Llegué de amanecida a una aldea, cuando el sol
iluminaba el paisaje y las caras de pánico de sus vecinos. Las gentes me
lanzaban miradas de incredulidad y desconfianza. Les saludaba con la mano, pero
sus semblantes eran de rechazo absoluto.
Observé, a larga distancia, un cercado de madera
lleno de niños que jugaban con piedras y palos. Cuando me acerqué, vi,
estupefacta, que todos tenían una mancha en la frente en forma de uva y de
color vino tinto.
Alguien desde una casa me hizo señas para que me
acercara y lo hice a toda prisa, asustada por lo que acababa de contemplar. Me
rogó que pasara al interior para poder hablar tranquilamente y no ser vistas ni
oídas.
–He visto unos niños…
–Calla, calla –me dijo la mujer–, nos pueden oír, y
las consecuencias…
–¿Por qué tienes tanto miedo a hablar?
–Bebe un poco de agua y descansa. Te explicaré lo
que sucede en la aldea.
Se escucharon trotes de caballos y mucho griterío. La
mujer cerró las ventanas y me ordenó, con un gesto, silencio.
Me quedé dormida, estaba exhausta y desperté
llegada la noche. Solo se escuchaban los cantos de unos grillos y el croar de
las ranas de un riachuelo cercano.
Jimena, que así se llamaba la mujer, me había
preparado unos huevos con pan y frutos del bosque, que engullí con celeridad, y
un vaso de leche de cabra.
Le costaba verbalizar los hechos, dudaba cómo
comenzar. Hablaba muy bajito, como si temiera ser escuchada por alguien detrás
de la puerta.
–¿Te fijaste en la mancha de los niños de la cerca?
¿Viste a la caballería del marqués entrar avasallando a las gentes?
–Sí, por eso quería preguntarte, ¿quiénes son?,
¿por qué están cercados? ¿Y esas manchas en la frente?
–Son los hijos del Marqués de la Pernada, fruto de
las violaciones. Cada semana, coincidiendo con el mercado, sus soldados hacen
una redada por la comarca y secuestran a una joven. Las llevan al castillo,
donde el marqués las viola y, cuando quedan embarazadas, las devuelve a sus
familias. Si nacen niñas, quedan al cuidado de sus familias; si son niños, los entregan
a las amas de crías, que los cuidarán hasta que tengan cuatro años. Después son
trasladados y encerrados en las cercas, como si de animales se tratara. Son
atendidos por el personal del castillo, reciben buenos alimentos, pero los tratan
a latigazos. Cuando cumplen dieciséis años, son trasladados a un campo de
entrenamiento, donde los preparan para ser soldados del marqués.
Yo asentía, incrédula y aterrada. No preguntaba
nada, no quería interrumpir su minuciosa narración de tan siniestros hechos.
Nos fuimos a dormir, evitando así mis preguntas. Cuando
amanecía, escuchamos el galopar de caballos. Nos levantamos de golpe y
atisbamos detrás de los cristales. Los soldados se habían concentrado en la
plaza y solicitaban una curandera para arreglar los problemas de impotencia del
señor marqués. En un plazo de veinticuatro horas debería personarse en el
castillo.
–Jimena, escucha con atención –le dije yo–. Soy
curandera y tengo la solución al problema del marqués. Esta tarde iré hasta el
castillo para ofrecer mis servicios.
–No, no puedes ir, puede costarte la vida en caso
de no poder curar al maldito violador.
–Tranquila, sé cuidarme sola. Quiero y puedo
ayudaros. He de intentarlo. Su impotencia intensificará su violencia hacia
vosotros y las consecuencias serán terribles. Tengo un licor de algarrobas
secas, que he tenido en maceración un año, y es la solución para su impotencia.
Me despedí, cogí mis bártulos y emprendí el camino
del castillo, donde fui conducida a los aposentos del tirano. El marqués estaba
tendido en un camastro y bebía vino, con tanta ansiedad que se derramaba por
las comisuras de sus labios. La imagen me produjo náuseas y estuve a punto de
vomitar.
–¿Tienes la solución a mi problema? Sabes que, si
no logras curarme, tendrás consecuencias poco agradables. Tienes una semana
para que los resultados sean visibles. En caso contrario, serás entregada a los
soldados de las montañas y ellos se encargarán de darte tu merecido.
–Sí, la tengo. Antes de una semana estará curado,
señor marqués. Pero tiene que seguir las instrucciones al pie de la letra. Se
trata de una enfermedad muy contagiosa, y los siguientes serán todos los
hombres que están a su servicio. Todos deben ponerse en tratamiento hoy mismo. Reúna
a todos sus soldados, beban todos el vino que yo les prepare con las gotas
medicinales y, en cuarenta y ocho horas, usted recuperará un vigor
inimaginable.
La noticia de la muerte del marqués y sus soldados
corrió como la pólvora. Las gentes lo celebraban, el terror se había acabado.
Jimena me agarró la mano:
–¿Tienes algo que contarme?
–Se ha hecho justicia… naturalmente.
Nieves Reigadas©
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