sábado, 15 de febrero de 2020

EL CAOS




(Me habéis hecho descubrir que no me gusta ningún caos, pero que no siempre puedo luchar contra él)

Queridas compañeras y compañeros, en esta mi primera lectura ante vosotros, he de confesaros, perdonadme y no me crucifiquéis, que no me gusta escribir. O mejor dicho, no me gustan los momentos personales que atravieso cuando necesito sentarme ante un folio inmaculado, lápiz en mano, para plasmar negro sobre blanco mis pensamientos, sensaciones y andanzas, porque habitualmente son sinónimo de tristeza, apatía, dolor y soledad. En los días alegres no suelo acordarme de esta buena y sana costumbre que es escribir. Prometo aquí y ahora, ante tal insigne y sabia audiencia, modificar esta costumbre y continuar gastando la tinta de mis viejos bolígrafos cuando lleguen a mi vida momentos más soleados, que espero me estén aguardando detrás de alguna esquina de mi destino.

Según la mitología griega, el caos es el estado primigenio, amorfo y desordenado del cosmos. Es decir, casi nada es tan antiguo como el caos. Y sin embargo, casi nada está tan vigente en este mundo global, viral e intercomunicado, como el caos. Infinito e inmortal parece, por tanto, el susodicho.

Las primeras ideas que surcaron por mi cabeza cuando se planteó este tema venían unidas a palabras como muchedumbre, estrés, aglomeración… Habrá gente que no pueda vivir lejos de los enmarañados laberintos de gigantes vítreos y galerías grises que son las megaciudades del presente; que se sientan cómodos entre telarañas de personas que corren en tumultuosa oleada sin saber a dónde demonios van; que necesiten estar hiperconectados con personas de cualquier confín del universo que nunca les darán un abrazo cuando lo necesiten. ¡Bravo por las nuevas amistades de tan poca carne y uña! No me siento yo representado con esta tipología de personas. Será que no me gusta el caos, pensé. Nunca me lo había planteado, ciertamente. Pero bueno, con vivir alejado de esas masivas urbes, lo tengo solucionado.

Pero espera, Óscar, no corras tanto. No es tan fácil escapar de él. El caos puede esconderse también en un plato que se cae y rompe en mil pedazos por el suelo, antes blanco, de la cocina; en un libro descolocado; en una fuente que gotea incansable en la estival madrugada insomne de una aldea extremeña; en un motor que no arranca, o en el repiqueteo nervioso de una bombilla a punto de fundirse, que alumbra, intermitente, el rincón oscuro de cualquier chabola mugrienta. Vaya…, os confirmo definitivamente que no me quiero hacer amigo de este señor de nombre de cuatro letras. Pero, venga, como os habréis percatado, son todas ellas situaciones físicas, mecánicas, técnicas o automáticas, que se pueden solucionar sin mayores problemas con los expertos adecuados. Tranquilos, lo tengo todo bajo control.

Pero… tengo un pero más. Queda otro tipo de caos, ¿sabíais? Justo el que se encuentra en el extremo contrario del de mis primeros pensamientos, aquellos de velocidad, gentío y asfalto gastado que os acabo de compartir. Mucho cuidado con esta tercera versión. Es muy peligroso y virulento cuando, agazapado en su escondrijo cobarde, aguarda a su presa solitaria entre las sábanas limpias de una cama que solo se deshace en una de sus mitades noche tras noche, en la inútil búsqueda de unos felinos ojos amarillos que alumbren la oscuridad pétrea, en el aroma de unos rizos despeinados que ya no rozan la almohada, en una maleta recién cerrada con ropa limpia cuando en realidad no tienes ningún sitio a dónde ir, en una nota escrita a vuela pluma con renglones torcidos y un mensaje inesperado, en un regalo no abierto el día después de que Baltasar pasara por casa, o en un paisaje demasiado amplio para abarcarlo con dos ojos encharcados por culpa de, pongamos como excusa, un boreal y opaco viento blanco que viene justo de frente.

¡Demonios con el caos! Está presente tanto entre masas alocadas y ruidosas como en las soledades más sombrías. Y no, aún no he encontrado el antídoto para esta última modalidad. Paciencia. El tiempo me irá guiando por la senda de la vida. La palabra rendirse no existe. Podré con él. Pero aún es más fuerte que yo. Ayer mismo estuvimos juntos, contemplando las últimas pinceladas anaranjadas del taciturno sol que marchaba ya a dormir detrás de las calcáreas moles que hace no tanto tiempo eran el cartel de bienvenida de la vieja Europa para aquellos marinos que habían vencido a los océanos. Y cara a cara, le comenté entre susurros: “mírame, pero hazlo bajito y al oído, a ver si puedes sentir el olor oscuro de mis sueños hoy inalcanzables”.

Óscar Gutiérrez Franco©
12 de febrero de 2020
Taller de Escritura del Ayto. de San Vicente de la Barquera

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