Teodoro García Molano fue ejecutado
el 13 de abril de 1944, día de San Hermenegildo. Desde el momento de su
detención, no pronunció una sola palabra, ni en su propia defensa, hasta unos
segundos antes de su muerte.
Tras veinte años de profesión como
dinamitero, una explosión mal controlada
le arrancó la pierna derecha por debajo de la rodilla. Sin haber
cumplido aún los cuarenta, se trasladó a cuidar la granja de sus padres, que ya
iban para mayores y andaban mal de salud –de hecho, ambos fallecieron pocos
años después–. Su mujer, Ernesta, aunque era de ciudad, se mostró conforme,
pues vivía atormentada por los celos –a veces justificados; otras, no–, que le
provocaba ver a cualquier mujer hablando, riendo o coqueteando con el apuesto y
faldero Teodoro. Pensó Ernesta que, en la granja, sin más vida social que la
que ofrecía la taberna del pueblo y sin más ausencias de Teodoro que sus
ocasionales idas y venidas a la ciudad para comprar utensilios o provisiones y
un par de cenas al año, a las que él nunca faltó, con sus antiguos compañeros
dinamiteros, no tendría motivos para seguir sufriendo los celos que la
carcomían.
Teodoro, aunque ciertamente gustaba
de galantear con cualquier mujer que se le pusiera delante, nunca fue visto yendo
más allá, y sólo su mujer parecía apreciar en ello motivos de alarma.
Pronto, otro asunto aumentó las
tribulaciones de Ernesta. Teodoro compró una caja fuerte, grande, sólidamente blindada
y con cerradura de combinación mecánica. Él mismo la empotró, oculta, en una
pared de la pocilga, donde más porquería se acumulaba, pues argumentaba que a
nadie se le ocurriría buscar en semejante lugar. Pero, por más que ella
insistió, jamás le dejó conocer la combinación de la caja ni ver su interior. Le
decía que guardaba allí los ahorros para el día que fueran viejos, porque no
tenían hijos que los fueran a cuidar y había que ser previsores. Pero no le
dejaba verla.
Ernesta estaba convencida de que
allí, aparte de dinero, se escondía algo más. Y no dejaba de darle vueltas.
Cuando él se ausentaba, ella intentaba una y otra vez dar con la combinación tan
celosamente custodiada en la mente de su marido. Giraba en un sentido y otro el
dial, prestando el oído en un afán por percibir algún golpecillo que le
indicara que había acertado con un número. Pero todo era en vano. Y se
desesperaba. Y gritaba a Teodoro, y le insultaba, y le amenazaba. Pero éste se
mostraba inflexible.
Los celos fueron en aumento cuando
llegó al pueblo una nueva familia con dos hijas de veintipocos años, solteras y
de muy buen ver. Enseguida entablaron amistad con Teodoro, que las hacía reír
con sus chistes y sus galanterías. Las discusiones, incluso peleas, entre
Ernesta y Teodoro llegaron al punto en que la vida se hizo insoportable para
los dos, pero ninguno de ellos tenía otro sitio a donde marcharse. Se
aguantaban y se soportaban, pero, donde un día hubo amor, Ernesta ya sólo
sentía odio, y él, un enorme vacío.
Volvía Ernesta desde el pueblo a la
granja atajando a través de los maizales, cuando vio el cuerpo de una de las
hermanas veinteañeras en el suelo, desnuda de cintura para abajo, las piernas
abiertas y el cráneo partido. Una piedra de grandes dimensiones, ensangrentada,
yacía junto a ella. Unas bragas, rotas de mala manera, estaban como a un metro
del cadáver. Se quedó horrorizada, sin saber qué hacer. Luego se recompuso,
cogió las bragas, se las metió en el bolsillo del delantal que llevaba puesto y
se fue a casa. No dijo nada a nadie.
Teodoro fue detenido dos semanas
después, tras encontrar la Guardia Civil las bragas, que la hermana reconoció
como de la víctima, ocultas en el fondo de una caja de herramientas. El juicio
se celebró a los pocos meses y, dado el silencio del acusado y la prueba
encontrada en su taller, fue condenado a morir por garrote vil ante la
incredulidad de todo el pueblo.
Las únicas palabras que Teodoro
pronunció antes de morir fueron “Al fin”. Tras ellas, el verdugo, experto y
compasivo, aplicó un rápido giro al torniquete, se oyó un chasquido seco cuando
la bola en el extremo del tornillo partía el cuello de Teodoro y éste dejó de
existir.
Sus últimas voluntades fueron leídas
por el notario en presencia de Ernesta y dos parientes que acudieron con ella.
Todos sus bienes y posesiones los dejaba, íntegramente y sin excepción alguna,
a su mujer. Asimismo, el finado dejaba escrita en el testamento la combinación
para abrir la caja fuerte que, decía, estaba oculta en la granja, en una pared
de la pocilga. Ernesta lanzó un largo suspiro y todo su cuerpo sintió el júbilo
que la invadió.
No podía esperar. Corrió a su casa,
se dirigió a la pocilga y marcó la combinación de giros a derecha e izquierda
hasta que el mecanismo chasqueó y la caja se entreabrió. Su corazón palpitaba
por la ansiedad acumulada durante años. Vaciló unos instantes y tiró de la
puerta con decisión.
La onda expansiva de la explosión del
montón de cartuchos de dinamita fue tan brutal que arrancó la puerta de la caja
fuerte, destrozó el cuerpo de Ernesta y de los tres cerdos, haciéndolos añicos,
y derrumbó las paredes, dejando un amasijo informe de piedras, sangre, trozos
de carne y excrementos animales.
Ante la imposibilidad de identificar
si muchos de los restos eran de carne humana o animal, fueron enterrados juntos
en el cementerio del pueblo, oficialmente declarados como pertenecientes a
Ernesta.
Desde entonces, es popular una copla en el pueblo:
Una
mujer de fuera
a
un buen hombre desposó.
Tan
mala vida le diera
que
al garrote lo llevó.
Mas
el hombre, desde el cielo,
la
venganza le mandó
y
mezclada con los cerdos
el
pueblo entero la enterró.
Una
mujer de fuera
a
un buen hombre desposó.
Mala
fortuna le diera.
Mala
mujer le tocó.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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