrió hacia el campo a buscar a su mamá. El corazón, desbocado, le salía por la boca.

Cuando llegó, gritó con todas sus fuerzas:

–Mamá, mamá, la guadaña está cayendo desde lo más alto, ¿dónde estás?

Pero mamá hormiga ya no contestó. Su voz se durmió en un sueño eterno.

El cielo se tiñó de gris. Unas nubes se deslizaban, como algodones flotando perezosamente, arrastrando con sosiego, una insistente llovizna.

Todo quedó en silencio. Solo se oía, deslizándose entre los árboles, el arrullo del viento meciendo en dulce baile a las orgullosas ortigas, y a mí me recordaba el sonido rasgado de las cuerdas de unos violines que, muy suavemente, me cantaban la hermosísima Rosa d´abril.

Las lágrimas se convirtieron en estrellas y se iluminaron, explosionando como fulgurantes antorchas plateadas.

No tocaba, mamá, no tocaba.


 Francis Cortés Pahissa©

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