viernes, 17 de enero de 2020

KELLA




            Con el rostro oculto y con el turbante teñido de un colorante natural de la tierra, el índigo, los hombres azules, tienen un sentido muy particular del tiempo.

            Muchos de ellos no saben, ni les importa, qué edad tienen. Y aquí entra en escena Kella, altiva y bella. Sueña con la civilización pero ella sabe que jamás podrá salir del desierto.

            Su mente divaga y el viento agita su túnica, de un tinte añil vivo. Hoy celebran el nacimiento de un niño y ellas, como siempre, no se cubren el rostro, y pueden verse sus caras con sus grandes ojos color miel. Ellos sí lo hacen, además de ir ataviados con unos preciosos turbantes. Es su cultura, las mujeres no ocultan su cara, los hombres sí.

            A Kella, la cortejan hombres solteros, viudos o divorciados, pero ella es apenas una mujer. Sabe que la sexualidad para la mujer tuareg es muy importante. En el Sahara, el encanto se acumula, la experiencia se disfruta. Así, la mujer divorciada goza de mayor reconocimiento que la soltera.

            Un día, en el que la arena llovía del cielo envuelta por el simún, el viento rojo, y en que las jaimas bailaban al son del al-Àla, aparecieron cuatro hombres jóvenes perdidos y deshidratados.

            Kella se fijó muy pronto en el más joven, que, con sus cabellos rubios y sus verdes ojos, impresionó a todas las jóvenes. En seguida los acogieron como sabe hacer tan bien el pueblo bereber. Por la noche, cómo no, les ofrecieron una gran cena con cuscús, dátiles y cordero con miel, y las mujeres les agasajaron con el shikat, la danza del vientre.

            Kella llevaba un vestido ajustado de lentejuelas, dejando ver todo su vientre; un pañuelo transparente, dorado, acompañaba los movimientos sensuales de cadera. Los cuatro hombres quedaron embelesados, pero Kella, sólo bailó para Peter, que así se llamaba el jovencito de ojos color esmeralda.

            Allí se desató una química entre los dos imposible de razonar. Se amaron durante toda la noche y demás noches, y así transcurrieron los días, con el abrasador viento y sin poder salir de las jaimas.

            Un buen día el sol brilló cegador en el cielo, y la arena del desierto estaba tan quieta que ni un grano de ella era capaz de levantarse. Pidió permiso a sus padres para irse con Peter a Alemania y, en contra de lo que pensó, le dijeron que, si esto es lo que le hacía feliz, lo aceptaban.

            Corriendo, se dirigió, con las mejillas encendidas y con el corazón desbocado, a la cabaña donde dormían los cuatro chicos. Se echó en brazos de Peter, contándole, casi sin aliento, que ya no tendrían que separarse jamás. Él la atrajo hacia sí y se abrazaron, desapareciendo el mundo, la arena y las flores del desierto.

            Al cabo de unas horas, Peter y sus amigos, estaban listos para partir. Allí, de pie, esperaba, ansiosa, Kella, con su bolso tuareg de cuero. Pero Peter le hizo entender que no podía irse con él. Las cosas tenían que hacerse bien. En cuanto llegara a Alemania, buscaría una casita con un gran jardín, la arreglaría para que no faltara de nada y luego le enviaría un billete para reunirse con él. Se casarían y así podría escribir a sus padres y hermanos contándoles lo feliz que era. Si se fuera ahora con él, ¿dónde viviría?, le dijo, ya que compartía piso con sus amigos.

            Kella, con lágrimas en los ojos, lo entendió, al igual que su familia, y se despidieron destrozados, no sin antes decirle que le escribiría tan sólo poner los pies en Alemania. No había cobertura en el desierto, con lo cual, las cartas eran su único vínculo.

Los días, después de la partida de los chicos, fueron sucediéndose muy lentamente, y las cartas no llegaban. Ella no tenía dónde buscarle. Llegaban cartas y cartas, todas las semanas, pero ninguna de Peter. Así pasó un mes, y otro y otro sin saber nada.

            Al tercero, se dio cuenta de que la había engañado, que todo fue mentira y que sólo quiso acostarse con ella. Le mintió, le mintió.

Sus amigos, su familia ya no sabían cómo ayudarla para que retomara su vida anterior y se olvidara del alemán.

Por fin le llegó una carta; pero no era de Peter, sino de uno de los chicos que le acompañaron. Le contó que siguiera con su vida, que se olvidara de todas las promesas y los embustes, ya que su amigo se había casado nada más llegar a casa con su novia alemana. Le escribía después de estos meses porque sus remordimientos no le dejaban descansar. Así le dijo también que había dejado de ser su amigo; para él, no era más que un ser despreciable.

            Una mañana de finales de invierno, con el cielo majestuosamente estrellado y un frío cortante, Kella se vistió con una túnica negra de pies a cabeza. Sin que la vieran se adentró en el desierto más grande del mundo, el Sahara. Sin comida ni agua, tan sólo con la compañía del engaño y la soledad. En una mano llevaba, arrugada y descolorida, la carta que había recibido. Caminó sin descanso hasta no sentir sus helados pies. Imposible saber el camino de regreso, imposible seguir una vida ya a punto de finalizar.
           
              Francis Cortés Pahissa©

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