Que amamos
la montaña es tan evidente como que respiramos.
Ane tuvo que dejar de seguir nuestras
excursiones por los problemas de artrosis que padecía. Yo le sugerí a Mertxe
que invitara a su prima Andrea a unirse a nuestro grupo. Pasaron meses y el 31
de marzo, día especial en la familia, subiendo el monte Oiz, alguien comentó
que habían hecho unas infiltraciones, en la rodilla derecha, a Ane y que moría
de ganas de volver a las caminatas de montañera: oh, cómo añoro el sol
acariciándome, la brisa con su soplo sobre mi espalda, el aroma del espliego, ¡ay,
pero el gargantoico precipicio...! –así
se había expresado–. Pero, por ahora, tenía que entrenarse sobre caminos
suaves.
Andrea ya llevaba varias excursiones
con nosotros. Al principio, aflojamos el paso por ella, pero pronto fue ella la
que hizo de liebre mientras canturreaba: al agudo, al agudo y a lo ligero,
al uso de mi tierra toco el pandero... Pronto, aprendimos la melodía y,
según llegábamos a la cima, forzábamos la tonadilla. Allí, en la cumbre,
gozábamos del excelso panorama, con toda la gama de colores. A veces, éramos
gigantes que, con la uña del dedo índice, rayábamos el horizonte.
Cuando Ane, por fin, se incorporó a
la pandilla, retomó su papel de voz cantarina de soprano y nosotros nos
incorporamos como tenores : en el monte Gorbeia, en lo más alto hay una
cruz... Yo caminaba, codo con codo, con Andrea –por la que sentía gran
admiración–. Observé cómo unas lágrimas cristalinas surcaban sus mejillas
maquilladas por el sol, sin que ella hiciera el mínimo ademán de enjugárselas,
dejando esa tarea a la brisa primaveral.
El último lunes de mayo, cuando
Andrea sacó de su mochila el bocata y nos lo ofreció –como teníamos por
costumbre–, los movimientos de nuestras bocas se ralentizaron para saborear a
conciencia el bocadito de tortilla francesa con pimientos fritos de Gernika.
Luego, se frotó sus dedos con una servilleta de gamuza y, como si fuera oro en paño, nos
presentó El florido
pensil. Las visualizamos uniformadas en sus batas blancas,
fuera del aula a las nueve en punto de la mañana cantando el himno nacional:
sólo la señorita y Andrea –futura maestra– pronunciaban adecuadamente los
vocablos: impasible el ademán. El resto optaba por: ¿imposible? el alemán.
Andrea,
ya en su voz natural, nos aclaraba que no eran disléxicas, no. Ya que el
español se les hacía difícil, harto más les resultaría el alemán que no lo oían
ni al sacerdote, ni al médico ni al alcalde.
Ane se hizo íntima amiga de
Andrea. Para finales de junio –época de dejar paso a los periplos por la arena–,
ambas entonaban las canciones al unísono: SÍ, sin resquemores; le prestaba
su tesoro más querido.
Hace como cincuenta años y
todavía sigo sin entender cómo unas personas educadas bajo las enseñanzas de un
único libro, la Enciclopedia española, tan obsoleta en el sistema, me
ofrecieran una educación tan liberal como responsable.
Isabel
Bascaran©
San Vicente
de la Barquera, 12 de enero 2020
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