Amigos íntimos: Rubén y Simón eran uña y carne. Recibieron sus
escopetas de perdigones a los dieciocho años. No hay sábado sin sol ni
domingo sin amor. Los sábados, sonreían, algo alelados, a todas las tareas
que les asignaban sus padres. El sol iluminaba sus pasos para que no sufrieran
ningún percance. Al anochecer, en la cabaña, iluminados por la suave luz de sus
linternas, urdían siniestras fechorías, embravecidos por el vino peleón; se
imaginaban la manada que asaltaba a la inalcanzable rosa..., salían a
masturbarse entre risotadas y palabrotas. Benjamín, a pesar de las
exigencias malsonantes de su hermano
Simón, permanecía abstraído por las dos joyas que descansaban yacientes sobre
la manta aterciopelada.
Hacia las cuatro de la tarde, cuando
la mayoría echaba la siesta en el sopor de la opípara digestión, los
pendencieros amigos, vestidos con trajes de camuflaje, botas de forajidos,
cinturones de cuero repletos de pinchos –que a la vuelta portarían incrustadas las gargantas de sus víctimas–
salían, muy machos ellos, con sus armas al hombro. Mientras rodeaban el
adoquinado patio de don Gregor, los diminutos gnomos exhortaban en voz queda: Escondeos,
pajarillos chiquitos; sellad vuestras bocas, alegres mirlos; permaneced
quietas, cual cadáveres, milanas bonitas: mantened el aliento, que aquí llegan
vuestros depredadores que donde ponen el ojo ponen el disparo certero, sus
rostros tensos, sus dientes incrustados en los mortecinos labios, con ansias de
Drácula... Cae la noche en vuestros
ojos...
Bajan cabizbajos al altozano Abiñe,
hermana del orgulloso monte Kalamúa.
Suenan las siete en el reloj de la iglesia de San Pedro. Los pinchos de
los cinturones bailan libres, sin peso, de derecha a izquierda, de izquierda a
derecha –cual péndulo de las vicisitudes–: siete disparos al aire, otros siete
de Simón. Los vencidos ríen, como hienas, su música concatenada. Ralentizan sus
pasos: Rubén y Simón avistan una primorosa hada con su vestido veraniego. Los ayes
desgarradores llegan a oídos de Gregor: saltando sobre el suelo adoquinado,
desbocado, sin aliento, sostiene en sus brazos a su malograda hija.
–¡Ben-ja, Ben-ja, Ben-ja! ¡Abre! –ordena Rubén, mientras le asesta un puñetazo. Simón le propina una patada en los testículos
a Rubén. Benjamín, obcecado, coloca los brazos atrás; transcurre un minuto
eterno... Rubén sabe que le ha tocado la china: con la cabeza gacha, con el
rabo entre las piernas, con pasos robotizados, inconsciente de la presencia del
arma en la mano derecha, llama con la izquierda, la fría aldaba.
Isabel
Bascaran ©

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