En cuanto
vi el edificio, me pregunté cuántas personitas especiales habitarían en su
interior. ¿Qué les puedo decir? ¿Cómo iban a recibirme?
Descargué
los paquetes, los apilé en el carro de transporte y entré en el edificio. Era
de ladrillos rojos cara vista, grandes ventanales, rodeado de jardines bien
cuidados. En el amplio hall, la
recepción; tras el mostrador, una agradable señorita me pidió el DNI y anotó
mis datos, indicándome después a dónde dirigirme.
Tomé
la dirección. Pasillos con suelos brillantes, limpios, puertas grandes por todo
mi recorrido y salitas de visitas con cómodos sofás y máquinas expendedoras de
café, a las cuales me encargaría de abastecer desde ese mi primer día. En la
primera de ellas, me recibió un simpático joven de unos veinticinco años,
mediana estatura, delgado, ojos azules.
–Hola,
¿cómo te llamas? –preguntó con palabras que con poca dificultad entendí.
–Carlos,
¿y tú?
–Vicente.
¿Qué traes?
–Café
para las máquinas.
Se
mordía las uñas sin descanso y, subiéndose el puño de la camisa, me mostró una
pulsera del BARSA.
–¡Mira,
del BARSA! –dijo, muy orgulloso.
–Lo
siento mucho, amigo Vicente, soy del REAL MADRID.
–¡Uy,
uy, uy! –chilló, llevándose las manos a la cabeza–. Os vamos a ganar, cinco a
cero.
Yo,
siguiéndole el juego, le picaba, y él más se crecía, Messi, Messi. En estas estábamos cuando entró una joven de
su misma edad, morena, delgada, ojos y pelo negro muy bien cortado, tímida. Me
observó un rato y me dijo hola. Vicente le dio la mano y me dijo que era su
novia. Se sentaron en un sofá y así permanecieron, cogiditos de las manos,
hasta que finalicé mi trabajo en esa salita. De frente, se abrió una gran
puerta. Tras ella, salían personitas discapacitadas, la mayoría en sillas de
ruedas, empujadas por personal sanitario; otras, manejadas por ellos mismos y,
los menos, como Vicente y su novia Carmen, sin ninguna apariencia física
destacable. Me saludaban muy contentos. Salían, como cada mañana, de las clases
de estimulación, psicomotricidad, manualidades, música, etc. Algunos estaban
enfadados, gritaban; otros, como ausentes. Los cuidadores, muy cariñosos, les
daban caricias y buenas palabras de cariño.
Me
encontraba en otra salita reponiendo café. Allí me topé con otra chica joven, que
llevaba un casco especial en la cabeza. Su padre me dijo que era para evitarle
golpes, ya que a veces caía al suelo y se daba contra las paredes. Tragué
saliva.
Al terminar mi trabajo, salí a la calle a
fumar un cigarro, lo necesitaba yo y mis retinas. Había un cenicero en una
esquina. Al rato, un señor mayor, en silla de ruedas, mutilado de una pierna,
se puso a mi lado. Sacó una desgastada pitillera plateada. Me mostró su
interior con tres cigarrillos; en otra, esta de plástico, guardaba cuatro o
cinco encendedores. Conversamos a duras penas, pero entendí que le daban esos
cigarrillos al día. Encendió uno y lo fumó como no recuerdo ver a nadie poner
en ello tal placer. Más personitas entraban con familiares o cuidadores tras un
paseo por los jardines. No dejaba de desplazar mis ojos a cuanto allí me
rodeaba…
Ya
sentado ante el volante de mi coche, me sentía vacío por la impotencia hacia
estas inocentes criaturas que nacieron con ese destino sin merecerlo, en sus
padres, hermanos… A la vez, experimenté un cariño muy especial hacia estos
seres que en mi primer día de trabajo tanto me aportaron sin ellos saberlo. Fue
dura la experiencia, pero he de decir que me hizo más humano desde que trabajo
en el CAMP, Centro de Atención a Discapacitados Psíquicos.
Ana
Pérez Urquiza©
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