domingo, 13 de octubre de 2019

EL CUENTO DE LA PRINCESA DE VALAQUIA




Érase una vez una región muy lejana llamada Transilvania. Corría el año 1500. Sighisoara era una aldea perdida entre montañas en el principado de Valaquia, donde los espesos bosques, con sus tupidos abetos, se cimbreaban al compás del gélido viento.

A lo lejos, se elevaba el majestuoso castillo, situado en la cumbre más alta. Abajo, al final del desfiladero, había un inmenso claro salpicado de casitas blancas y rojas. Allí estaba ubicada la aldea. Se accedía sólo a través de puertas abiertas en las gruesas murallas que la rodeaban. Catorce torres la embellecían y teñían de colores al atardecer. El humo escapaba de las chimeneas como agua entre las manos, mezclándose con la escasez de luz que se filtraba entre los árboles en esa espléndida tierra.

En el castillo vivía el señor de Valaquia, al que llamaban Príncipe el Hermoso por su elegancia y por su gran poder de atracción. Su esposa, la princesa Alana, tenía el cabello rojo como el fuego y unos inmensos ojos dorados. Formaban la pareja más encantadora de todo el país y la envidia de todo el Principado. Las fiestas se sucedían una tras otra y los invitados quedaban prendados de tanta riqueza y ternura por parte de los príncipes.

Una tormentosa tarde, apareció un inmenso dragón en la puerta principal del castillo. La aporreaba con fuerza, porque en el exterior rugían los truenos y los relámpagos iluminaban el cielo como antorchas encendidas. Se había perdido, y los príncipes lo acogieron con agrado. Así transcurrieron los días, con tormentosas tempestades azotando el castillo y el oscuro bosque.

Una noche unos terribles gritos despertaron al dragón. Al principio creía que estaba en medio de un sueño, hasta que se dio cuenta de que a los gritos le sucedían unos interminables lloros. Salió sigilosamente de la habitación y, siguiendo el ruido, llegó a una maciza puerta. La entreabrió con sigilo y vio a la princesa encerrada en una jaula con barrotes de oro. Las lágrimas de la princesa resbalaban por sus mejillas y, al chocar contra el suelo, se convertían en blanquísimas perlas. La miró allí, humillada, vestida con una sucia túnica hecha harapos. No quedaba nada del espléndido vestido de terciopelo rojo que lució la noche anterior.

El gran dragón cerró la puerta y se dirigió a su aposento. Le dolió tanto que creyó que su corazón iba a estallar, como si una gran ola lo arrastrara a las profundidades de un furioso mar. Sabía que estaría despierto el resto de la noche.

Al día siguiente, bien temprano y con mucho cuidado de no ser oído,  empezó a hablar con cada uno de los sirvientes. Mientras escuchaba lo que le decían, su semblante resultaba cada vez más pálido y tuvo que admitir que el príncipe era un tirano muy peligroso. Le dijeron que lo peor de todo era que, cuando no le gustaba alguien, éste desaparecía sin dejar rastro.

Después de escucharlos, bajó, como cada día, a desayunar. Allí estaban los príncipes en perfecta armonía, como si nada sucediese. Les contó que luego iba a bajar a la aldea, ya que era el primer día que amanecía con el cielo azul claro y brillante. Se despidió de ellos con una sonrisa.

Mientras andaba por el camino, el dragón pensaba con qué clase de personas se encontraría. Enseguida se dio cuenta de que era gente amable y sencilla. Le abrieron las puertas de sus casas y se apiñaron para contarle, con tristeza y miedo, lo que pasaba en el castillo. Todos se apiadaban y lloraban por su princesa, a la que querían con toda su alma. Todo lo que rodeaba al príncipe se convertía en oscuridad. Era como ver una reproducción de la gran pintura de Botticelli “El Infierno”, de una gran belleza pero de un terrible castigo.

El gran dragón volvió al castillo y supo que la princesa Alana, de la que se había enamorado y sabedor de que también ella le correspondía, estaba en un serio peligro. Se esforzaba en buscar un camino para liberarla, pero evidentemente no iba a ser fácil.

Los gritos se sucedían por las noches y la tensión era insoportable, hasta que de repente supo lo que debía hacer. Cogió su reluciente espada y salió de la habitación. Enfiló el pasillo, dobló la esquina y, sin pensarlo, de una aparatosa patada, abrió el macizo postigo. El ruido fue ensordecedor y la cerradura saltó por los aires al instante. El príncipe estaba de pie y Alana arrodillada frente a él, mirando al suelo. El gran dragón se abalanzó sobre él y, con toda su fuerza, le clavó la espada en medio del corazón. El príncipe no emitió ningún sonido. Su cara era de tremenda perplejidad y asombro, y lo miraba con ojos desorbitados. Del corazón sólo le brotó una gran gota de sangre, que al instante se convirtió en una delicada rosa roja, la más hermosa jamás vista. El dragón se la dio al instante a Alana, quien, abrazándolo, lo besó mientras sus ojos se empañaban de lágrimas. Se miraron y supieron, sin decir palabra, que nadie ni nada los iba a separar nunca.

En este instante, la abuelita cerró el cuento y besó a su nieta, que se había quedado profundamente dormida. Sus ojos quedaron clavados en la placidez de la niña, luego miró la bonita portada del cuento. ¿Serían sólo rumores? Con una pícara sonrisa, se marchó. Se miró al espejo y… sí, aún conservaba aquellos inmensos ojos dorados.

Francis Cortés Pahissa©

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