Sus mujeres parecen vivas, parecen
hablarte desde el lienzo, es como si las sintieras hasta respirar. Hay algo
mágico en sus retratos y no hay dama de alcurnia en la capital a la que no haya
pintado o esté en cola para hacerse pintar por El arcángel de París, así apodado debido a su costumbre de mostrarse
siempre en público de riguroso blanco inmaculado de pies a cabeza. Las que aún
no tienen su retrato, su busto o su desnudo pintado por el Arcángel están démodé y
se las mira con desaire. Pero hace unos meses, él, tras tantos años pintando lo
mismo, se sentía encasillado, sin pasión por lo que hacía y al borde de la
depresión. Su médico le aconsejó una cura de descanso lejos, donde nadie le
conociera, donde el aire fuera puro y los alimentos sanos. Y así llegó el maestro
a un pueblo perdido en una serranía española de la cordillera Penibética. Y
nada más llegar, la vio y supo que era la musa que le sacaría de su letargo y su
apatía. Su corazón cabalgó desbocadamente y ya no tendría un momento de paz
hasta convencerla de que posara para él. Fue una revelación. Harto de hacer
retratos de damas refinadas, maquilladas, perfumadas, vestidas de forma
inmaculada, la Vicenta estaba allí, ante él, en estado puro, sin las adulteraciones
de la civilización, auténtica, campestre, asilvestrada, serrana. Lejos de
aquellas sofisticadas damas parisinas, tan pulidas ellas, muñecas de salón, maniquíes
de escaparate, la Vicenta era simplemente una hembra. Y le fascinaba. Y, pese a
la inicial reticencia del marido y parientes, finalmente halagados ante la
perspectiva de que su pueblo fuera conocido allende sus montañas y sus sierras y
que la Vicenta atrajera riqueza para todos, se dejaron convencer.
París hervía con los incesantes
chismorreos, habladurías, conjeturas, bulos y comidillas acerca de qué se cocía
en el estudio del Arcángel, que
llevaba dos meses sin salir de él creando lo que ya se decía que sería su obra
maestra. Tal era la fama del pintor que el día de la presentación de su cuadro
en una afamada sala de exposiciones acudió la crème de la crème parisina, el ministro de Cultura y la Vicenta y
sus familiares, que, con su alcalde a la cabeza, fueron invitados por el maestro
como muestra de agradecimiento por haber accedido a sus deseos.
La
expectación era enorme. Una tela, con los colores de la bandera francesa,
cubría el lienzo. El Arcángel de París,
de blanco impoluto, con no disimulado orgullo, anunció:
–Et
voici, La Vicenta à poil!
Con reverencia casi eclesiástica, un
clamor de admiración se elevó de entre la concurrencia parisina.
–¿Me mande? –se elevó de entre la
concurrencia de la serranía patria.
La Encarnita, que una vez sacó un
ocho en Francés, acudió en ayuda de sus mayores:
–La Visenta en pelota, coño.
Ante la atónita mirada de unos y
otros, el pintor mostró el cuadro de la Vicenta yaciendo en cueros, en
deliberada imitación de La maja desnuda
en versión rústica, descarada, fresca,
insolente. Sus muslos, jamoneros, potentes, rollizos, carnosos –de buena
crianza gracias a su dieta rica en algarrobas, según explicó el Arcángel– hicieron rezumar adormecidos
deseos entre los otrora desganados y ahora inflamados varones. Sus brazos,
apoyados bajo la cabeza, descubrían sendos tomillares de frondosa vegetación
que, ajenos a las aburridas depilaciones a la moda, mostraban, con hirsuta
insolencia, la naturaleza brava de la sierra hispana. Lejos de los pubis a la usanza
parisina, yermos, inhabitados, con textura de sepia a la plancha, la Vicenta desplegaba
un exuberante oasis azabache cuya tupida flora reptaba hacia el ombligo y en el
que, a diferencia de aquellas naturalezas asépticas, muertas, se adivinaba allí
la vida, una vida invertebrada serpenteando entre la maleza pilosa. Y frente a
los delicados, insulsos, indecisos y aburridos senos parisinos, allí estaban,
opulentas, descaradas, desafiantes, las dadivosas ubres de la hembra serrana.
Nadie antes ha hecho tanto por la
fraternidad hispanofrancesa como la Vicenta. En Francia, se le ha concedido la
Orden Nacional de la Legión de Honor, y en España, la Real Orden de Isabel la
Católica, ambas a título póstumo, pues la Vicenta murió de un garrotazo
propinado por su marido. Su imagen se va a imprimir en los billetes de 50 euros
en toda Europa. En la bolsa francesa de materias primas agrícolas, la
cotización de la algarroba española se ha disparado hasta máximos históricos.
La Vicenta à poil puede verse en el museo del Louvre,
unos metros más allá de la Gioconda. La
gente pasa presta, desinteresada, ante el cuadro de Da Vinci, ansiosa por llegar
y detenerse ante la obra maestra del Arcángel
de París. El número de visitantes crece sin parar. A la salida, el clamor
es unánime:
–Vive
l’Espagne! Vive l’algagobá!
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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