jueves, 13 de junio de 2019

UNA FLOR ESPECIAL




Su jadeo dejaba a las claras el dolor que padecía, aunque sin emitir palabra.  Tortugueábamos por la finca de don Manuel. Ella oprimía mi mano, pidiéndome una pausa, y yo la abrazaba y la alzaba unos centímetros del suelo. Con su fragancia y diáfano peso, yo me sentía el enamorado feliz, olvidando, por un lapsus, el mal  que la carcomía. El descanso duraba más que el tiempo andado. Y así, cual plumas empujadas por el destino, llegábamos hasta el brazo inferior del algarrobo. Mientras la dejaba medio recostada en el tronco, con el  corazón respirando con dulzura, yo trepaba unos cuatro metros y arrancaba, con mimo, media docena de flores acorazonadas. Un ramillete en la mano izquierda y, ayudándome con la derecha, bajaba a su vera: en las ondas doradas de su angelical cabellera, le iba insertando los pétalos carmesí.

            Durante el regreso, como si el contacto de las flores acorazonadas nos insuflara energía, caminábamos al paso de Lur. No sé si el perrito ralentizaba su marcha, pero los tres formábamos un trío compacto.

          Don Manuel, viéndola tan risueña, tan bella, se henchía de optimismo. No, su hija no podía padecer ningún mal letal, los especialistas se confundían. Alba, su Alba, era el motor que lo mantenía vivo. Haciendo acopio de valor, le informé de que algunos árboles mostraban síntomas de enfermedad: sus hojas estaban siendo atacadas por un hongo de nombre desconocido, pero que iba alimentándose del bello verde,  volviéndolo en negro manchón. ¿Cómo manifestarle que el mal se parecía al sarcoma que él conocía tan de cerca?

            Don Manuel, siguiendo mis instrucciones de agrónomo, me envió a la ciudad para comprar el fungicida con el que intentaríamos exterminar el hongo: tenazas modernas para podar las ramas, el compost nutritivo... De paso, la receta del oncólogo para que, en la farmacia Longo, comprara el Valium y la morfina, imprescindibles en casa como el pan.

            En el calendario de la salita, donde Alba había señalado con un rotulador rojo los meses de estío que correspondían a la floración de corazones amorosos, su padre había dibujado una alianza: Alba no cabía de gozo. Incrustando sus dientes en los labios, cuando el dolor se hacía imposible, pero sin emitir una queja, se dedicó a dar instrucciones a las modistas. Su vestido largo de organdí, bordado con hilo de oro, sería adornado por un velo de seda con flores rojas, frescas, naturales: acorazonadas. Mi corbata, bermellón, sobre camisa blanca, rompería el chaqué negro. El perrito, Lur, mostraría un collar de flores rojas.

            Por deseo de la  novia, caminamos los últimos cincuenta metros. Yo iba un metro por delante de don Manuel y Alba, con pausados andares para que ella no se fatigara. Me subyugaron los aromas de jazmines y azahares; los trinos de los pajarillos sonaban entre los lapsus que dejaban los tañidos de la iglesia de Santa Teresita de Algarroba. Yo, a falta de un café, ora acariciaba la chaquetilla, ora la solapa, negras.

Ya en el pórtico, empezó el Chorus Hallelujah de Haendl al órgano. Ya se pusieron de pie los invitados; ya sonaron los ohhhs ante la beldad de la novia... A la una y diez, nos dimos el SÍ, quiero. Nos intercambiamos las alianzas. “Ya puedes besar a la novia”, dijo el oficiante. Alba se hizo con una flor de su velo y me la ofreció. Segundos después, mi amor fue derrumbándose...

            El silencio y la pesadumbre se volatilizaban mientras el órgano entonaba el            Adagio de Albinioni...

                                                       San Vicente de la Barquera, a  9 de junio de 2019
                                                          Isabel Bascaran©

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