El
día que Hans Mathaus Valls supo que la guerra no mataría a los suyos, hacía
frío, mucho frío. La maldita primavera se resistía a llegar a los Alpes bábaros,
y nadie se había preocupado de poner una calefacción en la improvisada caseta
que hacía las veces de centro de telecomunicaciones en Berghof, la residencia
de vacaciones del Adolf Hitler en el sur de Austria. A Hans le temblaban las
manos mientras revisaba el texto que la máquina Enigma acababa de escupir. Revisó
varias veces el código hasta darse cuenta de que el temblor no era por el frío,
era por el miedo.
Eran
las tres de la madrugada y su superior, un oficial de las SS, dormía en la
residencia. Llamarlo por la línea interna sería despertar a toda la casa, y las
noticias eran malas, muy malas; bastante follón se iba a armar como para,
encima, hacerlo con escándalo nocturno. La otra opción era recorrer el
kilómetro que separaba la caseta de la entrada del complejo y darle el papel al
jefe de la guardia, pero eso suponía un kilómetro de bajada y otro de subida
con la nieve recién caída calándole hasta los huesos, pues lo cabrones de las
SS veían a la gente como él, hijo de un alemán y una española, como inferiores,
así que lo más probable era que lo hicieran regresar andando sin ofrecerle un
café ni nada caliente. Así que decidió acercarse a la puerta de la residencia,
a menos de doscientos metros, y que fuese el soldado de guardia el que
despertase a su superior; además, mientras esperaba en el recibidor, se
calentaría un poco.
Hans
revisó de nuevo el papel antes de meterlo en el sobre. Saber tantos idiomas le
suponía a veces algunas confusiones cuando traducía rápido. Por eso prefería el
turno de noche: era más largo, pero apenas había trabajo y lo hacía solo, lo
que le permitía tomarse su tiempo para traducir y transcribir fidedignamente
todo lo que le llegaba. Así que no tenía dudas: las noticias eran muy malas
para sus jefes y muy buenas para él. No pudo evitar que una sonrisa adornara su
rostro mientras recorría el camino mal iluminado y cubierto de nieve que le
conducía hasta la guardia del chalet. Hizo un esfuerzo poco a poco se le
borrara, debía llegar con el gesto descompuesto por mucho que le alegrase pensar
que sus padres, sus abuelos maternos y toda la gente con la que se había criado
en su querida Valencia no iba a tener que vivir el horror de la guerra. Así que
puso en su mente las fotografías de Varsovia que habían llegado días atrás,
llenas de cuerpos mutilados dispersados por las calles, para mudarse la sonrisa
por un gesto marcial.
Sus
pasos por la nieve, silenciosos, no alertaron al soldado de guardia, que, molesto
por ser despertado del duermevela, tardó en reaccionar y a punto estuvo de
darle un culatazo. Hasta que vio el sobre rojo y supo que su guardia tranquila
había acabado. Antes de ir a buscar al oficial de comunicaciones al mando,
intentó sacar información a Hans del contenido, pero este se limitó a poner el
pulgar hacia abajo, en un gesto que el guardia maldijo mascullando entre
dientes tacos abundantes.
En
efecto, en el recibidor hacía calorcito, tal y como lo recordaba de la última
vez. Hacía solo un mes que el Füher pasó allí unos días y Hans había llevado un
comunicado del estado mayor informando del avance de las tropas en Polonia.
Entonces eran buenas noticias, y antes de regresar a la caseta le habían dado
un café caliente. Hoy no sería así.
La
esperanza que Hans puso en las malas noticias le hizo recordar que hacía más de
un año que no veía a su familia. Terminada la guerra en España, su padre, un
alemán ingeniero de minas enamorado de este país, lo había mandado a Alemania
para completar sus estudios de técnico en radioseñales, y desde entonces lo
habían enrolado forzoso, por sus buenas notas y conocimiento de idiomas, en las
comunicaciones de las SS.
Sus
pensamientos se vieron interrumpidos cuando Martin Bormann irrumpió en el
recibidor. Martin era un cretino despiadado, lo que le llevaría a ser, años más
tarde, secretario personal de Hitler, e incluso ministro durante días, antes de
morir junto al Füher el 2 de mayo de 1945. Cuando leyó el papel que contenía el
sobre rojo, enmudeció durante unos segundos y ordenó que Hans y el soldado lo
acompañaran hasta el cuarto de Hitler. Ambos se miraron atónitos, mientras
pensaban que el único motivo de que los hiciera acompañar era el miedo de
Martin a la reacción colérica y que necesitase ayuda para escapar vivo del
despacho que precedía al cuarto del Füher, no se entendía de otra manera. Así
que los tres subieron las escaleras hasta el cuarto y, quedándose fuera Hans y
el soldado, pudieron escuchar los gritos de Hitler después de leer el papel.
–¡Ese enano cabrón nos la ha jugado,
maldito hijo de puta
Hans
no pudo evitar soltar una carcajada y, cuando el soldado lo mandó callar
diciendo que haría que los fusilasen, le preguntó que quién era el enano cabrón
y por qué se la había jugado al Füher, a lo que Hans contestó:
–El enano cabrón es Franco, y en el
papel pone que España no entrará en la guerra.
Santos
Gutiérrez©
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