Amanecía
perezosamente. En el horizonte, una ancha columna de algodones blancos y
azulados flotaba hasta el cielo, originando una explosión de luz cegadora de
rojos y anaranjados.
La
sensación de placer lo invadía, pero sentía que los olores y sabores de la isla
nunca serían como los de su querida Alepo.
Hacía
seis años que Said vivía en la isla de Grímsey, perdida en el Mar del Norte,
perteneciente a Islandia, con su pequeña y su mujer Anaan. Grímsey les había
dado un hogar.
Nunca
olvidaría la violenta travesía por el Atlántico, el miedo en el cuerpo, la
gente cayendo de la patera al mar y ahogándose. Cadáveres por todas partes. Era
aterrador.
Anaan
estaba a punto de dar a luz. Su cara parecía la de un cadáver; casi no
respiraba por la falta de agua y alimentos. Said sabía que le quedaban pocas
horas de vida.
La
desesperación y el pánico lo dominaban. Como si se tratase de una oscura
película, veía imágenes de un barco acercándose, ondeando una bandera azul con
una cruz escandinava roja con bordes blancos.
Se
desmayó, se despertó y lloró.
Islandia
se lo había dado todo, pero los miraban con desdén. Le rompía el corazón que su
hijita, después del colegio, fuera directamente a casa porque ninguna amiga la
invitaba a ningún acontecimiento.
Said
apretaba los puños hasta que sus nudillos quedaban sin sangre, blancos como la
nieve. Ya solo faltaba que hubiese desaparecido el pequeño Gunnar hacía pocos
días al volver del colegio.
Todo
el mundo los miraba, y sentía en sus carnes, como todos los inmigrantes de la
isla, que estaban marcados. Los islandeses se alzaban cada vez más contra las
familias árabes, señalándolos indirectamente, dando a entender que el culpable
del suceso tenía que estar entre ellos. Said se decía que a su familia le había
tocado la china.
Al
cuarto día de la desaparición del niño, Anaan se dirigió a la tienda del
pueblo. Había esperado hasta que la despensa estuviera completamente vacía. Ni
un paquete de azúcar ni de harina. Nada. Tenía miedo de salir a la calle.
Entró
sin hacer el menor ruido y, dirigiéndose a la empleada con voz suave y grave,
le dijo:
–Buenos
días. ¿Podría ponerme, por favor, un skyr,
un pan de centeno, una cajita de bacalao y un poco de cordero para hacer sopa?
La
chica se la quedó mirando; la conocía muy bien, no en vano iba casi todos los
días a comprar desde que vivía allí. Le clavó la mirada, taladrándola hasta el
fondo de sus inmensos ojos negros:
–Lo siento –le contestó–. Aquí no vendemos
comida para perros.
Anaan
agachó la cabeza, se arregló el hiyab
con manos temblorosas y dio media vuelta. Sus piernas no la obedecían. Se cayó
al suelo y, arrastrándose, llegó hasta la calle, oyendo tras de sí unas
estridentes risas. El gélido viento le cortaba la respiración y eso la
espabiló. Nunca lograría conocerlos bien.
¿Qué
iba a darle a su niñita y a Said para comer? Se desplomó en la cama. Su mente
voló y voló hasta su estimada Siria, hasta su amada Alepo. Antes de la guerra
civil, decían que era la ciudad más bella y elegante del mundo, pero luego
llegaron las bombas y los misiles. Hoy estaba devastada bajo una persistente
lluvia de fuego y metralla.
Anaan
se despertó bruscamente. La sobresaltó el crujir de la llave en la cerradura de
la puerta de la entrada. Le recordaba a un animal herido.
–Anaan
–gritó su marido, entrando atropelladamente–. Todo ha terminado, querida, todo
se ha aclarado. Ögmundur, el pastor de ovejas, raptó al pequeño Gunnar. Después
de tenerlo encerrado en su cabaña y abusar de él, lo llevó al bosque. Lo han
encontrado en la linde del turbio y amarillento río donde el fango y las
piedras volcánicas confluyen en el gran recodo, flotando como un muñeco roto.
El
mundo se nos derrumbó, no entendíamos tanta crueldad.
–¿Cómo
habéis sabido que era Ögmundur, el hombre más respetado de la isla? –preguntó
su mujer.
–Han
encontrado en su casa un pantalón del niño manchado de sangre. Sabes, ahora la
gente entiende por qué durante años desaparecían niños pequeños en la isla.
Se
oyeron unos fuertes golpes en la puerta y Said fue a abrir. La gente del pueblo
estaba aglutinada en la entrada de la casa.
–Lo
sentimos, estábamos equivocados –dijeron.
No
fue necesario pedir perdón. Los abrazos y sentimientos se mezclaron con la
franqueza y la ilusión.
Por
la tarde, Said y Anaan salieron a pasear. Ahora eran sus montañas, su hierba,
su tierra de fuego de tan diversos colores y sus glaciares de hielo azulados, su
volcán Askja en cuyo cráter se habían bañado tantas veces.
Un
nuevo mundo se alzaba ante ellos.
Francis Cortés Pahisa©

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