domingo, 16 de febrero de 2020

LEONARDO




No había nada que hacer, solo andar, dejar vagar la mirada por las lindes del camino, asombrarse del resultado, digno del mejor de los jardineros, de la mezcla de flores y de otras muchas plantas silvestres, nacidas al azar –o no tanto, a la vista del resultado–. ¿Cómo podía haber tanta belleza dentro de aquel caos?

Había decidido tomarse unas vacaciones y El Camino le pareció una buena opción: tendría tiempo para pensar y le mantendría en forma.  

Se agachó, cogió un diente de león y sopló y, con los paracaidistas, su imaginación también voló, hasta su infancia, y sonrió.

El móvil estaba apagado. Había decidido no dejarlo ni siquiera en silencio, nada que pudiera llevarle de vuelta a la vida.

En ese momento, se cruzó con una hilera de hormigas que, ajenas al resto del planeta, formaban una fila sin principio ni fin. Así se sentía él, en otra dimensión. Hablaba con otros peregrinos, paraba en bares y albergues, todo ello formaba parte de su nuevo mundo.

El cansancio físico de los primero días, debido a la falta de práctica y a la ansiedad que no le permitía respirar en profundidad, dio paso a un estado de relax y alegría.

Se despertaba cuando estaba descansado, dormía largas siestas a la sombra de algún árbol, se bañaba en los ríos que encontraba y su única preocupación era seguir las líneas amarillas que marcaban el camino.  

¡Qué poco necesitaba! La mochila iba vacía. Le vino a la cabeza el libro de Anthony de Mallo: Ligero de equipaje. Lo releería a la vuelta.

—Ay, ¡qué daño! —Acababa de recibir un varazo en la espalda que le sacó de su sueño y le trajo de nuevo al centro de meditación Zen donde estaba pasando el fin de semana.

—Señor Leonardo —dijo el maestro—, debe levantar la mano pidiendo la vara si ve que se va a quedar dormido.

Asentí, hice tres respiraciones profundas y continué en la misma posición, sentado en la del loto, con las piernas cruzadas, a un metro de la pared, mirando hacia ella. Parecíamos una clase de niños castigados. Inspiré profundamente y continué contando hasta diez, mirando fijamente el punto en el suelo que había colocado justo a un metro de mí. Los siguientes diez minutos fueron eternos. Por fin  sonó la campana y nos indicaron que nos pusiéramos de pie y caminásemos en círculo con pasos lentísimos alrededor de la sala, uno detrás de otro. En ese momento no pude contenerme, una risa floja empezó a hacerme temblar y no podía parar; la situación me superaba. La risa, como si fueran los vapores de una olla a presión, empezó a salírseme por todos los poros de la piel y comencé a sudar. Sudaba y temblaba. Percibí que mi compañero de atrás ya había sido contagiado y así, uno tras otro, como las fichas del dominó, fuimos cayendo. La sala temblaba. Cuando estuve a la altura de la puerta de salida, me escabullí. Inmediatamente, la risa se me cortó, pero lo había pasado tan mal que no tuve fuerzas para entrar de nuevo. Me acerqué al tablón de actividades y vi que mi labor era barrer hojas secas en el jardín. Cogí la escoba y, con la atención puesta en el trabajo, me fui a hacer montoncitos.

—¡Pero qué haces, Leonardo! ¿Has dormido aquí? —Los gritos provenían de mi jefe.— Sabes lo importante que es la presentación de hoy. Si perdemos este cliente, ya te puedes despedir.

Me levanté, horrorizado, entre un montón de papeles. La baba se me había caído encima de alguno de ellos y la tinta estaba corrida. Di un salto, miré todo aquello: el despacho, con sus luces blancas, frías, la cara de mi jefe… y un escalofrío me recorrió la espalda.

—Leonardo ¿dónde vas?

—A por tabaco.

Almudena Pascual©
Ruiloba, 9 de febrero de 2020


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