Una vez tuve quince años. La
preadolescencia vestía de arco iris, mas el color predominante era el rojo.
Cada mes, durante una semana,
presidida de dolores, hacía su aparición: al principio, fluía con cautela;
luego, más atrevida, empapaba compresas, o Tampax; después, con todo el atrevimiento, osaba teñir
hasta el asiento. ¡Oh, rojo tabú! No
sólo afectaba físicamente –rojo destripador–, sino que adormecía las neuronas,
las cargaba de enajenación y las volvía apáticas a la vida. El rojo satánico
absorbía todo vestigio de primor; te asemejaba a un alma en pena, a punto de
perder el equilibrio.
Rojo era el caldo de tomate al que
nos castigaban en el desayuno, y entonces, en vez de cargarnos de hierro, nos
vaciaban más con las vomitonas.
Era de noche cuando nos
levantábamos. Sonaba, atronadora, la sirena de la fábrica La Esperanza para
que, a las 7h, el pulmón del pueblo se dispusiera a fabricar armamento militar.
Y nosotras, las internas, acudíamos, sonámbulas, a misa. Cual zombis,
ocupábamos las hileras de los bancos;
sin embargo, para el Gloria in excelsis deo, la mayoría de las
feligresas resucitábamos del letargo: era la presencia de nuestro dios en la
persona del capellán, era tan apuesto, tan comprensivo, que sus preciosos ojos
azules atravesaban sus gafas y barrían nuestras telarañas. Se asemejaba a la
fotografía, que no te pierde de vista sea cual sea el ángulo desde donde te
observa. Durante la Eucaristía, algún ángel juguetón se escabullía al
taburete y arrancaba un vals al piano, y nuestros cuerpos se movían cual
periquitos a su son, pero, pronto, fue emplazado a su anonimato. ¡Qué pena! Al
recibir la Sagrada Forma, de nuevo, los ojos azules de la fotografía nos
envolvían y su voz, su individual clamor de “palabra de Dios”, era bien
recibida. Nuestros amenes sonaban cual ecos en la acogedora
capilla.
Algunas estudiantes no acudíamos a
la hora del repaso de lecciones, ya que el desayuno –huevos cocidos en salsa de
tomate, al estilo chick americano–
nos obstruía el esófago.
Las hermanas, ataviadas con hábitos
blanco roto, vigilaban las clases impartidas por hombres, excepto las
concernientes al capellán –impedía a las monjas inmiscuirse en su labor: nos
gustaba su liberalidad.
Una vez tuve quince años, y un gran
nubarrón negro se posó sobre mi cabeza, mis neuronas se convirtieron en
visionarias. Antes de que se expandiera la noticia, supe que la persona más
brillante del colegio se marchaba. Y comencé mi vía crucis: las primeras noches, los lienzos de la
cama se llenaron de lágrimas frías, irrefrenables e inacabables. El insomnio me
envolvió; dejé de comer del todo. Era como un robot rudimentario: mi frases
fueron simples monosílabos. Me autoinfligí una despedida: no sé si los ojos
azules de la fotografía me abarcaban; con tapones, mis oídos no percibían su
voz...
Y llegó el último viernes. Fue un
viernes aciago: el cariño hacia las hermanas, hacia las amigas, se hizo
escarcha. El minibús, durante años considerado un jet, se había convertido
en un ataúd. Me abrió sus puertas a la salida del colegio de la Vera Cruz.
Cuando llegué a casa, los ojos de
mis padres se eclipsaron, el silencio se impuso por doquier.
El amor platónico, en la preadolescencia, puede ser guadaña
que siega todas las ilusiones y, a veces, hasta vidas incipientes..., primorosas.
Isabel
Bascaran ©

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