Estoy
de pie ante ti, pero… estás tan blanco, que mi mirada se pierde en el vacío.
Retiro
la pesada silla de nogal, tapizada del color de los olivos, para poder
sentarme. ¡Cuántos recuerdos! De repente, noto que un escalofrío recorre mi
cuerpo. Al instante, me siento desnuda, mirándote.
Tú
me conoces muy bien, pero yo te tengo miedo. No sé…, no sé, cómo empezar a
tocarte, ¿o sí? Una cosa es que lo sepas todo de mí –ya ves, si sólo eres un
papel en blanco– y otra es que lo sepas sobre unos ondulados trazos en negro.
Puedo
coger un lápiz y empezar a mancharte sobre este inmaculado color, contándote
cosas que ya sabes, pero sé que vas a llorar conmigo y no quiero que te pongas
triste.
Siempre
te digo que eres como un viejo espejo, que me arroja imágenes valientes, donde
veo correr la vida, el fluir de un riachuelo, bajar una escarpada montaña o la
lluvia golpear furiosamente los cristales tras unos gruesos barrotes. Ay, pero
a veces me haces daño, me proyectas fantasmas que quiero enterrar. Estoy
desorientada y no tengo fuerzas como ser humano para observar esa fragilidad.
¿Te
acuerdas de cuando nos reíamos juntos? ¿De cuándo cantábamos juntos?
Una vez nos fuimos a
Corfú –seguro que no lo has olvidado–, donde alquilamos aquella bonita casa
junto al mar y pasábamos los días viendo los rojizos atardeceres. Comíamos en
un pequeño restaurante junto al puerto un buen bacalao en salsa de ajos
mientras me decías cosas hermosas. Los vinos de Santa Dominica salpicaban las
copas de un ámbar brillante.
Disculpa,
estaba soñando en un pasado ya muy lejano, pero… ¡escucha! ¿No sientes una
cálida corriente? Un cello… Notas elegantes de Saint-Saëns, que los dedos
mágicos de Jacqueline du Pré dejan suspendidas en el aire, rasgando mi corazón.
Francis
Cortés©
No hay comentarios:
Publicar un comentario