domingo, 13 de octubre de 2019

RUMORES




–¡Pues a mí me gustan los rumores! –me dice una amiga cuando le comento que es el tema de mi taller de este verano.

–¿Cómo? –le digo, extrañada.

            –Sí, mira. Los rumores son como el aire: pueden ser limpios, calientes, sucios, contaminantes, te pueden dar en la cara y dejarte helada…

Mi amiga me sorprendió mucho y me hizo pensar. En realidad, los rumores quitan pragmatismo a la vida, le dan color, aunque generalmente son dañinos. No solemos ser generosos con los rumores. Además, favorecen la imaginación, y a menudo los aderezamos nosotros cuando nos llegan.

            Me contó esta historia:
           
«En un pueblecito de Burgos, de esos con casas de adobe y sol ardiente en verano, de moscas gordas y cantar de chicharra, donde el olor a hierba seca te dura hasta el otoño, ella pasaba todos los años algunos días con su padre. Solía ver a varios ancianos sentados junto a sus puertas, bajo toldos finos de lanas de colores, tomando la pizca de sombra raquítica que éstos les proporcionaban. Apenas hablaban entre ellos, esos hombres viejos, secos, con ojos enterrados en la cara bajo una boina grande y grasienta, que pareciese atornillada. Solo musitaban palabras, con un extraño acento que ni ella ni su padre reconocían. Un día le contaron una historia –algo achispados por el anís, compañero de las primeras castañas– que ella hasta pasados unos años no entendió.

            Eran amigos desde pequeños, cinco chicos listos y decididos a quienes la vida trataba bastante bien. Poco a poco,  notaban que en su país pasaban cosas extrañas, no se hablaba mucho. Algunos amigos de sus padres marchaban de vacaciones y no volvían a verlos. A ellos tampoco les importaba mucho. Hasta que un día, estando todos juntos jugando a las cartas en casa de Gûnther, el más joven, unas fuertes patadas tiraron la puerta. Entraron unas bestias armadas y, a empellones, les sacaron y subieron a un camión pequeño, donde ya había otros dos chicos y una chica, ella llorando y temblando, ellos muy asustados.

            No sabían por dónde circulaban. Anochecía y el toldo del camión apenas tenía ranuras para mirar. Cuando llegaron a lo que las bestias llamaron “muelle de descarga”, unos oficiales uniformados les miraron la boca, palparon el cuerpo y mandaron agacharse y estirarse. Se hicieron dos filas. Todos ellos quedaron en una, salvo la chica y Gûnther, que pasaron a otra, con muchas mujeres y niños. Nunca más les volvieron a ver. ¡A partir de ahí, el infierno! Ellos habían oído rumores, solo eso. Recuerdan con nitidez las columnas de humo anaranjado no muy lejos de su campo. Y el asqueroso hollín que se pegaba a su piel.

            La niña no sabía de qué le hablaban estos señores parecidos a su abuelo. Cuando creció un poco y aprendió algo en la escuela, volvió a preguntarles. En vez de contestar, se fueron remangando las viejas camisas de cuadros y mostraron el 27.241, 27.242 y 27.254, de un azul desvaído, marcados en los brazos.

            –¡Rumores, niña, rumores!

            Ellos tuvieron suerte. Solo tres, Nazir no aguantó. Cuando fueron liberados, localizaron a dos de las bestias: un reputado dentista y un respetado anticuario. Un día aparecieron con un cuchillo clavado en el corazón y una nota que decía: ¡culpable!

            Una semana después, un pueblo muy pequeño de Castilla vio aparecer a tres jóvenes buscando trabajo en el campo.»

            Esta historia contaron ellos.
            Esta historia me contó mi amiga.


REMEDIOS LLANO ©
COMILLAS. Octubre de 2019.

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