Hay
rumores que son sentencias de muerte, que corren como la pólvora para terminar
convirtiéndose en ella, como los que condenaron a muerte a Patricio Hernando
hace unos días. Rumores que hablaban de su encuentro en una discoteca con la
novia del capo del cártel de Juárez.
Al
joven le descerrajaron veinte tiros y le desmembraron sus genitales, una muerte
anunciada y ejecutada con la intolerable crueldad de la que hacen gala los
sicarios de Juan Pablo Ledezma, a la sazón jefe del temido cártel de la droga
que campa a sus anchas por la ciudad fronteriza mexicana.
De
nada le sirvió a Patricio Hernando su recién conseguida tarjeta verde de
residente en Estados Unidos y su conocida pronta vuelta al país vecino, de nada
sirvieron sus gritos de súplica a los sicarios aclarando lo que realmente había
sucedido entre él y la novia de su jefe: las órdenes de un narco poderoso son
como su novia, nadie las pone en duda. Los sicarios no querían desconocer su
parte en esta historia como Patricio parecía haber traspasado la suya.
Esos
rumores con olor a pólvora escupían veneno sobre Elena Guzmán, una miss de impresionantes piernas que había
enloquecido a Juan Pablo un par de años antes, cuando la vio entre bambalinas
en uno de los sórdidos concursos de belleza que ambientan los sábados por la
tarde las discos que jalonan las calles adyacentes a la Plaza de las Misiones.
Una vez que había estado en el lugar equivocado en el momento más inoportuno,
la suerte de Elena estaba echada: sólo la muerte del jefe del cártel la liberaría
de su lado, y no siempre...
Como
buenos rumores, no había manera de comprobar la veracidad de las palabras que
habían llegado a oídos del jefe y que hablaban de unos abrazos y miradas cómplices
de Elena y Patricio junto a un reservado de Evolution, la discoteca de la narcojetset de Juárez. Ciudad Juárez es
una ciudad sin alma ni escrúpulos, un oscuro lugar del planeta donde han
desaparecido más de 700 mujeres en los últimos años, mujeres como Elena,
habitualmente jóvenes y de las que, en ocasiones, ni siquiera aparecen sus
cuerpos, gracias, entre otros, a la eficacia de los pozoleros locales, hábiles alquimistas dispuestos a disolver en
ácido para baterías cualquier cuerpo traído por los sicarios al mando de Juan
Pablo.
Esos
rumores, a saber por qué, querían hacer daño a una mujer guapa y enloquecer a
un despiadado narco, sin tener en cuenta que Patricio era un buen chico, que
jamás habría pisado esa maldita discoteca de no ser porque Elena supo que
andaba por la ciudad y quiso verlo después de casi diez años separados por una
valla. En cualquier caso, ser bueno es algo que no cotiza mucho en una sociedad
corrompida hasta los huesos que los pozoleros
deshacen con mimo en los barriles de 35 galones.
La
información que el temido jefe del Cártel de Sinaloa recibió era cierta pero no
certera, y lo que más irritó al tan cruel como feo jefe de los sicarios de la
frontera, un hombre inseguro ante la belleza de Elena y paranoico hasta
extremos insospechados, fue que los rumores del encuentro entre su novia y el
antiguo amigo de esta hacían mención a la amistad que la bella Elena y el
fornido y guapo Patricio habían tenido hacía diez años, los transcurridos desde
que Patricio cruzó la frontera a probar suerte con el capitalismo y Elena se
quedó para apostar por su belleza.
Fue
en esos años atrás cuando dos jóvenes de barrio se hicieron novios para enmascarar
sus encuentros, un tiempo en el que se hicieron confidentes mutuos llevados por
la necesidad, un tiempo en el que apostaron por estar juntos y así poder hablar,
con cariño, ternura y discreción, bajo el paraguas de un falso noviazgo, de lo
que nadie quería hablar en una sociedad rabiosamente machista y
enloquecidamente feminicida: que eran un hombre al que le gustaban los hombres
y una mujer a la que le gustaban las mujeres.
Santos
Gutiérrez ©
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