En
esta vida podemos elegir casi todo lo que nos gusta, hasta los sueños. Bueno,
no todo, hay algo que no: en qué familia nacer y el nombre que nuestros padres
eligen ponernos al llegar a este loco mundo. Esto le ocurrió a Sindulfo.
En aquella época se otorgaba el
nombre según la fecha del santoral en que nacían, y el 20 de octubre, San
Sindulfo-eremita escogió la vida solitaria y así a Sindulfo le tocó la china.
Sus padres le bautizaron en la iglesia del pueblo, como lo hicieron con sus dos
hermanas que le precedían: Eberarda, por nacer el 1 de febrero, y Zenona el 5
de abril, continuando con las fechas del calendario.
Sindulfo nació flaco y endeble; era,
digamos, difícil de mirar. Cuando llegó, sus hermanas ya tenían, Eberrarda,
dieciocho años y Zenona, quince. Fue engendrado por una conjunción de planetas
y de una noche tonta de los ya mayores creadores de sus días. Estos fallecieron
pronto: el padre, cuando el chiquillo tenía tres años; la madre, al poco tiempo.
Quedó al cuidado de sus hermanas, que nunca se casaron –nacieron solteras, se
decía en el pueblo–. Al quedar huérfanas, enlutaron de pies a cabeza, hasta el
carnet de identidad y ropa interior.
Sindulfo crecía poquito a poco. Acudió
a la escuela hasta que finalizó los estudios primarios, con bajas
calificaciones, porque a él le atraía el campo, los animales del corral, jugar
con el tirachinas y ayudar en misa de monaguillo desde que hizo la primera comunión.
El párroco del pueblo se enfadaba con él todos los domingos tras la ceremonia,
ya que Sindulfo se distraía a la hora de tocar la campanilla. Lo hacía a
destiempo y, en la sacristía, don Blas –que así se llamaba el cura– le
propinaba algún que otro capón en la roja y despellejada nuca que sus enlutadas
hermanas habían frotado con primor todos los domingos hasta sacarle brillo.
Pasaron los años y a Sindulfo le
llegó la hora de cumplir con la patria. Convocaron al tallaje a todos los mozos
del pueblo. Sus hermanas lloraban desconsoladas ante su partida, pero no dio la
talla por bajito y pies planos. Los tres daban saltos de alegría cuando se lo
comunicaron. Se quedaría para siempre en el pueblo, en el campo, con su tractor
John Deere verde, sus animales, y continuaría ya de sacristán con don Blas.
Años más tarde, Sindulfo hacía
tiempo que notaba ciertas, digamos, “inquietudes” cuando veía a una moza
frescachona de carnes prietas por la calle. Se lo hizo saber al ya anciano cura
en confesión. Éste le dijo que eligiera a una buena mujer del pueblo y se
casara lo antes posible; de lo contrario, iría de cabeza al infierno. Pero Sindulfo
quería ver más mozas para poder comparar y elegir, pero eso sí: iría virgen al
matrimonio.
Una mañana, después de ver la noche
anterior un programa en televisión sobre Benidorm con mozas en la playa en ropa
interior de colores, se le despertaron más “inquietudes” y se le encendió la
bombilla. Se dijo: ¡tengo que ir allí!
Días después, en la plaza, al
despedirse de Eberarda y Zenona en el autobús que le llevaría al Edén, éstas,
con lágrimas en los ojos y pañuelos negros, le advirtieron de la perversión y
del “maligno” que acecha en semejante “lupanar”.
Sindulfo llegó a Benidorm con su
maletita, una caja de zapatos atada con cuerda –en cuyo interior sus hermanas
habían introducido sendos chorizos, queso y morcillas–, traje negro, camisa
blanca abotonada hasta la nuez, zapatos negros y calcetines blancos. Caminando
hacia la pensión, daba los buenos días a cuantos se cruzaban en su camino. Se
asombraba de que nadie le respondiera y de las vestimentas que usaban, así que
compró un bañador “de cuello alto negro”, una toalla roja con un gran sol
amarillo guiñando un ojo, una camiseta amarilla en la que con letras de brillo
ponía “BENIDORM CITY”, gorra y chanclas azules con sus calcetines blancos. De
esta guisa bajó a la playa. No daba crédito a lo que allí veía: el mar inmenso,
azul, arena, paraguas de colores abiertos, gente bajo ellos tumbada; pero sobre
todo, ¡mozas en ropa interior de colores! Se sentó sobre la toalla, se mareaba
del desfile que pasaba ante sus ojos: ¡MOZAS, MOZAS! de todo tipo, rubias,
morenas, pelirrojas, gordas, flacas… Sudaba. Eran igualitas a las del
calendario del taller donde llevaba su tractor a reparar, “Talleres Marcelino”.
Al notarse las “inquietudes”, se posicionó “decúbito prono” y, los tres
primeros días de acudir a la playa, Sindulfo vio más arena que mar. Las noches
las pasó también bocabajo, debido a su espalda al rojo vivo, como un camarón,
por la larga exposición al sol y a sus “inquietudes” sin solucionar.
Continuará…
Ana
Pérez Urquiza ©

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