viernes, 5 de abril de 2019

UNA VEZ TUVE QUINCE AÑOS




            Una vez tuve quince años. La preadolescencia vestía de arco iris, mas el color predominante era el rojo.

            Cada mes, durante una semana, presidida de dolores, hacía su aparición: al principio, fluía con cautela; luego, más atrevida, empapaba compresas, o Tampax;  después, con todo el atrevimiento, osaba teñir hasta el asiento. ¡Oh, rojo tabú!  No sólo afectaba físicamente –rojo destripador–, sino que adormecía las neuronas, las cargaba de enajenación y las volvía apáticas a la vida. El rojo satánico absorbía todo vestigio de primor; te asemejaba a un alma en pena, a punto de perder el equilibrio.

            Rojo era el caldo de tomate al que nos castigaban en el desayuno, y entonces, en vez de cargarnos de hierro, nos vaciaban  más con las vomitonas.

            Era de noche cuando nos levantábamos. Sonaba, atronadora, la sirena de la fábrica La Esperanza para que, a las 7h, el pulmón del pueblo se dispusiera a fabricar armamento militar. Y nosotras, las internas, acudíamos, sonámbulas, a misa. Cual zombis, ocupábamos las hileras de los  bancos; sin embargo, para el Gloria in excelsis deo, la mayoría de las feligresas resucitábamos del letargo: era la presencia de nuestro dios en la persona del capellán, era tan apuesto, tan comprensivo, que sus preciosos ojos azules atravesaban sus gafas y barrían nuestras telarañas. Se asemejaba a la fotografía, que no te pierde de vista sea cual sea el ángulo desde donde te observa. Durante la Eucaristía, algún ángel juguetón se escabullía al taburete y arrancaba un vals al piano, y nuestros cuerpos se movían cual periquitos a su son, pero, pronto, fue emplazado a su anonimato. ¡Qué pena! Al recibir la Sagrada Forma, de nuevo, los ojos azules de la fotografía nos envolvían y su voz, su individual clamor de “palabra de Dios”, era bien recibida. Nuestros amenes sonaban cual ecos en la acogedora capilla. 

            Algunas estudiantes no acudíamos a la hora del repaso de lecciones, ya que el desayuno –huevos cocidos en salsa de tomate, al estilo chick americano– nos obstruía el esófago. 

            Las hermanas, ataviadas con hábitos blanco roto, vigilaban las clases impartidas por hombres, excepto las concernientes al capellán –impedía a las monjas inmiscuirse en su labor: nos gustaba su liberalidad.

            Una vez tuve quince años, y un gran nubarrón negro se posó sobre mi cabeza, mis neuronas se convirtieron en visionarias. Antes de que se expandiera la noticia, supe que la persona más brillante del colegio se marchaba. Y comencé mi vía crucis:  las primeras noches, los lienzos de la cama se llenaron de lágrimas frías, irrefrenables e inacabables. El insomnio me envolvió; dejé de comer del todo. Era como un robot rudimentario: mi frases fueron simples monosílabos. Me autoinfligí una despedida: no sé si los ojos azules de la fotografía me abarcaban; con tapones, mis oídos no percibían su voz...

            Y llegó el último viernes. Fue un viernes aciago: el cariño hacia las hermanas, hacia las amigas, se hizo escarcha. El minibús, durante años considerado un jet, se había convertido en un ataúd. Me abrió sus puertas a la salida del colegio de la Vera Cruz.

            Cuando llegué a casa, los ojos de mis padres se eclipsaron, el silencio se impuso por doquier.

            El amor platónico, en la preadolescencia, puede ser guadaña que siega todas las ilusiones y, a veces, hasta vidas incipientes..., primorosas.

Isabel Bascaran ©

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