El agua fluye a través del
grifo hasta que refresca. Hago un cuenco con las dos manos y, una vez colmado,
me lo llevo a la cara. Las últimas 24 horas han sido agotadoras y necesito despejarme
de alguna forma.
Mientras me dispongo para
otro refrescante golpe de agua, creo escuchar gemidos, acompasados con golpes
en la pared. Tenía entendido que la gente se pone cachonda en los entierros,
pero, ¡joder!, en el de mi padre no. Él, siempre tan escrupuloso con las formas,
nunca hubiese aprobado que hubiese gente fornicando en su velatorio. Éramos
cinco hermanos varones y habíamos heredado de él un gen primario y salvaje, con
una incontinencia supina hacia el sexo; luego ya cada uno lo controlaba como
podía. Mientras me secaba, se abrió la puerta del retrete y pude distinguir a
través del espejo, escabulléndose, a María, la mujer de mi primo David, y luego
a Borja, el pequeño de mis hermanos. Se me acercó, me puso una mano en el
hombro y soltó un: papá hubiese estado orgulloso.
Soy Beltrán y esta es la caótica
historia que tuvo que vivir mi padre, un hombre recto y disciplinado hasta que encontró
su camino.
En el velatorio, todo
seguía igual: besos, abrazos y frases de muertos. Cambié de sala y allí estaba
mi primo David, rodeando, en pose protectora, con su brazo a María, la
fornicadora del baño. Ella ni levantó la mirada del suelo. ¡Maldito polvo!
Me sentía exhausto y necesitaba
volver a casa y darme una ducha. En estas, se me acercó Francisco, el mayor de mis
cinco hermanos, y me dijo que, aunque fuese costumbre de otros lares, se le
había ocurrido dar una copa para sobrellevar el trámite. Me pareció una buena
idea, y decidí quedarme un rato más. El problema es que Francisco no fue
concreto con el responsable del catering
y ordenó que pidiesen lo que quisieran, y la copa de cortesía se convirtió en
barra libre. Tras dos horas, aquello ya no parecía un tanatorio, había
conversaciones y risas en diferentes direcciones retumbando por todo el
edificio. Afortunadamente, no quedaba gente de otros velatorios.
Volví al baño y me topé con Pancho, el amigo de
Borja, músico reconocido de la escena electrónica, que me sugirió ir a por una
pequeña mesa de mezclas y un altavoz que tenía en el coche y ya, de paso,
aprovechó y se trajo diez gramos de Tusi, el polvo rosa, la droga de moda y la
más cara: una mezcla de LSD con MDMA. En ese instante me daba todo igual. Mi
padre, hombre contenido, aunque no sexualmente, nunca hubiese aceptado una
barra libre para celebrar su cremación, aunque sí que es cierto que le gustaba
la música.
Rondaban las cinco de la
mañana y la sala estaba todavía mucho más abarrotada y los beats resonaban por todas partes. No conocía a casi nadie, imagino
que serían amigos de amigos que habían sido avisados de la “necro-rave”. La gente se contorneaba
alrededor del féretro de mi difunto padre con danzas tribales que parecían que
iban a resucitarle. Muchos se hacían selfies
con él y le dejaban restos de carmín por toda la cara. Don Paco, mi padre, un
hombre recto al que le gustaba el fornicio, como a todos sus hijos, nunca
hubiese permitido la entrada a semejantes degenerados. Él, que siempre fue, o
al menos lo intentó, fiel a mi madre y que políticamente estaba a la derecha de
Franco, no se merecía semejante aquelarre.
La miré y allí estaba,
gozosa y sonriente, rodeada de su séquito de transexuales, travestis y
maricones. Una mujer que se rodeaba de ellos por sentirse totalmente
satisfecha. Era mi madre y acababa de heredar una fortuna.
Durante el funeral y
cremación del día siguiente, el 80% de los asistentes estaban sin dormir y
todavía bajo los efectos del TUSI. Andaban tan colocados y excitados que,
cuando llegó el momento de la paz, el sacerdote tuvo que poner orden para que
unos dejasen de magrearse con libidinosos abrazos y besos y otros para que parasen
de lloriquear. ¡Maldito polvo! Creo que fue el saludo de la paz más intenso que
he vivido en mi vida.
Cinco días después, mis
hermanos y yo, llevamos las cenizas al Cabo de Huertas, en San Juan, según
voluntad del pater. Era un viernes,
por lo que aquello estaba atestado de nudistas. Yo fui el encargado de realizar
la ceremonia: me entregaron la urna, quité la tapa y, para mi sorpresa, estaba
precintada con un plástico duro. Pedí una navaja: no había. Opté por golpear la
tapa superior de la urna contra el pico de una roca. Así, con vehemencia, hasta
que, en el decimoquinto golpe de rabia, saltó la ceniza de mi difunto padre por
un pequeño orificio. Dejé caer parte de las cenizas que se quedaron flotando en
la superficie sobre una película de aceite mientras la devoraban los
pececillos. La otra mitad se la devolví a mi madre.
Seis meses después, recibí
una llamada de la comisaría de Alicante diciendo que tenían una urna a nombre
de mi padre y de la cual yo era responsable. ¡Maldito polvo!, pensé. Luego me
retracté. Parece ser que, con el tiempo, alguien dijo a mi madre que eso de
tener parte de las cenizas en casa traía mala suerte y decidió llevar el resto
al mismo lugar, y a saber cómo pudo ocurrir, lo cual todavía es un misterio,
pero se olvidó la urna en el tren y allí estuvo traqueteando de un sitio a
otro.
Arranqué el coche y en
cuatro horas estaba en la comisaría. Aguanté el rapapolvo de los agentes sobre
la urna misteriosa, cogí a mi padre y me dirigí de nuevo al Cabo de Huertas.
Ahora sí, sin nudistas grotescos y con una cinematográfica cálida luz del
atardecer. Dejé caer el remanente, que fluyó armónicamente con la corriente marina
hasta que fue a fundirse con el mar de Alborán. Y por fin, descansó en paz.
Óscar
Nuño©
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