La
palabra vacío me trasmite paz. Su significado, para mí, se acerca más a la
cultura oriental que a la occidental y me trae a la mente aquel sábado del mes
de octubre, de hace ya casi diez años, cuando me propusieron ir a visitar, a
Lerma, en Burgos, el monasterio de clausura de las clarisas. ¡Con lo cansada
que estaba esa semana!
Tengo
muy poca memoria, pero aquello que vi se me quedó grabado y, como si fuese una
fotografía, aún sigo viendo aquellos muros de piedra blanca, blanquísima, que
rodean el convento, y en la puerta, una monja guapa, guapísima, de 25 años.
Vestía un hábito vaquero, clásico, con su cordón alrededor de la cintura, pero
moderno, como ella. El pelo, rubio, liso y largo, lo llevaba recogido en una
coleta alta, informal. Estaba morena, como recién llegada de vacaciones, y
sonreía –más bien parecía que reía– al saludarnos.
Era
la hora, podíamos entrar. Me agarré del brazo de mi amiga –lo sé porque lo veo
en la fotografía–. La paz que había en aquel enorme espacio abierto, la
temperatura, la luz, era un todo impresionante.
–Yo
me quedo para siempre –dije, girándome hacia mi amiga.
–Yo
también –me contestó, riéndose.
Fuimos
al servicio antes de dirigirnos al anfiteatro, donde iba a tener lugar la
reunión con las monjas. Y lo nombro porque, para mí, los servicios dicen mucho
de un lugar. Y es verdad que luego los he vuelto a ver así de bonitos y sobre
todo modernos, pero tengo que reconocer que entonces me impresionaron. Los
lavabos, había varios, eran de piedra, rectangulares, inclinados hacia el
desagüe que estaba en uno de los lados del rectángulo. Muy modernos, pero
rústicos a la vez. Así eran los lavabos del convento de clausura.
Salimos,
cruzamos el patio –no recuerdo los límites de aquel espacio, como si no existiesen–
y fuimos al anfiteatro, el espacio cubierto de reunión entre el mundo –o sea,
los que veníamos del mundo– y ellas, las casi 200 monjas de 25 años, todas guapas,
y con una sonrisa que parecía fija, o al menos contagiosa. No me engaño: de las
200, habría mayores, feas y tristes, pero yo no las vi. Nosotros seríamos otros
200, entre amigos, familiares y terrícolas varios que habíamos ido a pasar allí
una mañana de sábado.
No
había rejas, habían dejado de ser clarisas para ser Iesu Communio y la nueva comunidad se abría al exterior en estas
reuniones semanales donde tenía lugar un coloquio entre los dos mundos.
Me
senté, y tan descolocada me tenía todo aquello que bajé la guardia y el
micrófono, que había empezado a pasar de mano en mano, cayó en las mías.
Las
monjas esperaban que dijese algo, que preguntase, y no pude contenerme.
–Quiero
quedarme –dije–. Estoy agotada; el trabajo, los niños, todo es una locura. ¡Yo
me quedo!
Me
senté, no había más que decir. Ellas tenían otro micrófono, aunque estábamos
tan cerca unos de otros que se hubiera escuchado perfectamente sin él.
–No,
por Dios, muchísimas gracias por lo que hacéis, por esa vocación de padres –¡me
estaba dando las gracias a mí, a los que
estábamos allí y que vivíamos en libertad disfrutando de todo, de todo!– Gracias
a familias como vosotros podemos estar nosotras aquí. Todas hemos tenido una
familia que nos ha criado. Sin vosotros, esto no sería posible.
El
caso es que le dio la vuelta a todo. ¡Lo buenos que éramos nosotros! Ellas, que
desde su 18 años, muchas, habían dejado familia, amigos, novios, pero también
profesiones y viajes, todo, para vivir allí, sin nada, para rezar por todos
nosotros: eso no tenía importancia.
Ese
día se incorporaba una más. Llegaba con sus pertenencias: una caja, como de
zapatos, con cuatro cosas de recuerdo. Nada más. Destacaba entre las demás
porque todavía no se había puesto el hábito. Sus amigas y padres habían ido a
despedirla, ¡menuda tragedia! Una de las
amigas, por el micrófono, decía que no entendía por qué quería perder su
vida.
Los
padres no parecían contentos tampoco, pero ella estaba feliz.
Cuando
terminó, volví a ver a la rubia de la coleta dando un paseo con sus padres. Iban
los tres cogidos, con los brazos entrelazados a la altura de los codos,
charlaban, sonreían.
Vi
también a uno de mis amigos charlando con una de ellas, amiga de la pandilla de
toda la vida. Me acerqué al grupo. Era una de las que llevaban más tiempo;
tenía mi edad, 40 años. En ese momento hablaban de que volvían a estar a tope,
que estaban buscando otro monasterio, que no paraban de llegar… Estaban llenas.
Almudena Pascual©
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