Tengo poco tiempo para arreglarme,
media hora, no más, para recibir a mi primer cliente. Me miro al espejo y
empiezo a maquillarme los ojos en tonos negros y los labios en un rosa muy
brillante. No me reconozco una vez he terminado. Mi pelo, rubio cobrizo, que
antes llevaba recogido en dos trenzas, ahora está suelto, desmelenado y con
volumen. Me dan, de pronto, unas terribles arcadas y un asco de bilis al pensar
que pronto cruzará la puerta un baboso y sudoroso hombre, con una prominente
barriga, que va a hacer conmigo lo que le dé la gana. Salgo corriendo, dando
traspiés, y llego por los pelos al baño, donde vomito compulsivamente.
Duran poco, unos minutos. Muchos de
ellos dejan media paga de la fábrica de coches en mujeres como yo. Oigo en el
súper cómo sus esposas se quejan porque no llegan a final de mes para comprar
las papillas de sus bebés.
Me paro a pensar en lo cerca que
estoy de cumplir mi sueño. Me podré ir de Ystaad con mis tres niños y tendré el
suficiente dinero para establecerme en un pueblecito de Grecia. Abriré un
restaurante delante del mar, sobre las rocas, y lo pintaré de un blanco
inmaculado y los tejados de azul metalizado. El jardín estará lleno de
algarrobos, naranjos y buganvillas. Bajo sus sombras, pondré las mesas, con
farolillos de colores. Unos sobrios sofás, azul cielo, para tomar café estarán
alrededor de una cascada de agua, y tapizando el suelo, unas grandes cestas de
mimbre repletas de frutas.
Sólo
me faltan dos meses. Atrás quedará cuando mi pareja me abandonó con los tres
niños tan pequeños. Imposible tirar adelante fregando suelos. Imposible. Así no
podíamos comer los cuatro. A los pequeños, el hambre ya había empezado a
hincharles las barriguitas. Recuerdo que no me lo pensé más y arreglé una
habitación con espejos y la tapicé en rojo. Allí no se entraba para nada más. La
mantenía cerrada a cal y canto.
Me sobresalta el timbre de la
puerta. Me miro el vestido escarlata, ajustadísimo, mis medias negras con
costura y me dirijo, con unos tacones de vértigo, a abrirla. Le doy un beso y
el hombre empieza a tocarme y a respirar entrecortadamente. Lo llevo de la mano
hacia la cama. Se baja los pantalones, me desnuda e intenta penetrarme; pero no
puede, está demasiado borracho. Se pone violento, pero no me doy cuenta de que
está sacando un cuchillo del pantalón. Lo último que oigo es “No valéis una
mierda. Eso es lo que se merecen las putas como tú, que sólo sabéis sacar el
dinero sin ganároslo”. Quiero quitármelo de encima, pero no puedo. Está sentado
encima de mí a horcajadas, teniéndome inmovilizada. Está como loco y tiene los
ojos inyectados en sangre. Por un momento, muevo las piernas y le doy en todas
sus partes, pero eso ha sido un tremendo error. Me pega en la cara con saña. Le
digo que pare y que se largue, pero sigue pegándome con una fuerza brutal.
Veo el filo del cuchillo brillar.
Siento cómo se hunde en mis carnes. Noto la sangre fluir, caliente, por mi
cuerpo y su sabor metálico en la boca. Ladeo la cabeza hacia la ventana y miro,
hipnotizada, cómo la lluvia golpea torrencialmente los cristales y el cielo
está de un pesado azul plomizo. El fuerte viento silba con rabia a través de la
cortina de hielo. Me sumerjo en un mar frío y oscuro. Voy bajando muy lentamente
por una escalera de hierro oxidado, viendo cómo las burbujas escapan de mi boca
a cámara lenta, muy despacio, subiendo a la superficie. Mis pies se enredan con
las suaves algas, de un color verde brillante, acariciando todo mi cuerpo con
movimientos danzarines. La música de Tchaikovsky inunda mis oídos, dando lugar
a una calmada placidez. Nada existe, sólo silencio y quietud. Sigo descendiendo
más y más, flotando entre estrellas y corales. Una corriente tira de mí y me
arrastra hacia las profundidades, sacudiéndome sin ninguna benevolencia, y mis
ojos, dorados, se vuelven negros como el alquitrán. Volando hacia el abismo,
allá en el fondo, veo una pequeña casa junto al mar, sobre las rocas, y tres
niños jugando bajo los algarrobos del jardín.
Francis Cortés
Pahissa©
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