Sueños, vacío. ¡Qué más da!
Caminaba descalza, sin notar piedras
ni guijarros. Su camisón blanco de algodón, sucio y desgarrado, le llegaba
hasta los tobillos. El cabello, de un rubio cobrizo, le caía hasta la cintura,
enmarañado, pegado a sus mejillas. Sus ojos parecían cuencas vacías, sin vida,
extraviados en el más allá. Por los brazos, caídos e inertes, de una delgadez
extrema, resbalaban gotas de sangre hasta las manos, con unos negros dedos
exentos de uñas. Estaba en estado de shock, la mirada perdida al frente e
intentando caminar, pero la niña estaba muerta de frío. Primero un pie y luego,
titubeando, el otro. Sólo sabía que tenía que alejarse de allí, pero el miedo
la paralizaba, y eso, junto con la debilidad de su cuerpo, le impedía seguir
avanzando con regularidad.
La carretera era larga e infinita, desierta
y oscura. Andaba tambaleándose. En los bordes del camino se levantaba un
frondoso bosque donde los apiñados abetos no dejaban filtrar ni un halo de luz.
La oscuridad era total.
Un ruido la asustó. Escuchó
atentamente hasta oír un murmullo fluyendo con fuerza. ¡El río! La clínica
estaba al lado del río. Eso significaba que aún estaba cerca, que había andado
poco. Había logrado escapar, pero ahora venía lo más difícil.
Su mente retrocedió en el tiempo, no
sabía cuánto. Por los palitos que, a escondidas, gravaba en la pared de la
celda de la clínica, dedujo que sería cerca de doce meses. Recordó con gran
trabajo que fue con sus amigas al centro comercial a ver una película de Disney
y que, al salir, compraron un helado de chocolate. Al cabo de un rato, el padre
de Amanda las recogió, pero ella prefirió volver andando; el atardecer era
maravilloso y su casa estaba a sólo dos manzanas. Pensó que, si llegaba un poco
tarde, ya encontraría la mesa preparada para la cena. Hoy le tocaría a sus
hermanos. Se rió satisfecha. Una tarde redonda.
Doblaba el callejón de su casa
cuando se paró, de un frenazo, un Porsche todoterreno. Bajó una mujer rubia muy
sonriente. Se le acercó y vio al instante que se abría la puerta de atrás. El
tiempo se desvaneció, llenando de vacío su mente.
De repente, algo interrumpe sus
pensamientos y unos potentes focos, por atrás, proyectan su silueta sobre la
carretera. Un coche se detiene a su lado.
–¿Qué te pasa, criatura, estás bien?
–le pregunta el hombre.
Ella lo mira sin verlo. De sus
labios no sale ni una sola palabra.
Le comenta, muy dulcemente, que la
va a llevar a un hospital, que ya está a salvo. Cuando llegan, las enfermeras
se llevan a la niña con gestos veloces y el médico dice que hay que llamar a la
policía. Pronto todo el despliegue está en marcha y les es fácil localizar a
los padres.
Cuando ven a su hija en esas
condiciones se ponen a llorar sin poder remediarlo y la abrazan. La niña los mira, pero no se
mueve. Sigue sin reaccionar ni hablar.
Pasan dos semanas en el hospital
entre interrogatorios por parte de los padres y la policía, pero todo es en
balde.
–Doctor, ¿nos podemos llevar a la
niña a casa? Usted nos ha dicho que aquí poco pueden hacer ya –pregunta la
madre.
–Pues sí, creo que será lo mejor. Cuanto
más pronto esté rodeada de las cosas que conoce, de la normalidad y de sus
amigas, tanto mejor; serán elementos indispensables para su recuperación, y eso juega a nuestro favor.
Cuando llegan a la magnífica mansión
donde viven y cruzan el umbral de la puerta, la niña reacciona y coge la mano
de su madre. Ha visto el Kandinsky que cuelga de la pared del hall, el objeto más valioso para ella de
los muchos que hay en la casa.
Se suceden las semanas entre
preguntas del comisario encargado del caso, que no encuentra ningún canal para
seguir; al llegar a un punto concreto sobre lo que ha sucedido, se volatiliza, se desintegra.
Sabe que está cerca, muy cerca, pero siempre se encuentra con el silencio de la
niña que tanto podría ayudar. Es cuestión de tiempo, les ha dicho el médico.
Sus
amiguitas van a verla muy a menudo. Se va relajando cada vez más, pero no emite
ningún sonido. Todos intentan ir recuperando su vida, pero la niña no hace
amago de querer lo propio y se niega a salir de casa. Aún se esconde a veces
debajo de la cama o dentro de un armario; sólo se encuentra tranquila con sus
lápices de colores y su bloc. Sus dibujos son barras negras largas y cosas sin
mucho sentido –eso dicen–. Lo que no saben es que es tan evidente que, si se
pararan un poco a pensar, la niña les está diciendo quién o quiénes han sido.
Sus
padres han iniciado, junto con los padres de Amanda, sus cenas y sus partidas
en el club de hockey.
–No
sé qué habríamos hecho sin el apoyo de estos dos amigos, no queremos ni
pensarlo –le dicen a todo el mundo.
Al
fin, Amanda tiene una excelente idea: una gran fiesta para la niña. Todos la
aplauden y, poco a poco, va cuajando. Cuando llega el día, toda la familia y
amigos se reúnen al pie de la espléndida escalinata de mármol para ver bajar a la
niña. La música de Jacqueline du Pré flota en el aire. Cuando aparece y va
descendiendo poco a poco las escaleras, se oye un murmullo entre la gente.
Imposible ser más preciosa. Ella, por primera vez, sonríe abiertamente y,
cuando llega al final, emite un sonido parecido a… “gracias”.
Todo
es perfecto, hasta que se abre la puerta principal y entran los padres de
Amanda con regalos y una gran sonrisa. La niña se queda paralizada, los mira y,
en el suelo, va apareciendo un charco de un líquido, mojando sus medias y
zapatos.
Se
está haciendo pis.
Francis Cortés Pahisa©
No hay comentarios:
Publicar un comentario