(Me habéis hecho descubrir que no me gusta ningún caos, pero que no
siempre puedo luchar contra él)
Queridas compañeras y
compañeros, en esta mi primera lectura ante vosotros, he de confesaros,
perdonadme y no me crucifiquéis, que no me gusta escribir. O mejor dicho, no me
gustan los momentos personales que atravieso cuando necesito sentarme ante un
folio inmaculado, lápiz en mano, para plasmar negro sobre blanco mis
pensamientos, sensaciones y andanzas, porque habitualmente son sinónimo de
tristeza, apatía, dolor y soledad. En los días alegres no suelo acordarme de
esta buena y sana costumbre que es escribir. Prometo aquí y ahora, ante tal
insigne y sabia audiencia, modificar esta costumbre y continuar gastando la
tinta de mis viejos bolígrafos cuando lleguen a mi vida momentos más soleados,
que espero me estén aguardando detrás de alguna esquina de mi destino.
Según la mitología
griega, el caos es el estado primigenio, amorfo y desordenado del cosmos. Es
decir, casi nada es tan antiguo como el caos. Y sin embargo, casi nada está tan
vigente en este mundo global, viral e intercomunicado, como el caos. Infinito e
inmortal parece, por tanto, el susodicho.
Las primeras ideas que
surcaron por mi cabeza cuando se planteó este tema venían unidas a palabras
como muchedumbre, estrés, aglomeración… Habrá gente que no pueda vivir lejos de
los enmarañados laberintos de gigantes vítreos y galerías grises que son las megaciudades
del presente; que se sientan cómodos entre telarañas de personas que corren en
tumultuosa oleada sin saber a dónde demonios van; que necesiten estar
hiperconectados con personas de cualquier confín del universo que nunca les
darán un abrazo cuando lo necesiten. ¡Bravo por las nuevas amistades de tan
poca carne y uña! No me siento yo representado con esta tipología de personas.
Será que no me gusta el caos, pensé. Nunca me lo había planteado, ciertamente.
Pero bueno, con vivir alejado de esas masivas urbes, lo tengo solucionado.
Pero espera, Óscar, no
corras tanto. No es tan fácil escapar de él. El caos puede esconderse también
en un plato que se cae y rompe en mil pedazos por el suelo, antes blanco, de la
cocina; en un libro descolocado; en una fuente que gotea incansable en la estival
madrugada insomne de una aldea extremeña; en un motor que no arranca, o en el
repiqueteo nervioso de una bombilla a punto de fundirse, que alumbra,
intermitente, el rincón oscuro de cualquier chabola mugrienta. Vaya…, os
confirmo definitivamente que no me quiero hacer amigo de este señor de nombre
de cuatro letras. Pero, venga, como os habréis percatado, son todas ellas
situaciones físicas, mecánicas, técnicas o automáticas, que se pueden
solucionar sin mayores problemas con los expertos adecuados. Tranquilos, lo
tengo todo bajo control.
Pero… tengo un pero
más. Queda otro tipo de caos, ¿sabíais? Justo el que se encuentra en el extremo
contrario del de mis primeros pensamientos, aquellos de velocidad, gentío y
asfalto gastado que os acabo de compartir. Mucho cuidado con esta tercera
versión. Es muy peligroso y virulento cuando, agazapado en su escondrijo
cobarde, aguarda a su presa solitaria entre las sábanas limpias de una cama que
solo se deshace en una de sus mitades noche tras noche, en la inútil búsqueda
de unos felinos ojos amarillos que alumbren la oscuridad pétrea, en el aroma de
unos rizos despeinados que ya no rozan la almohada, en una maleta recién
cerrada con ropa limpia cuando en realidad no tienes ningún sitio a dónde ir,
en una nota escrita a vuela pluma con renglones torcidos y un mensaje
inesperado, en un regalo no abierto el día después de que Baltasar pasara por
casa, o en un paisaje demasiado amplio para abarcarlo con dos ojos encharcados
por culpa de, pongamos como excusa, un boreal y opaco viento blanco que viene
justo de frente.
¡Demonios con el caos!
Está presente tanto entre masas alocadas y ruidosas como en las soledades más
sombrías. Y no, aún no he encontrado el antídoto para esta última modalidad. Paciencia.
El tiempo me irá guiando por la senda de la vida. La palabra rendirse no
existe. Podré con él. Pero aún es más fuerte que yo. Ayer mismo estuvimos
juntos, contemplando las últimas pinceladas anaranjadas del taciturno sol que marchaba
ya a dormir detrás de las calcáreas moles que hace no tanto tiempo eran el
cartel de bienvenida de la vieja Europa para aquellos marinos que habían
vencido a los océanos. Y cara a cara, le comenté entre susurros: “mírame, pero
hazlo bajito y al oído, a ver si puedes sentir el olor oscuro de mis sueños hoy
inalcanzables”.
Óscar Gutiérrez Franco©
12 de febrero de 2020
Taller de Escritura del Ayto. de
San Vicente de la Barquera
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