Los
años la mantienen hermosa, firme pero a su vez frágil, emanado tal paz que uno
quisiera quedarse con ella para siempre. ¿Qué es lo que la hace tan especial? Todo.
Cada rincón de su interior, pero también cuando se abre hacia fuera.
Los
sonidos, son los sonidos que llegan como rumores. No, las vistas; de frente, la
pacífica extensión de arrozales y, como si se encontrase en dos mundos
totalmente diferentes, en el lado derecho, una impresionante selva de palmeras
que cruza el paisaje y cuyas hojas solo nos permiten imaginar el cielo que hay
detrás y albergar todo tipo de sonidos, de pájaros exóticos mezclados con el
canto del gallo y el retumbar de los cocos al caer.
Los
atardeceres, tirados entre cojines, con las ventanas abiertas, escuchando aquel
ajetreo que aumenta según llega la noche y se mezcla con lo que en ese momento
lees hundiéndote en aquella paz ruidosa de la que es difícil salir hasta que la
penumbra te trae a un presente mucho más hermoso de puro exótico.
Y
llega el amanecer y te quedas
hipnotizado escuchando el murmullo del agua correr entre los arrozales, o
posiblemente es ese canto, mucho más suave, de la mañana, con la luz y la
temperatura que te invitan a saltar fuera, a los caminos que trascurren entre
puestos de pintores que, como salidos de la nada, despliegan su arte y su
sonrisa.
Si
alguna vez me pierdo, ya sabéis donde encontrarme: en esta preciosa casa de
madera balinesa –joglo la llaman–, ubicada
en el corazón de Ubud, centro espiritual de Bali.
Almudena Pascual©
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