Rubita, la hormiguita, está en el campo,
tumbada, mirando hacia el cielo. El sol la ciega y solo ve unos pequeños
puntitos luminosos de colores. El Valle
de la ribera de Alp brillaba sobre los diferentes tonos verdes de los
pastos de la comarca.
A lo lejos, ve acercarse a mamá hormiga,
decidida a pasar el día trabajando y almacenando comida, ya que el duro
invierno caerá pronto y la nieve no perdona ni un solo día. Rubita se levanta
para irse a casa, le da un sonoro beso y le dice:
–Mamá, cuidado, porque es tiempo de siega y
la guadaña no se detiene ante nada.
Mamá hormiga se ríe con esa sonrisa tan
preciosa que hace enmudecer al sol, y le contesta:
–Te quiero, cariño. No te preocupes por mí,
yo sé cuidarme bien.
Rubita se va, cantando y feliz, a casa. Todo
es hermoso, la vida es encantadora y le sonríe dulcemente.
Cuando llega a casa, ve a su papá sentado
fuera y le pregunta:
–¿Por qué estás tallando esta cuchara de madera?
–Pues es para el abuelo, hijita –le contesta–,
ya que es mayor y así comerá mejor cuando vaya a la residencia.
Rubita se queda muy pensativa.
Días después, papá hormiga la ve sentada
fuera en un banco al sol. Se le acerca y le pregunta:
–Rubita, ¿qué estás haciendo?
–Pues tallando una cuchara de madera para ti,
papi, para que así puedas comer mejor cuando vayas a la residencia.
Papá hormiga se quedó mudo al instante, miró
a su hija y, con lágrimas en los ojos, le dio un cálido beso y entró en la casa.
De repente y sin previo aviso, Rubita dejó su
trabajo. Notó una brisa glacial, seguida de un ruido hiriente. Se levantó y
corrió y corrió hacia el campo a buscar a su mamá. El corazón, desbocado, le
salía por la boca.
Cuando llegó, gritó con todas sus fuerzas:
–Mamá, mamá, la guadaña está cayendo desde lo
más alto, ¿dónde estás?
Pero mamá hormiga ya no contestó. Su voz se
durmió en un sueño eterno.
El cielo se tiñó de gris. Unas nubes se
deslizaban, como algodones flotando perezosamente, arrastrando con sosiego, una
insistente llovizna.
Todo quedó en silencio. Solo se oía,
deslizándose entre los árboles, el arrullo del viento meciendo en dulce baile a
las orgullosas ortigas, y a mí me recordaba el sonido rasgado de las cuerdas de
unos violines que, muy suavemente, me cantaban la hermosísima Rosa d´abril.
Las lágrimas se convirtieron en estrellas y
se iluminaron, explosionando como fulgurantes antorchas plateadas.
No tocaba, mamá, no tocaba.
Francis Cortés
Pahissa©

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