Se estrenaba agosto, con sus días soleados. Mi caracola, casi
siempre callada, emitió sonidos broncos: los estertores intermitentes de un
hombre de unos cincuenta años. Me sobresaltó aquel sonido lúgubre, gutural,
jadeante; lancé la caracola sobre el césped del jardín. Visualicé un cilindro-babosa de dos
tonalidades de marrón. Arranqué un
manojo de yerba y con él fue la babosa caracola a aterrizar en la parcela
enmarañada de delante. Pero aquella caracola pulida me gustaba...
Al día siguiente, lunes, sí bajé a la playa. El parking aparecía abarrotado a las diez y
media. ¿Cómo habrían aparcado el
domingo? La pareja vigía ya ocupaba su posición: al ladito de la caseta de los
socorristas. Al verme, como tirados por un resorte, se levantaron. Miré
alrededor por si se dirigían a otra –mi relación con ellos era de hola y
adiós–. Me informaron, hablando al unísono, del hecho luctuoso: “Sí,
volvíamos de nuestro paseo cuando vimos cómo trasladaban al muerto yacente,
cubierto por una manta negra, a la ambulancia circundante, con las luces
naranjas encendidas y la sirena a todo volumen. Alguien pronunció el nombre
Pepín –ya sabes, el hermano especial de Tino, el pescadero; que sí, mujer, el
vecino del ferretero Tito...–”. Se
acercó otra mujer y, sin mediar más palabras, la asaltaron. En mi paseo por la
orilla del mar, mientras el agua, con dulzor, refrescaba mis pies, rumié las
palabras de los radio macuto y deseé que no fuera él. ¿Se acabaron sus
brazadas a crol en el
agua?
Desde la playa de la Braña hasta la de Merón cambié de marcha y
me centré en el ejercicio físico: pian pianito, rapidísimo, ralentizado... Volví al coche por la senda anterior a las
duchas.
Y llegó el día 15, el día de la Ascensión de la Virgen. Si me
hubiera acordado de la fecha, no me habría topado con tantos coches, tantas autocaravanas
y tantas furgonetas.
Bueno, aparqué en un espacio alejado de los pájaros de mal agüero. Al
llegar a la orilla, me topé con un gran grupo multicolor: niños y niñas
saltando en el agua; madres y jóvenes, vestidas de blusones oscuros, hablando y
exhortando a la prole a que no se alejara; los maridos, con aparatos de alto standing, haciendo fotos.
Respetan, siempre, las zonas de baño y forman su círculo alejado
de los payos.
Vi, por doquier, camisetas: rojas, rosas,
naranjas, lilas, granates, verdes, azules, de las distintas escuelas de surf
(se te llena el corazón de alegría y mentalmente corres con ellos y sus tablas
al agua.) ¡Que no huya la mar!
También, los igloos de los bebés, formando una estampa
que rompe la verticalidad de los parasoles... Y admiro la ilusión de los toddlers
llenando con sus cubitos los hoyos cavados con sus manitas, una parte robada al
mar... Todo es felicidad en sus caminatas infinitas. ¡Cuánta gente dichosa! Y
camino, sonriente, hacia la playa de la Braña. A pesar de mis gafas oscuras,
veo un bastón hincado en la arena. Alto, me digo. En el extremo de su
cayado, observo la gorra juvenil. Me libero de las gafas para ver mejor, para cerciorarme de lo que
veo, y me estrujo los ojos... Sí,
es él: es mi amigo con
minusvalía en las piernas, que nada con fuerza en el agua... (Tengo un
recordatorio para el hombre que se ahogó).
No quiero hacer a nadie partícipe de mi alegría. Cuando llego a casa, freno el coche y corro,
entre la maleza, sin emitir un solo ¡ay!, en búsqueda de mi
resplandeciente caracola; ahora, envolviendo su mutismo.
Isabel
Bascaran©
San Vicente de la
Barquera, a siete de octubre de 2019
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