Esa
noche estaba cansada debido a mi estresado trabajo, tenía caos y confusión
absolutos en mi cabeza. El director de la empresa, por causa de la trepa de mi
compañera, me estaba haciendo la vida imposible. Me acurruqué en mi cama,
envuelta en el edredón. Llegó la hora de apagar la luz y encender los sueños.
Me encontraba extraviada en un
frondoso y espeso bosque. Caminaba sobre piedras cubiertas de verde musgo por
un camino rodeado de grandes helechos; la niebla baja me envolvía, respiraba
frescura, olía a humedad. Mi perrita me adelantaba varios metros, nerviosa; se
paraba, olisqueaba y volvía a olisquear meneando su rabito. De pronto, comenzó
a ladrar, asustada. Algo salió al camino. Huyó despavorida, aullando. Ante mis
ojos, apareció un gigante amenazador: un solo ojo, largas barbas y melenas
rojizas. Supuse que era el “Ojáncanu”. Tras él, su mujer, la “Ojáncana”, con
colmillos de jabalí, alas grandes y unos pechos tan enormes y deformes que se
los echaba a la espalda. Vi como se llevaba a mi perra volando hacia una
cumbre. Yo, paralizada, no me podía mover del miedo. Noté que, de un bardal, me
tiraban de la falda y pellizcaban mis piernas: era un travieso “Tentris”, me
dijo después. Él me protegió del “Ojáncanu”, pues, al verle, este gigantón
desapareció ante este duendecillo picarón.
Yo lloraba, quería encontrar a mi
perrita. Comenzó una fuerte tormenta y aparecieron geniecillos malignos,
diminutos, obesos. Bajaban de las nubes, provocando la tormenta para divertirse:
eran los “Nuverus”. Escuché una triste melodía de flauta. Entre la lluvia,
apareció un hombre alto, sombrío, aire de cansado. Caminaba por las brañas,
vestido de musgo, sombrero de hojas y escarpines de piel de lobo. Me condujo,
sin dejar de tañer la flauta, a una cabaña de piedra para pasar la noche y
desapareció: era el “Musgosu”, ayudaba a personas en apuros por los temporales.
En una mesa había leche, harina y unas albarcas. Aparecieron unos seres
juguetones, me tiraban harina a la cara, bebían leche sin parar, abrían las
ventanas, acompañados de risitas y lloriqueos, me escondieron las albarcas:
supe que eran los “Trastolillus”.
Me adormecí de agotamiento,
impregnada de harina. Abrí los ojos. A mi lado se hallaba una “Anjana”: era un
hada buena, pequeño tamaño, bella, manto chispeante de estrellas, corona de
lirios y rosas, vara florida que brilla diferente cada día de la semana; vivía
en las fuentes, de donde sale a bendecir aguas, árboles y ganado; protectora de
gente honrada, enamorados y extraviados en el bosque, como yo –me dijo–. Le
relaté todo lo sucedido y mi gran pena por el rapto de mi perra por la tetuda,
“Ojáncana”. Con vocecita dulce, me dijo que no me preocupara, que me llevaría
hasta mi mascota y la rescataría. Llevaría una comadreja, pués la “Ojáncana”, a
pesar de ser tan terrible, sentía un inmenso pavor ante la minúscula comadreja.
Y por su marido, el “Ojáncanu”, gigante de fuerzas sobrehumanas, que lucha con
toros “tudancos” y siempre sale vencedor, y solo, solo, se acobardaba ante las
“Anjanas”. Pues bien, era sabido que, si le llegasen a arrancar un pelo cano de
su rojiza barba…, moriría sin remedio…
Sentí cosquillas en mi nariz. Abrí
los ojos… Allí estaba mi querida, a mi lado, subida en mi cama, dándome
lametones en la cara y los buenos días. ¿Y si le arranco al director una cana
de su poblada barba? ¿Y si le regalo una comadreja como mascota a la tetuda y
trepa de mi compañera de trabajo? ¡Ummm…!
Ana
Pérez Urquiza©
No hay comentarios:
Publicar un comentario