Su jadeo dejaba a las claras el dolor que padecía, aunque sin
emitir palabra. Tortugueábamos por la
finca de don Manuel. Ella oprimía mi mano, pidiéndome una pausa, y yo la
abrazaba y la alzaba unos centímetros del suelo. Con su fragancia y diáfano
peso, yo me sentía el enamorado feliz, olvidando, por un lapsus,
el mal que la carcomía. El descanso
duraba más que el tiempo andado. Y así, cual plumas empujadas por el destino,
llegábamos hasta el brazo inferior del algarrobo. Mientras la dejaba medio
recostada en el tronco, con el corazón
respirando con dulzura, yo trepaba unos cuatro metros y arrancaba, con mimo,
media docena de flores acorazonadas. Un ramillete en la mano izquierda y, ayudándome
con la derecha, bajaba a su vera: en las ondas doradas de su angelical
cabellera, le iba insertando los pétalos carmesí.
Durante el regreso, como si el
contacto de las flores acorazonadas nos insuflara energía, caminábamos al paso
de Lur. No sé si el perrito ralentizaba su marcha, pero los tres formábamos un
trío compacto.
Don Manuel, viéndola tan risueña, tan
bella, se henchía de optimismo. No, su hija no podía padecer ningún mal letal, los
especialistas se confundían. Alba, su Alba, era el motor que lo mantenía
vivo. Haciendo acopio de valor, le informé de que algunos árboles mostraban
síntomas de enfermedad: sus hojas estaban siendo atacadas por un hongo de
nombre desconocido, pero que iba alimentándose del bello verde, volviéndolo en negro manchón. ¿Cómo
manifestarle que el mal se parecía al sarcoma que él conocía tan de
cerca?
Don Manuel, siguiendo mis
instrucciones de agrónomo, me envió a la ciudad para comprar el fungicida con
el que intentaríamos exterminar el hongo: tenazas modernas para podar las
ramas, el compost nutritivo... De paso, la receta del oncólogo para que, en la
farmacia Longo, comprara el Valium y la morfina, imprescindibles en casa como
el pan.
En el calendario de la salita, donde
Alba había señalado con un rotulador rojo los meses de estío que correspondían
a la floración de corazones amorosos, su padre había dibujado una alianza: Alba
no cabía de gozo. Incrustando sus dientes en los labios, cuando el dolor se
hacía imposible, pero sin emitir una queja, se dedicó a dar instrucciones a las
modistas. Su vestido largo de organdí, bordado con hilo de oro, sería adornado
por un velo de seda con flores rojas, frescas, naturales: acorazonadas. Mi
corbata, bermellón, sobre camisa blanca, rompería el chaqué negro. El perrito,
Lur, mostraría un collar de flores rojas.
Por deseo de la novia, caminamos los últimos cincuenta
metros. Yo iba un metro por delante de don Manuel y Alba, con pausados andares
para que ella no se fatigara. Me subyugaron los aromas de jazmines y azahares;
los trinos de los pajarillos sonaban entre los lapsus que dejaban los tañidos
de la iglesia de Santa Teresita de Algarroba. Yo, a falta de un café, ora
acariciaba la chaquetilla, ora la solapa, negras.
Ya en el pórtico, empezó el Chorus Hallelujah de Haendl al órgano. Ya
se pusieron de pie los invitados; ya sonaron los ohhhs ante la beldad de la novia... A la una y diez, nos dimos el SÍ,
quiero. Nos intercambiamos las
alianzas. “Ya puedes besar a la novia”, dijo el oficiante. Alba
se hizo con una flor de su velo y me la ofreció. Segundos después, mi amor fue
derrumbándose...
El silencio y la pesadumbre se
volatilizaban mientras el órgano entonaba el Adagio de Albinioni...
San Vicente de la
Barquera, a 9 de junio de 2019
Isabel Bascaran©
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