jueves, 12 de diciembre de 2019

LA NIÑA




            Sueños, vacío. ¡Qué más da!

            Caminaba descalza, sin notar piedras ni guijarros. Su camisón blanco de algodón, sucio y desgarrado, le llegaba hasta los tobillos. El cabello, de un rubio cobrizo, le caía hasta la cintura, enmarañado, pegado a sus mejillas. Sus ojos parecían cuencas vacías, sin vida, extraviados en el más allá. Por los brazos, caídos e inertes, de una delgadez extrema, resbalaban gotas de sangre hasta las manos, con unos negros dedos exentos de uñas. Estaba en estado de shock, la mirada perdida al frente e intentando caminar, pero la niña estaba muerta de frío. Primero un pie y luego, titubeando, el otro. Sólo sabía que tenía que alejarse de allí, pero el miedo la paralizaba, y eso, junto con la debilidad de su cuerpo, le impedía seguir avanzando con regularidad.

            La carretera era larga e infinita, desierta y oscura. Andaba tambaleándose. En los bordes del camino se levantaba un frondoso bosque donde los apiñados abetos no dejaban filtrar ni un halo de luz. La oscuridad era total.

            Un ruido la asustó. Escuchó atentamente hasta oír un murmullo fluyendo con fuerza. ¡El río! La clínica estaba al lado del río. Eso significaba que aún estaba cerca, que había andado poco. Había logrado escapar, pero ahora venía lo más difícil.

            Su mente retrocedió en el tiempo, no sabía cuánto. Por los palitos que, a escondidas, gravaba en la pared de la celda de la clínica, dedujo que sería cerca de doce meses. Recordó con gran trabajo que fue con sus amigas al centro comercial a ver una película de Disney y que, al salir, compraron un helado de chocolate. Al cabo de un rato, el padre de Amanda las recogió, pero ella prefirió volver andando; el atardecer era maravilloso y su casa estaba a sólo dos manzanas. Pensó que, si llegaba un poco tarde, ya encontraría la mesa preparada para la cena. Hoy le tocaría a sus hermanos. Se rió satisfecha. Una tarde redonda.

            Doblaba el callejón de su casa cuando se paró, de un frenazo, un Porsche todoterreno. Bajó una mujer rubia muy sonriente. Se le acercó y vio al instante que se abría la puerta de atrás. El tiempo se desvaneció, llenando de vacío su mente.

            De repente, algo interrumpe sus pensamientos y unos potentes focos, por atrás, proyectan su silueta sobre la carretera. Un coche se detiene a su lado.

            –¿Qué te pasa, criatura, estás bien? –le pregunta el hombre.

            Ella lo mira sin verlo. De sus labios no sale ni una sola palabra.

            Le comenta, muy dulcemente, que la va a llevar a un hospital, que ya está a salvo. Cuando llegan, las enfermeras se llevan a la niña con gestos veloces y el médico dice que hay que llamar a la policía. Pronto todo el despliegue está en marcha y les es fácil localizar a los padres.

            Cuando ven a su hija en esas condiciones se ponen a llorar sin poder remediarlo  y la abrazan. La niña los mira, pero no se mueve. Sigue sin reaccionar ni hablar.

            Pasan dos semanas en el hospital entre interrogatorios por parte de los padres y la policía, pero todo es en balde.

            –Doctor, ¿nos podemos llevar a la niña a casa? Usted nos ha dicho que aquí poco pueden hacer ya –pregunta la madre.

            –Pues sí, creo que será lo mejor. Cuanto más pronto esté rodeada de las cosas que conoce, de la normalidad y de sus amigas, tanto mejor; serán elementos indispensables para  su recuperación, y eso juega a nuestro favor.

            Cuando llegan a la magnífica mansión donde viven y cruzan el umbral de la puerta, la niña reacciona y coge la mano de su madre. Ha visto el Kandinsky que cuelga de la pared del hall, el objeto más valioso para ella de los muchos que hay en la casa.

            Se suceden las semanas entre preguntas del comisario encargado del caso, que no encuentra ningún canal para seguir; al llegar a un punto concreto sobre lo que  ha sucedido, se volatiliza, se desintegra. Sabe que está cerca, muy cerca, pero siempre se encuentra con el silencio de la niña que tanto podría ayudar. Es cuestión de tiempo, les ha dicho el médico.

Sus amiguitas van a verla muy a menudo. Se va relajando cada vez más, pero no emite ningún sonido. Todos intentan ir recuperando su vida, pero la niña no hace amago de querer lo propio y se niega a salir de casa. Aún se esconde a veces debajo de la cama o dentro de un armario; sólo se encuentra tranquila con sus lápices de colores y su bloc. Sus dibujos son barras negras largas y cosas sin mucho sentido –eso dicen–. Lo que no saben es que es tan evidente que, si se pararan un poco a pensar, la niña les está diciendo quién o quiénes han sido.

Sus padres han iniciado, junto con los padres de Amanda, sus cenas y sus partidas en el club de hockey.

–No sé qué habríamos hecho sin el apoyo de estos dos amigos, no queremos ni pensarlo –le dicen a todo el mundo.

Al fin, Amanda tiene una excelente idea: una gran fiesta para la niña. Todos la aplauden y, poco a poco, va cuajando. Cuando llega el día, toda la familia y amigos se reúnen al pie de la espléndida escalinata de mármol para ver bajar a la niña. La música de Jacqueline du Pré flota en el aire. Cuando aparece y va descendiendo poco a poco las escaleras, se oye un murmullo entre la gente. Imposible ser más preciosa. Ella, por primera vez, sonríe abiertamente y, cuando llega al final, emite un sonido parecido a… “gracias”.

Todo es perfecto, hasta que se abre la puerta principal y entran los padres de Amanda con regalos y una gran sonrisa. La niña se queda paralizada, los mira y, en el suelo, va apareciendo un charco de un líquido, mojando sus medias y zapatos.

Se está haciendo pis.

Francis Cortés Pahisa©


No hay comentarios: