jueves, 16 de mayo de 2019

LA CHINA




Amigos íntimos: Rubén y Simón eran uña y carne. Recibieron sus escopetas de perdigones a los dieciocho años. No hay sábado sin sol ni domingo sin amor. Los sábados, sonreían, algo alelados, a todas las tareas que les asignaban sus padres. El sol iluminaba sus pasos para que no sufrieran ningún percance. Al anochecer, en la cabaña, iluminados por la suave luz de sus linternas, urdían siniestras fechorías, embravecidos por el vino peleón; se imaginaban la manada que asaltaba a la inalcanzable rosa..., salían a masturbarse entre risotadas y palabrotas. Benjamín, a pesar de las exigencias  malsonantes de su hermano Simón, permanecía abstraído por las dos joyas que descansaban yacientes sobre la manta aterciopelada.

            Hacia las cuatro de la tarde, cuando la mayoría echaba la siesta en el sopor de la opípara digestión, los pendencieros amigos, vestidos con trajes de camuflaje, botas de forajidos, cinturones de cuero repletos de pinchos –que a la vuelta portarían  incrustadas las gargantas de sus víctimas– salían, muy machos ellos, con sus armas al hombro. Mientras rodeaban el adoquinado patio de don Gregor, los diminutos gnomos exhortaban en voz queda: Escondeos, pajarillos chiquitos; sellad vuestras bocas, alegres mirlos; permaneced quietas, cual cadáveres, milanas bonitas: mantened el aliento, que aquí llegan vuestros depredadores que donde ponen el ojo ponen el disparo certero, sus rostros tensos, sus dientes incrustados en los mortecinos labios, con ansias de Drácula...  Cae la noche en vuestros ojos...

            Bajan cabizbajos al altozano Abiñe, hermana del orgulloso monte Kalamúa.  Suenan las siete en el reloj de la iglesia de San Pedro. Los pinchos de los cinturones bailan libres, sin peso, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha –cual péndulo de las vicisitudes–: siete disparos al aire, otros siete de Simón. Los vencidos ríen, como hienas, su música concatenada. Ralentizan sus pasos: Rubén y Simón avistan una primorosa hada con su vestido veraniego. Los ayes desgarradores llegan a oídos de Gregor: saltando sobre el suelo adoquinado, desbocado, sin aliento, sostiene en sus brazos a su malograda hija.    

            –¡Ben-ja, Ben-ja, Ben-ja! ¡Abre! –ordena  Rubén, mientras le asesta un puñetazo.  Simón le propina una patada en los testículos a Rubén. Benjamín, obcecado, coloca los brazos atrás; transcurre un minuto eterno... Rubén sabe que le ha tocado la china: con la cabeza gacha, con el rabo entre las piernas, con pasos robotizados, inconsciente de la presencia del arma en la mano derecha, llama con la izquierda, la fría aldaba.  

Isabel Bascaran ©

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