jueves, 12 de diciembre de 2019

YO ME QUEDO!




La palabra vacío me trasmite paz. Su significado, para mí, se acerca más a la cultura oriental que a la occidental y me trae a la mente aquel sábado del mes de octubre, de hace ya casi diez años, cuando me propusieron ir a visitar, a Lerma, en Burgos, el monasterio de clausura de las clarisas. ¡Con lo cansada que estaba esa semana!

Tengo muy poca memoria, pero aquello que vi se me quedó grabado y, como si fuese una fotografía, aún sigo viendo aquellos muros de piedra blanca, blanquísima, que rodean el convento, y en la puerta, una monja guapa, guapísima, de 25 años. Vestía un hábito vaquero, clásico, con su cordón alrededor de la cintura, pero moderno, como ella. El pelo, rubio, liso y largo, lo llevaba recogido en una coleta alta, informal. Estaba morena, como recién llegada de vacaciones, y sonreía –más bien parecía que reía– al saludarnos.

Era la hora, podíamos entrar. Me agarré del brazo de mi amiga –lo sé porque lo veo en la fotografía–. La paz que había en aquel enorme espacio abierto, la temperatura, la luz, era un todo impresionante. 

–Yo me quedo para siempre –dije, girándome hacia mi amiga.

–Yo también –me contestó, riéndose.

Fuimos al servicio antes de dirigirnos al anfiteatro, donde iba a tener lugar la reunión con las monjas. Y lo nombro porque, para mí, los servicios dicen mucho de un lugar. Y es verdad que luego los he vuelto a ver así de bonitos y sobre todo modernos, pero tengo que reconocer que entonces me impresionaron. Los lavabos, había varios, eran de piedra, rectangulares, inclinados hacia el desagüe que estaba en uno de los lados del rectángulo. Muy modernos, pero rústicos a la vez. Así eran los lavabos del convento de clausura.

Salimos, cruzamos el patio –no recuerdo los límites de aquel espacio, como si no existiesen– y fuimos al anfiteatro, el espacio cubierto de reunión entre el mundo –o sea, los que veníamos del mundo– y ellas, las casi 200 monjas de 25 años, todas guapas, y con una sonrisa que parecía fija, o al menos contagiosa. No me engaño: de las 200, habría mayores, feas y tristes, pero yo no las vi. Nosotros seríamos otros 200, entre amigos, familiares y terrícolas varios que habíamos ido a pasar allí una mañana de sábado.

No había rejas, habían dejado de ser clarisas para ser Iesu Communio y la nueva comunidad se abría al exterior en estas reuniones semanales donde tenía lugar un coloquio entre los dos mundos.

Me senté, y tan descolocada me tenía todo aquello que bajé la guardia y el micrófono, que había empezado a pasar de mano en mano, cayó en las mías.

­­Las monjas esperaban que dijese algo, que preguntase, y no pude contenerme.

–Quiero quedarme –dije–. Estoy agotada; el trabajo, los niños, todo es una locura. ¡Yo me quedo!

Me senté, no había más que decir. Ellas tenían otro micrófono, aunque estábamos tan cerca unos de otros que se hubiera escuchado perfectamente sin él.

–No, por Dios, muchísimas gracias por lo que hacéis, por esa vocación de padres –¡me estaba dando las gracias  a mí, a los que estábamos allí y que vivíamos en libertad disfrutando de todo, de todo!– Gracias a familias como vosotros podemos estar nosotras aquí. Todas hemos tenido una familia que nos ha criado. Sin vosotros, esto no sería posible.

El caso es que le dio la vuelta a todo. ¡Lo buenos que éramos nosotros! Ellas, que desde su 18 años, muchas, habían dejado familia, amigos, novios, pero también profesiones y viajes, todo, para vivir allí, sin nada, para rezar por todos nosotros: eso no tenía importancia.

Ese día se incorporaba una más. Llegaba con sus pertenencias: una caja, como de zapatos, con cuatro cosas de recuerdo. Nada más. Destacaba entre las demás porque todavía no se había puesto el hábito. Sus amigas y padres habían ido a despedirla, ¡menuda tragedia! Una de las  amigas, por el micrófono, decía que no entendía por qué quería perder su vida.

Los padres no parecían contentos tampoco, pero ella estaba feliz.

Cuando terminó, volví a ver a la rubia de la coleta dando un paseo con sus padres. Iban los tres cogidos, con los brazos entrelazados a la altura de los codos, charlaban, sonreían.

Vi también a uno de mis amigos charlando con una de ellas, amiga de la pandilla de toda la vida. Me acerqué al grupo. Era una de las que llevaban más tiempo; tenía mi edad, 40 años. En ese momento hablaban de que volvían a estar a tope, que estaban buscando otro monasterio, que no paraban de llegar… Estaban llenas.

Almudena Pascual©

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