Hace
veinte años, tras una canícula, llegó un otoño seco, marrón. Sobre la tierra
negra, se levantaron lenguas rojas que comían, vertiginosas, los escasos
esquejes que oscilaban entre los troncos de los pinares. Sí, se parecía a mi
infierno y, en pocas horas, las llamas, con sus pavesas al arder, rodeaban el
hospital Santa Marina de Artxanda, la atalaya de Bilbao.
–Vamos a proceder a la evacuación
del hospital. Que nadie use el ascensor, ni la salida de incendios. Todos los enfermos van a ser
movidos por nuestro personal y luego transportados
en
ambulancias a los centros más cercanos.
Empezaremos la evacuación por la última planta. Por favor, mantengan la calma;
ayuden sólo si se lo requiere el hospital.
Yo me frotaba las manos. Con voz
interna, acuciaba a los menos enfermos a que, con la mente fría y paso calmado,
se marcharan del hospital: je, je, je,
mi mente omnisciente sabía que algunos serían míos en el transcurso de la noche. Tan mezquina como la mía es el alma
humana, pues es capaz de marchar abandonando a sus parientes a la deriva: je, je,
je. Los pocos familiares de los últimos enfermos en sacarlos de aquel
infierno aguantaron estoicos, sin mencionar la situación caótica por la que
estaban pasando. Sé de quién les
llegaba aquel temple. Por fin, se cerraron las puertas de la ambulancia
con los pacientes entubados del primer piso. La única familiar corrió hacia su
coche: aceleró y se puso a la rueda del estrepitoso bólido. Al llegar a Bilbao,
aceleró aún más: hizo caso omiso de los semáforos, señales de circulación,
retiró de su paso a todos los demás coches y desapareció en su huida. La
cuidadora perdió de vista la ambulancia; ante la tesitura, optó por el sentido
cívico y respetó las señales. Entró en el hospital de Basurto –era el más
cercano– y estacionó cerca de las ambulancias. Hacía unas pocas horas, sin
representantes políticos, que habían abierto las puertas del reconstruido
pabellón Gandarias. Los enfermos
imploraron por los médicos, mas estos, las enfermeras y los celadores atendían
a un operado del corazón, que perdía sangre por litros: éste sí que es mío,
je, je, je. Pero lo salvaron.
En las siguientes tres horas, cotejaron a los demás enfermos,
parchearon sus males y los condujeron al barracón de los años de la guerra y
postguerra civil. Belleza ante sordidez: ventanas desnudas, paredes
enmohecidas, suelo de piedra grisáceo. Los enfermos apenas notaron las sábanas
apergaminadas, con olor fétido. Pronto comenzaron los gritos de hiena de los
enfermos de cáncer, las toses flemáticas de los asmáticos, las vomitonas de los
operados de próstata, la urgente súplica, a mi rival, de cambio de sonda... Yo
me frotaba las manos: je, je, je, pero entré en una especie de
duermevela. Al alba, empecé a vislumbrar unos seres, afanosos, que portaban
cubos y cepillos; otros que acarreaban mobiliario nuevo, y quienes abrazaban
ropas con olor a lejía... ¿Sería que
estaban adecentando mis dominios? Yo no les había dado ninguna orden...
Isabel
Bascaran
San Vicente de la Barquera, a 3 de febrero de 2020
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