–¡Pues
a mí me gustan los rumores! –me dice una amiga cuando le comento que es el tema
de mi taller de este verano.
–¿Cómo?
–le digo, extrañada.
–Sí, mira. Los rumores son como el
aire: pueden ser limpios, calientes, sucios, contaminantes, te pueden dar en la
cara y dejarte helada…
Mi
amiga me sorprendió mucho y me hizo pensar. En realidad, los rumores quitan
pragmatismo a la vida, le dan color, aunque generalmente son dañinos. No solemos
ser generosos con los rumores. Además, favorecen la imaginación, y a menudo los
aderezamos nosotros cuando nos llegan.
Me contó esta historia:
«En un pueblecito de
Burgos, de esos con casas de adobe y sol ardiente en verano, de moscas gordas y
cantar de chicharra, donde el olor a hierba seca te dura hasta el otoño, ella pasaba
todos los años algunos días con su padre. Solía ver a varios ancianos sentados
junto a sus puertas, bajo toldos finos de lanas de colores, tomando la pizca de
sombra raquítica que éstos les proporcionaban. Apenas hablaban entre ellos,
esos hombres viejos, secos, con ojos enterrados en la cara bajo una boina
grande y grasienta, que pareciese atornillada. Solo musitaban palabras, con un
extraño acento que ni ella ni su padre reconocían. Un día le contaron una
historia –algo achispados por el anís, compañero de las primeras castañas– que
ella hasta pasados unos años no entendió.
Eran amigos desde pequeños, cinco
chicos listos y decididos a quienes la vida trataba bastante bien. Poco a poco, notaban que en su país pasaban cosas
extrañas, no se hablaba mucho. Algunos amigos de sus padres marchaban de
vacaciones y no volvían a verlos. A ellos tampoco les importaba mucho. Hasta
que un día, estando todos juntos jugando a las cartas en casa de Gûnther, el
más joven, unas fuertes patadas tiraron la puerta. Entraron unas bestias
armadas y, a empellones, les sacaron y subieron a un camión pequeño, donde ya
había otros dos chicos y una chica, ella llorando y temblando, ellos muy
asustados.
No sabían por dónde circulaban.
Anochecía y el toldo del camión apenas tenía ranuras para mirar. Cuando
llegaron a lo que las bestias llamaron “muelle de descarga”, unos oficiales
uniformados les miraron la boca, palparon el cuerpo y mandaron agacharse y
estirarse. Se hicieron dos filas. Todos ellos quedaron en una, salvo la chica y
Gûnther, que pasaron a otra, con muchas mujeres y niños. Nunca más les
volvieron a ver. ¡A partir de ahí, el infierno! Ellos habían oído rumores, solo
eso. Recuerdan con nitidez las columnas de humo anaranjado no muy lejos de su
campo. Y el asqueroso hollín que se pegaba a su piel.
La niña no sabía de qué le hablaban
estos señores parecidos a su abuelo. Cuando creció un poco y aprendió algo en
la escuela, volvió a preguntarles. En vez de contestar, se fueron remangando
las viejas camisas de cuadros y mostraron el 27.241, 27.242 y 27.254, de un
azul desvaído, marcados en los brazos.
–¡Rumores, niña, rumores!
Ellos tuvieron suerte. Solo tres,
Nazir no aguantó. Cuando fueron liberados, localizaron a dos de las bestias: un
reputado dentista y un respetado anticuario. Un día aparecieron con un cuchillo
clavado en el corazón y una nota que decía: ¡culpable!
Una semana después, un pueblo muy
pequeño de Castilla vio aparecer a tres jóvenes buscando trabajo en el campo.»
Esta historia contaron ellos.
Esta historia me contó mi amiga.
REMEDIOS
LLANO ©
COMILLAS.
Octubre de 2019.
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