Voy
a contar una historia. Casó muy joven con su amado. Llegaron de Asturias,
buscando una vida mejor. Habían conseguido la explotación de una granja y a
ello se dedicaron con entrega e ilusión. Llegó la primera hija, que con el tiempo
se convertiría en una bellísima muchacha. Llegó la segunda, más feúcha pero
igual de adorada. ¡Y llegó la guerra!, la gran guerra, la terrible. Los hombres
tuvieron que marchar y las mujeres hubieron de bregar ellas solas con los
campos, los animales y las familias.
El
fin de la contienda y la pobreza obligó a muchos a emigrar a América, había que
conseguir capital para poder arrancar de nuevo, no sería por mucho tiempo. Él
hubo de marchar al poco de llegar. Su esposa tardó mucho en tener noticias. No
era fácil. Ella siguió luchando como siempre. Poco a poco, fue recibiendo algún
dinero y gemas preciosas, un método más seguro de hacer llegar su capital. Se
lo enviaba su marido a través de un grumete, hijo de unos amigos del pueblo,
que solía viajar un par de veces al año a América. Con los años, supo que a
ella solo le llegaba una parte de lo que mandaba su esposo. Al grumete tramposo
no le era suficiente el pago recibido por hacer de correo (de varios
emigrantes) y se quedaba la mayor parte de las joyas. Andando el tiempo, el
ladrón montó una empresa de autobuses, que hoy perdura.
Las cartas fueron espaciándose. El
hombre había formado otra familia en Nueva York. Conoció a una joven emigrante
como él y la juventud y la soledad hicieron el resto. La asturiana permaneció
fiel… e ignorante a los quehaceres de su lejano marido.
Fue elegida por su pueblo “la mujer buena” –también había “un hombre bueno”–. Sus consejos,
opiniones y decisiones eran acatados como las de un juez. En asuntos de poca
monta: matrimonios desavenidos, riñas vecinales, pequeñas herencias, trifulcas
y, sobre todo, cuestiones de honor. Se acataban las decisiones de ambos, juntos
o por separado.
Un día, ocurrió. Le habían dicho que,
en el monte Selmo, había unos algarrobos. Ella solía ir por leña cerca del
lugar. Aprovechando el camino, pensó en recoger unas algarrobas que, secas y
molidas, pudiera añadir a las pulientas.
En casa tenían huerta, gallinas y cerdos. No pasaban hambre, pero estaría bien
añadir algo sabroso y distinto. Bajaba con su carga, ese día más ligera, cuando,
en un recodo del camino, se le plantó delante Blas, el pastor, al que siempre
saludaba cuando se lo encontraba por el monte. Ese día le vio la mirada oscura
y extraña. Se asustó y soltó la carga, intentando echar a correr, pero no le
sirvió de nada. La mala bestia violó y ultrajó a la buena mujer. Bajó al pueblo
con las manos vacías, el cuerpo lastimado y los ojos apagados. Nadie lo supo.
Nada dijo. Cuando nació su hijo varón, acudieron pocas vecinas, pero nadie la
perturbó. Tal era su grandeza. Siguió siendo, mientras vivió, “La Mujer Buena”.
Remedios
Llano©
Comillas, junio
2019
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