sábado, 15 de febrero de 2020

EL CAOS NOCTURNO




Hace veinte años, tras una canícula, llegó un otoño seco, marrón. Sobre la tierra negra, se levantaron lenguas rojas que comían, vertiginosas, los escasos esquejes que oscilaban entre los troncos de los pinares. Sí, se parecía a mi infierno y, en pocas horas, las llamas, con sus pavesas al arder, rodeaban el hospital Santa Marina de Artxanda, la atalaya de Bilbao.

            Vamos a proceder a la evacuación del hospital. Que nadie use el ascensor, ni la salida de incendios. Todos los enfermos van a ser movidos por nuestro personal y luego transportados en ambulancias a los centros más  cercanos. Empezaremos la evacuación por la última planta. Por favor, mantengan la calma; ayuden sólo si  se lo requiere  el hospital.   

            Yo me frotaba las manos. Con voz interna, acuciaba a los menos enfermos a que, con la mente fría y paso calmado, se marcharan del hospital: je, je, je, mi mente omnisciente sabía que algunos serían míos en el transcurso de la noche. Tan mezquina como la mía es el alma humana, pues es capaz de marchar abandonando a sus parientes a la deriva: je, je, je. Los pocos familiares de los últimos enfermos en sacarlos de aquel infierno aguantaron estoicos, sin mencionar la situación caótica por la que estaban pasando. Sé de quién les llegaba aquel temple. Por fin, se cerraron las puertas de la ambulancia con los pacientes entubados del primer piso. La única familiar corrió hacia su coche: aceleró y se puso a la rueda del estrepitoso bólido. Al llegar a Bilbao, aceleró aún más: hizo caso omiso de los semáforos, señales de circulación, retiró de su paso a todos los demás coches y desapareció en su huida. La cuidadora perdió de vista la ambulancia; ante la tesitura, optó por el sentido cívico y respetó las señales. Entró en el hospital de Basurto –era el más cercano– y estacionó cerca de las ambulancias. Hacía unas pocas horas, sin representantes políticos, que habían abierto las puertas del reconstruido pabellón Gandarias. Los enfermos imploraron por los médicos, mas estos, las enfermeras y los celadores atendían a un operado del corazón, que perdía sangre por litros: éste sí que es mío, je, je, je. Pero lo salvaron.

En las siguientes tres horas, cotejaron a los demás enfermos, parchearon sus males y los condujeron al barracón de los años de la guerra y postguerra civil. Belleza ante sordidez: ventanas desnudas, paredes enmohecidas, suelo de piedra grisáceo. Los enfermos apenas notaron las sábanas apergaminadas, con olor fétido. Pronto comenzaron los gritos de hiena de los enfermos de cáncer, las toses flemáticas de los asmáticos, las vomitonas de los operados de próstata, la urgente súplica, a mi rival, de cambio de sonda... Yo me frotaba las manos: je, je, je, pero entré en una especie de duermevela. Al alba, empecé a vislumbrar unos seres, afanosos, que portaban cubos y cepillos; otros que acarreaban mobiliario nuevo, y quienes abrazaban ropas con olor a  lejía... ¿Sería que estaban adecentando mis dominios? Yo no les había dado ninguna orden...
                                                                   
                                                                             Isabel Bascaran
                                                                San Vicente de la Barquera, a 3 de febrero de 2020

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