jueves, 16 de mayo de 2019

ISLANDIA




Amanecía perezosamente. En el horizonte, una ancha columna de algodones blancos y azulados flotaba hasta el cielo, originando una explosión de luz cegadora de rojos y anaranjados.

La sensación de placer lo invadía, pero sentía que los olores y sabores de la isla nunca serían como los de su querida Alepo.

Hacía seis años que Said vivía en la isla de Grímsey, perdida en el Mar del Norte, perteneciente a Islandia, con su pequeña y su mujer Anaan. Grímsey les había dado un hogar.

Nunca olvidaría la violenta travesía por el Atlántico, el miedo en el cuerpo, la gente cayendo de la patera al mar y ahogándose. Cadáveres por todas partes. Era aterrador.

Anaan estaba a punto de dar a luz. Su cara parecía la de un cadáver; casi no respiraba por la falta de agua y alimentos. Said sabía que le quedaban pocas horas de vida.

La desesperación y el pánico lo dominaban. Como si se tratase de una oscura película, veía imágenes de un barco acercándose, ondeando una bandera azul con una cruz escandinava roja con bordes blancos.

Se desmayó, se despertó y lloró.

Islandia se lo había dado todo, pero los miraban con desdén. Le rompía el corazón que su hijita, después del colegio, fuera directamente a casa porque ninguna amiga la invitaba a ningún acontecimiento.

Said apretaba los puños hasta que sus nudillos quedaban sin sangre, blancos como la nieve. Ya solo faltaba que hubiese desaparecido el pequeño Gunnar hacía pocos días al volver del colegio.

Todo el mundo los miraba, y sentía en sus carnes, como todos los inmigrantes de la isla, que estaban marcados. Los islandeses se alzaban cada vez más contra las familias árabes, señalándolos indirectamente, dando a entender que el culpable del suceso tenía que estar entre ellos. Said se decía que a su familia le había tocado la china.

Al cuarto día de la desaparición del niño, Anaan se dirigió a la tienda del pueblo. Había esperado hasta que la despensa estuviera completamente vacía. Ni un paquete de azúcar ni de harina. Nada. Tenía miedo de salir a la calle.

Entró sin hacer el menor ruido y, dirigiéndose a la empleada con voz suave y grave, le dijo:

–Buenos días. ¿Podría ponerme, por favor, un skyr, un pan de centeno, una cajita de bacalao y un poco de cordero para hacer sopa?

La chica se la quedó mirando; la conocía muy bien, no en vano iba casi todos los días a comprar desde que vivía allí. Le clavó la mirada, taladrándola hasta el fondo de sus inmensos ojos negros:

 –Lo siento –le contestó–. Aquí no vendemos comida para perros.

Anaan agachó la cabeza, se arregló el hiyab con manos temblorosas y dio media vuelta. Sus piernas no la obedecían. Se cayó al suelo y, arrastrándose, llegó hasta la calle, oyendo tras de sí unas estridentes risas. El gélido viento le cortaba la respiración y eso la espabiló. Nunca lograría conocerlos bien.

¿Qué iba a darle a su niñita y a Said para comer? Se desplomó en la cama. Su mente voló y voló hasta su estimada Siria, hasta su amada Alepo. Antes de la guerra civil, decían que era la ciudad más bella y elegante del mundo, pero luego llegaron las bombas y los misiles. Hoy estaba devastada bajo una persistente lluvia de fuego y metralla.

Anaan se despertó bruscamente. La sobresaltó el crujir de la llave en la cerradura de la puerta de la entrada. Le recordaba a un animal herido.

–Anaan –gritó su marido, entrando atropelladamente–. Todo ha terminado, querida, todo se ha aclarado. Ögmundur, el pastor de ovejas, raptó al pequeño Gunnar. Después de tenerlo encerrado en su cabaña y abusar de él, lo llevó al bosque. Lo han encontrado en la linde del turbio y amarillento río donde el fango y las piedras volcánicas confluyen en el gran recodo, flotando como un muñeco roto.

El mundo se nos derrumbó, no entendíamos tanta crueldad.

–¿Cómo habéis sabido que era Ögmundur, el hombre más respetado de la isla? –preguntó su mujer.

–Han encontrado en su casa un pantalón del niño manchado de sangre. Sabes, ahora la gente entiende por qué durante años desaparecían niños pequeños en la isla.

Se oyeron unos fuertes golpes en la puerta y Said fue a abrir. La gente del pueblo estaba aglutinada en la entrada de la casa.

–Lo sentimos, estábamos equivocados –dijeron.

No fue necesario pedir perdón. Los abrazos y sentimientos se mezclaron con la franqueza y la ilusión.

Por la tarde, Said y Anaan salieron a pasear. Ahora eran sus montañas, su hierba, su tierra de fuego de tan diversos colores y sus glaciares de hielo azulados, su volcán Askja en cuyo cráter se habían bañado tantas veces.

Un nuevo mundo se alzaba ante ellos.

Francis Cortés Pahisa©

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