No
había nada que hacer, solo andar, dejar vagar la mirada por las lindes del
camino, asombrarse del resultado, digno del mejor de los jardineros, de la
mezcla de flores y de otras muchas plantas silvestres, nacidas al azar –o no
tanto, a la vista del resultado–. ¿Cómo podía haber tanta belleza dentro de
aquel caos?
Había
decidido tomarse unas vacaciones y El Camino le pareció una buena opción:
tendría tiempo para pensar y le mantendría en forma.
Se
agachó, cogió un diente de león y sopló y, con los paracaidistas, su
imaginación también voló, hasta su infancia, y sonrió.
El
móvil estaba apagado. Había decidido no dejarlo ni siquiera en silencio, nada
que pudiera llevarle de vuelta a la vida.
En
ese momento, se cruzó con una hilera de hormigas que, ajenas al resto del
planeta, formaban una fila sin principio ni fin. Así se sentía él, en otra
dimensión. Hablaba con otros peregrinos, paraba en bares y albergues, todo ello
formaba parte de su nuevo mundo.
El
cansancio físico de los primero días, debido a la falta de práctica y a la
ansiedad que no le permitía respirar en profundidad, dio paso a un estado de
relax y alegría.
Se
despertaba cuando estaba descansado, dormía largas siestas a la sombra de algún
árbol, se bañaba en los ríos que encontraba y su única preocupación era seguir
las líneas amarillas que marcaban el camino.
¡Qué
poco necesitaba! La mochila iba vacía. Le vino a la cabeza el libro de Anthony
de Mallo: Ligero de equipaje. Lo
releería a la vuelta.
—Ay,
¡qué daño! —Acababa de recibir un varazo en la espalda que le sacó de su sueño
y le trajo de nuevo al centro de meditación Zen donde estaba pasando el fin de
semana.
—Señor
Leonardo —dijo el maestro—, debe levantar la mano pidiendo la vara si ve que se
va a quedar dormido.
Asentí,
hice tres respiraciones profundas y continué en la misma posición, sentado en la
del loto, con las piernas cruzadas, a un metro de la pared, mirando hacia ella.
Parecíamos una clase de niños castigados. Inspiré profundamente y continué
contando hasta diez, mirando fijamente el punto en el suelo que había colocado
justo a un metro de mí. Los siguientes diez minutos fueron eternos. Por fin sonó la campana y nos indicaron que nos
pusiéramos de pie y caminásemos en círculo con pasos lentísimos alrededor de la
sala, uno detrás de otro. En ese momento no pude contenerme, una risa floja
empezó a hacerme temblar y no podía parar; la situación me superaba. La risa,
como si fueran los vapores de una olla a presión, empezó a salírseme por todos
los poros de la piel y comencé a sudar. Sudaba y temblaba. Percibí que mi
compañero de atrás ya había sido contagiado y así, uno tras otro, como las
fichas del dominó, fuimos cayendo. La sala temblaba. Cuando estuve a la altura
de la puerta de salida, me escabullí. Inmediatamente, la risa se me cortó, pero
lo había pasado tan mal que no tuve fuerzas para entrar de nuevo. Me acerqué al
tablón de actividades y vi que mi labor era barrer hojas secas en el jardín.
Cogí la escoba y, con la atención puesta en el trabajo, me fui a hacer
montoncitos.
—¡Pero
qué haces, Leonardo! ¿Has dormido aquí? —Los gritos provenían de mi jefe.— Sabes
lo importante que es la presentación de hoy. Si perdemos este cliente, ya te
puedes despedir.
Me
levanté, horrorizado, entre un montón de papeles. La baba se me había caído
encima de alguno de ellos y la tinta estaba corrida. Di un salto, miré todo
aquello: el despacho, con sus luces blancas, frías, la cara de mi jefe… y un escalofrío
me recorrió la espalda.
—Leonardo
¿dónde vas?
—A
por tabaco.
Almudena Pascual©
Ruiloba, 9 de febrero de 2020
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