Con el rostro oculto y con el
turbante teñido de un colorante natural de la tierra, el índigo, los hombres
azules, tienen un sentido muy particular del tiempo.
Muchos de ellos no saben, ni les
importa, qué edad tienen. Y aquí entra en escena Kella, altiva y bella. Sueña
con la civilización pero ella sabe que jamás podrá salir del desierto.
Su mente divaga y el viento agita su
túnica, de un tinte añil vivo. Hoy celebran el nacimiento de un niño y ellas,
como siempre, no se cubren el rostro, y pueden verse sus caras con sus grandes
ojos color miel. Ellos sí lo hacen, además de ir ataviados con unos preciosos
turbantes. Es su cultura, las mujeres no ocultan su cara, los hombres sí.
A Kella, la cortejan hombres
solteros, viudos o divorciados, pero ella es apenas una mujer. Sabe que la
sexualidad para la mujer tuareg es muy importante. En el Sahara, el encanto se
acumula, la experiencia se disfruta. Así, la mujer divorciada goza de mayor
reconocimiento que la soltera.
Un día, en el que la arena llovía
del cielo envuelta por el simún, el viento rojo, y en que las jaimas bailaban
al son del al-Àla, aparecieron cuatro hombres jóvenes perdidos y deshidratados.
Kella se fijó muy pronto en el más
joven, que, con sus cabellos rubios y sus verdes ojos, impresionó a todas las
jóvenes. En seguida los acogieron como sabe hacer tan bien el pueblo bereber.
Por la noche, cómo no, les ofrecieron una gran cena con cuscús, dátiles y
cordero con miel, y las mujeres les agasajaron con el shikat, la danza del vientre.
Kella llevaba un vestido ajustado de
lentejuelas, dejando ver todo su vientre; un pañuelo transparente, dorado,
acompañaba los movimientos sensuales de cadera. Los cuatro hombres quedaron embelesados, pero Kella,
sólo bailó para Peter, que así se llamaba el jovencito de ojos color esmeralda.
Allí se desató una química entre los
dos imposible de razonar. Se amaron durante toda la noche y demás noches, y así
transcurrieron los días, con el abrasador viento y sin poder salir de las jaimas.
Un buen día el sol brilló cegador en
el cielo, y la arena del desierto estaba tan quieta que ni un grano de ella era
capaz de levantarse. Pidió permiso a sus padres para irse con Peter a Alemania y,
en contra de lo que pensó, le dijeron que, si esto es lo que le hacía feliz, lo
aceptaban.
Corriendo, se dirigió, con las
mejillas encendidas y con el corazón desbocado, a la cabaña donde dormían los
cuatro chicos. Se echó en brazos de Peter, contándole, casi sin aliento, que ya
no tendrían que separarse jamás. Él la atrajo hacia sí y se abrazaron,
desapareciendo el mundo, la arena y las flores del desierto.
Al cabo de unas horas, Peter y sus
amigos, estaban listos para partir. Allí, de pie, esperaba, ansiosa, Kella, con
su bolso tuareg de cuero. Pero Peter le hizo entender que no podía irse con él.
Las cosas tenían que hacerse bien. En cuanto llegara a Alemania, buscaría una
casita con un gran jardín, la arreglaría para que no faltara de nada y luego le
enviaría un billete para reunirse con él. Se casarían y así podría escribir a
sus padres y hermanos contándoles lo feliz que era. Si se fuera ahora con él, ¿dónde
viviría?, le dijo, ya que compartía piso con sus amigos.
Kella, con lágrimas en los ojos, lo
entendió, al igual que su familia, y se despidieron destrozados, no sin antes
decirle que le escribiría tan sólo poner los pies en Alemania. No había
cobertura en el desierto, con lo cual, las cartas eran su único vínculo.
Los
días, después de la partida de los chicos, fueron sucediéndose muy lentamente,
y las cartas no llegaban. Ella no tenía dónde buscarle. Llegaban cartas y
cartas, todas las semanas, pero ninguna de Peter. Así pasó un mes, y otro y
otro sin saber nada.
Al tercero, se dio cuenta de que la
había engañado, que todo fue mentira y que sólo quiso acostarse con ella. Le
mintió, le mintió.
Sus
amigos, su familia ya no sabían cómo ayudarla para que retomara su vida
anterior y se olvidara del alemán.
Por
fin le llegó una carta; pero no era de Peter, sino de uno de los chicos que le
acompañaron. Le contó que siguiera con su vida, que se olvidara de todas las
promesas y los embustes, ya que su amigo se había casado nada más llegar a casa
con su novia alemana. Le escribía después de estos meses porque sus
remordimientos no le dejaban descansar. Así le dijo también que había dejado de
ser su amigo; para él, no era más que un ser despreciable.
Una mañana de finales de invierno,
con el cielo majestuosamente estrellado y un frío cortante, Kella se vistió con
una túnica negra de pies a cabeza. Sin que la vieran se adentró en el desierto
más grande del mundo, el Sahara. Sin comida ni agua, tan sólo con la compañía
del engaño y la soledad. En una mano llevaba, arrugada y descolorida, la carta
que había recibido. Caminó sin descanso hasta no sentir sus helados pies.
Imposible saber el camino de regreso, imposible seguir una vida ya a punto de
finalizar.
Francis Cortés Pahissa©
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