jueves, 12 de diciembre de 2019

VACÍO




En cuanto vi el edificio, me pregunté cuántas personitas especiales habitarían en su interior. ¿Qué les puedo decir? ¿Cómo iban a recibirme?

Descargué los paquetes, los apilé en el carro de transporte y entré en el edificio. Era de ladrillos rojos cara vista, grandes ventanales, rodeado de jardines bien cuidados. En el amplio hall, la recepción; tras el mostrador, una agradable señorita me pidió el DNI y anotó mis datos, indicándome después a dónde dirigirme.

Tomé la dirección. Pasillos con suelos brillantes, limpios, puertas grandes por todo mi recorrido y salitas de visitas con cómodos sofás y máquinas expendedoras de café, a las cuales me encargaría de abastecer desde ese mi primer día. En la primera de ellas, me recibió un simpático joven de unos veinticinco años, mediana estatura, delgado, ojos azules.

–Hola, ¿cómo te llamas? –preguntó con palabras que con poca dificultad entendí.

–Carlos, ¿y tú?

–Vicente. ¿Qué traes?

–Café para las máquinas.

Se mordía las uñas sin descanso y, subiéndose el puño de la camisa, me mostró una pulsera del BARSA.

–¡Mira, del BARSA! –dijo, muy orgulloso.

–Lo siento mucho, amigo Vicente, soy del REAL MADRID.

–¡Uy, uy, uy! –chilló, llevándose las manos a la cabeza–. Os vamos a ganar, cinco a cero.

Yo, siguiéndole el juego, le picaba, y él más se crecía, Messi, Messi.  En estas estábamos cuando entró una joven de su misma edad, morena, delgada, ojos y pelo negro muy bien cortado, tímida. Me observó un rato y me dijo hola. Vicente le dio la mano y me dijo que era su novia. Se sentaron en un sofá y así permanecieron, cogiditos de las manos, hasta que finalicé mi trabajo en esa salita. De frente, se abrió una gran puerta. Tras ella, salían personitas discapacitadas, la mayoría en sillas de ruedas, empujadas por personal sanitario; otras, manejadas por ellos mismos y, los menos, como Vicente y su novia Carmen, sin ninguna apariencia física destacable. Me saludaban muy contentos. Salían, como cada mañana, de las clases de estimulación, psicomotricidad, manualidades, música, etc. Algunos estaban enfadados, gritaban; otros, como ausentes. Los cuidadores, muy cariñosos, les daban caricias y buenas palabras de cariño.

Me encontraba en otra salita reponiendo café. Allí me topé con otra chica joven, que llevaba un casco especial en la cabeza. Su padre me dijo que era para evitarle golpes, ya que a veces caía al suelo y se daba contra las paredes. Tragué saliva.

 Al terminar mi trabajo, salí a la calle a fumar un cigarro, lo necesitaba yo y mis retinas. Había un cenicero en una esquina. Al rato, un señor mayor, en silla de ruedas, mutilado de una pierna, se puso a mi lado. Sacó una desgastada pitillera plateada. Me mostró su interior con tres cigarrillos; en otra, esta de plástico, guardaba cuatro o cinco encendedores. Conversamos a duras penas, pero entendí que le daban esos cigarrillos al día. Encendió uno y lo fumó como no recuerdo ver a nadie poner en ello tal placer. Más personitas entraban con familiares o cuidadores tras un paseo por los jardines. No dejaba de desplazar mis ojos a cuanto allí me rodeaba…

Ya sentado ante el volante de mi coche, me sentía vacío por la impotencia hacia estas inocentes criaturas que nacieron con ese destino sin merecerlo, en sus padres, hermanos… A la vez, experimenté un cariño muy especial hacia estos seres que en mi primer día de trabajo tanto me aportaron sin ellos saberlo. Fue dura la experiencia, pero he de decir que me hizo más humano desde que trabajo en el CAMP, Centro de Atención a Discapacitados Psíquicos.

                                                                          Ana Pérez Urquiza©

No hay comentarios: