Érase
una vez una región muy lejana llamada Transilvania. Corría el año 1500.
Sighisoara era una aldea perdida entre montañas en el principado de Valaquia,
donde los espesos bosques, con sus tupidos abetos, se cimbreaban al compás del
gélido viento.
A
lo lejos, se elevaba el majestuoso castillo, situado en la cumbre más alta.
Abajo, al final del desfiladero, había un inmenso claro salpicado de casitas
blancas y rojas. Allí estaba ubicada la aldea. Se accedía sólo a través de
puertas abiertas en las gruesas murallas que la rodeaban. Catorce torres la
embellecían y teñían de colores al atardecer. El humo escapaba de las chimeneas
como agua entre las manos, mezclándose con la escasez de luz que se filtraba
entre los árboles en esa espléndida tierra.
En
el castillo vivía el señor de Valaquia, al que llamaban Príncipe el Hermoso por su elegancia y por su gran poder de
atracción. Su esposa, la princesa Alana, tenía el cabello rojo como el fuego y
unos inmensos ojos dorados. Formaban la pareja más encantadora de todo el país
y la envidia de todo el Principado. Las fiestas se sucedían una tras otra y los
invitados quedaban prendados de tanta riqueza y ternura por parte de los
príncipes.
Una
tormentosa tarde, apareció un inmenso dragón en la puerta principal del
castillo. La aporreaba con fuerza, porque en el exterior rugían los truenos y
los relámpagos iluminaban el cielo como antorchas encendidas. Se había perdido,
y los príncipes lo acogieron con agrado. Así transcurrieron los días, con
tormentosas tempestades azotando el castillo y el oscuro bosque.
Una
noche unos terribles gritos despertaron al dragón. Al principio creía que
estaba en medio de un sueño, hasta que se dio cuenta de que a los gritos le
sucedían unos interminables lloros. Salió sigilosamente de la habitación y,
siguiendo el ruido, llegó a una maciza puerta. La entreabrió con sigilo y vio a
la princesa encerrada en una jaula con barrotes de oro. Las lágrimas de la
princesa resbalaban por sus mejillas y, al chocar contra el suelo, se
convertían en blanquísimas perlas. La miró allí, humillada, vestida con una
sucia túnica hecha harapos. No quedaba nada del espléndido vestido de
terciopelo rojo que lució la noche anterior.
El gran
dragón cerró la puerta y se dirigió a su aposento. Le dolió tanto que creyó que
su corazón iba a estallar, como si una gran ola lo arrastrara a las
profundidades de un furioso mar. Sabía que estaría despierto el resto de la
noche.
Al
día siguiente, bien temprano y con mucho cuidado de no ser oído, empezó a hablar con cada uno de los
sirvientes. Mientras escuchaba lo que le decían, su semblante resultaba cada
vez más pálido y tuvo que admitir que el príncipe era un tirano muy peligroso.
Le dijeron que lo peor de todo era que, cuando no le gustaba alguien, éste
desaparecía sin dejar rastro.
Después
de escucharlos, bajó, como cada día, a desayunar. Allí estaban los príncipes en
perfecta armonía, como si nada sucediese. Les contó que luego iba a bajar a la
aldea, ya que era el primer día que amanecía con el cielo azul claro y
brillante. Se despidió de ellos con una sonrisa.
Mientras
andaba por el camino, el dragón pensaba con qué clase de personas se
encontraría. Enseguida se dio cuenta de que era gente amable y sencilla. Le
abrieron las puertas de sus casas y se apiñaron para contarle, con tristeza y
miedo, lo que pasaba en el castillo. Todos se apiadaban y lloraban por su
princesa, a la que querían con toda su alma. Todo lo que rodeaba al príncipe se
convertía en oscuridad. Era como ver una reproducción de la gran pintura de Botticelli
“El Infierno”, de una gran belleza pero de un terrible castigo.
El gran
dragón volvió al castillo y supo que la princesa Alana, de la que se había
enamorado y sabedor de que también ella le correspondía, estaba en un serio
peligro. Se esforzaba en buscar un camino para liberarla, pero evidentemente no
iba a ser fácil.
Los
gritos se sucedían por las noches y la tensión era insoportable, hasta que de
repente supo lo que debía hacer. Cogió su reluciente espada y salió de la
habitación. Enfiló el pasillo, dobló la esquina y, sin pensarlo, de una
aparatosa patada, abrió el macizo postigo. El ruido fue ensordecedor y la
cerradura saltó por los aires al instante. El príncipe estaba de pie y Alana arrodillada
frente a él, mirando al suelo. El gran dragón se abalanzó sobre él y, con toda
su fuerza, le clavó la espada en medio del corazón. El príncipe no emitió ningún
sonido. Su cara era de tremenda perplejidad y asombro, y lo miraba con ojos
desorbitados. Del corazón sólo le brotó una gran gota de sangre, que al instante
se convirtió en una delicada rosa roja, la más hermosa jamás vista. El dragón se
la dio al instante a Alana, quien, abrazándolo, lo besó mientras sus ojos se
empañaban de lágrimas. Se miraron y supieron, sin decir palabra, que nadie ni
nada los iba a separar nunca.
En este
instante, la abuelita cerró el cuento y besó a su nieta, que se había quedado
profundamente dormida. Sus ojos quedaron clavados en la placidez de la niña,
luego miró la bonita portada del cuento. ¿Serían sólo rumores? Con una pícara sonrisa,
se marchó. Se miró al espejo y… sí, aún conservaba aquellos inmensos ojos
dorados.
Francis
Cortés Pahissa©
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