Nunca
me ha interesado mucho la cultura oriental, y aún menos la china en particular.
Pienso que bastante tengo con intentar conocer y entender la occidental como
para meterme en un laberinto de razas, lenguas y culturas de difícil análisis e
imposible estudio sin conocer de base su cultura y religión. Mi interés ha
hecho con China lo que dijo Napoleón: no despertar al león dormido.
Lo
bueno de esta ignorancia es que es estanca. Me explico: increíblemente, China y
Occidente no se relacionaron hasta que ambas culturas ya habían desarrollado
ampliamente la base de su civilización y cultura. Un extraterrestre podría
estudiar la historia y cultura china hasta el siglo XVIII sin saber de la
existencia de Occidente y entender sin problema prácticamente todo. El porqué
de este enigma tiene muchas, muchísimas teorías, pero el caso es que, desde que
la fiebre se llevó a Alejandro Magno de camino a China hasta que Marco Polo puso
negro sobre blanco la existencia de otra civilización, pasaron siglos de
evolución cultural, política y social divergente.
Pero
la cosa cambió el día en que a Occidente le pareció buena idea comerciar con China
no jarrones y seda sino ideas, y estas ideas despertaron al león dormido con
muy malas pulgas, lo que le vino especialmente mal a los millones de chinos que
murieron en los primeros zarpazos de la llegada del comunismo a China. Esta revolución
produjo la mayor transformación de un territorio y sus habitantes de la que la historia puede dar cuenta, solo
comparable a la romanización y la conquista de América por parte de los
españoles. La cosa es que los chinos también se cansaron de ser comunistas,
como los occidentales, pero ellos no se hicieron socialdemócratas sino
capitalcomunistas, una cosa rara basada en la idea de que da igual si el gato
es blanco, si el gato es negro, mientras cace ratones.
Desde
entonces, los chinos se acercan a mí, en realidad a todos nosotros, a mucha
mayor velocidad que yo a ellos, que, como ya os he contado, lo que hago es
permanecer quieto esperando a que me entren ganas de saber. Pero ellos no han
esperado a la reciprocidad de Occidente en el conocimiento mutuo y, una vez que
se han decidido a ser capitalistas, lo están siendo con todas las
consecuencias. Los chinos pasaron a finales del siglo XX de preguntar ¿has comido? al encontrarse con un
conocido a preocuparse por ¿estás ocupado
últimamente?. Dice Tim Harford, el autor de El economista camuflado, que el abrazo capitalista chino ha estado
sacando, en los momentos de mayor crecimiento económico, a un millón de
personas de la pobreza... al mes.
Una
pena que, de la mano de sus teléfonos móviles, ropa, herramientas, comida y
miles de objetos que nos rodean, no haya llegado un pedazo de su cultura
milenaria. Todos esos objetos son una pelota devuelta por un frontón –la idea
va en la pelota de ida; el producto, en la de vuelta–, y el frontón no deja su
huella, el frontón se limita a copiar y
producir. No sabemos más de taoísmo por leer en un e-book made in China; no sabemos de su especial visión de la relación
entre el cuerpo y la comida por comer arroz tres delicias; vemos horrorizados
como se comen literalmente todo lo comestible sin saber que las hambrunas que
los asolaron hicieron que su umbral de tolerancia cambiase. Y así miles de
matices culturales que desconozco, desconoceré y probablemente ellos mismos
terminarán desconociendo.
Santos
Gutiérrez ©
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