Después
de las tres noches que durmió en “decúbito prono”, es decir, boca abajo y la
cabeza de lado, debido a sus “inquietudes” sin resolver, se prometió no volver
a la playa a contemplar mozas en ropa interior de colores.
Los cuatro días restantes de sus
vacaciones, se dedicó a conocer el entonces pueblo marinero y a las “benidormeras”.
Cambió
el traje negro por una camisa de grandes flores naranjas y verdes, pantalón
verde hasta la rodilla, calcetines blancos, chanclas azules de playa y gorra a
juego. Ese cuarto día paseó por las concurridas calles, viendo mozas en
pantalón corto y camiseta ceñida, lo que no le ayudó a calmar sus
“inquietudes”. Cansado, con sed y los ojos como un camaleón, se animó a entrar
a una cafetería, ¡él, que nunca entró en la taberna de su pueblo! Pidió una
caña de cerveza fresquita. No solía beber, pero tenía tanto calor que la
ingirió de un trago. Y luego siguió otra y otra… y otra. Todo le daba vueltas,
no atinaba a poner el codo en la barra. Como pudo, se sentó en un taburete, que
comenzó a girar sin parar, y salió despedido, cayendo estrepitosamente al suelo.
Las chanclas, también; la gorra no, la llevaba bien enroscada.
Cuando abrió los ojos, la señora de
la limpieza, con moño apretado, le daba cachetitos en la cara intentando
reanimarlo.
–¿Está “usté” bien?
–Fsi, fsi –decía Sindulfo, con
risita tonta.
Ya sentado en una silla y con un
café bien cargado, ella se presentó: Altagracia, onomástica: 21 de enero. Alta
sí era, le sacaba dos cabezas, y seca, alargada y cetrina como una algarroba.
Soltera como él, Altagracia le
acompañó hasta la pensión, agarrada, melosona, a su brazo. Y pensaba: ¡Soltero!, tierras, animales, tractor y…
¡virgen! ¿Dos hermanas? Bah, ya se verá, si son como él… ¡Este no se me escapa!
–Sindulfo, mañana es mi día libre. Vendré
a visitarle por la tarde, para quedarme tranquila.
Esa noche, él estaba como en éxtasis
y durmió decúbito supino, pensando… guapa
no es, pero las feas duran más, ¡no te las quita “naide”! Y es soltera, y
virgen, de pueblo, como yo. ¡Esta no se me escapa! La impresionaré. Iremos a
ese restaurante fino que he visto hoy, “La Fondue”. Suena a extranjero. Y, con
sonrisita tontorrona, se entregó a los brazos de Morfeo.
Altagracia llegó enfundada en un
vestido gris, abotonado hasta el moño y cubriéndole las rótulas. Encontró a
Sindulfo frente al televisor, con su traje negro y camisa blanca, repeinado
como si le hubiese lamido su vaca Margarita. Se saludaron tímidamente y él le
dijo que se encontraba ya muy bien.
–Altagracia, “soy agradecío” por lo
de ayer. La invito a cenar a un restaurante “desos de postín”.
Ella
se hizo la remolona, lo justo, diciendo que no la confundiera con una fresca,
ya que era “mu honrá”. Sindulfo, colorado como una amapola, respondió;
–Usté
perdone, si no pué ser…
Altagracia, al ver que él daba
marcha atrás…
–Haré “unaparte por ser usté”. Iré.
Caminaron, sin apenas hablar, hasta
el restaurante. Un camarero, que hablaba extranjero, les condujo hasta una
coqueta mesita con mantel rosa y una velita encendida, en un balconcito lleno
de plantas. El garçon les dejó dos
grandes cartas. No entendían nada de lo que estaba escrito. Sindulfo, para
impresionar a su dama, leyó lo primero: “FONDUE BOURGUIGNONNE DE VIANDE DE
BOEUF, FRITE A L´HUILE”. Silbó al garçon,
que, anonadado, acudió:
–¿Monsieur?
–Queremos dos de “FONDO BORGINO DE
VIEN DE BUF FRITO”, “mufrito pamí y vien de buf y pa ésta tambien”.
–¿Et pour boire?
A
Sindulfo se le cambió “la color”, se puso blanco. El camarero, al verle
desorientado, les hizo entender, por mímica, que qué deseaban beber. Miró a
Altagracia y ésta pidió agua. El garçon
dijo:
–¿De l´eau?
Y Sindulfo:
–De lo… de la que quiera. Del grifo
mismamente, una jarra bien grande.
Les sirvieron la fondue: calentador de alcohol,
recipiente con aceite, tenedores de mango largo, varias salsas y la carne cruda
en daditos para freírla en el aceite. Miraban sin saber qué hacer. Sindulfo,
una vez más, tomó la iniciativa: pinchó y pinchó la carne, dos, tres, cuatro
trozos, los untó en las diferentes salsas y, por último, en aceite. Ella le
imitó: la comieron cruda. Al rato, llegó el garçon
pidiendo perdón –eso sí, en extranjero– por no haber encendido el infiernillo. Lo
prendió y, con gestos, les hizo saber que la carne se fríe. Minutos más tarde,
el aceite comenzó a humear, chisporrotear… Sindulfo, de pie, asustado, vertió
sobre el recipiente la jarra de agua. Altagracia huyó despavorida, hasta se
salió del vestido gris abotonado hasta el moño. De lo que allí ocurrió, aún se comenta
hoy en día por la enorme bola de fuego que se formó.
Continuará…
Ana Pérez Urquiza©

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