viernes, 1 de mayo de 2020

KIOSHI




Todo empezó un 9 de marzo de 1945. Las sombras se cernían sobre Tokio como un manto denso y oscuro. El pequeño Kioshi, de once años, les dijo a sus padres que allí, a lo lejos, se veía una hoguera gigante. Eran las diez de la noche, y así empezaría la pesadilla más terrible para los habitantes de la ciudad.

A través de los traslúcidos cristales de la cocina, Kioshi y sus dos hermanas, de cinco y tres años, veían cómo la gente corría despavorida en todas direcciones. Muchas de aquellas personas estaban envueltas en llamas y huyendo como podían; otras, ya carbonizadas.

Sus padres y sus hermanas, Gina, de cinco años, y Aiko, de tres, abrieron de repente y sin pensarlo la puerta principal de la casa, poniendo los pies en la gran alfombra, en tonos azules plateados, que había en el exterior, y seguidamente en la calle. La ciudad, en unos instantes, incrementó la temperatura hasta llegar a los novecientos ochenta grados. El calor era abrasador y todos entraron a trompicones en la casa, cerrándola al instante con un estruendoso golpe.

Inmediatamente y por orden del padre, bajaron al sótano que tenían excavado bajo la casa. Se accedía a través de una trampilla que había en el suelo de la cocina. Todos estaban aterrados y Kioshi abrazó a sus hermanas contra su endeble cuerpo en una esquina del habitáculo. Éste disponía de bidones de agua, latas de todas clases, hornillo de gas, cerillas, mantas y hasta cuatro pequeñas camas. El padre, Akito, como buen japonés, siempre había sido escrupuloso previsor.

            Transcurrieron los días y todos permanecían en silencio. Ni se les ocurría pensar en salir al exterior, temían lo que habían visto. No sabían que habían sufrido el bombardeo no nuclear más destructivo de la historia.

Una mañana, Kioshi vio de pronto que su hermana menor tenía en la cara y en las manos unas ampollas muy pequeñas, y la mayor, el rostro rojo como el fuego. Sus padres tenían en la piel unas pequeñas pústulas blancas. Las lágrimas de la madre se mezclaban con el agüilla que emanaba de sus heridas. Todo sucedió con una rapidez extraordinaria.

Kioshi tuvo que empezar a cuidar de su hermana pequeña, que era la más afectada de todos ellos. Su cuerpo estaba lleno de llagas que él limpiaba delicadamente con unos trapos que luego hervía con agua para desinfectarlos. Sus padres lo miraban sin poder hacer nada, ya que sus piernas estaban en carne viva y no podían tenerse en pie. Lloraban por el pobre niño, que con tan corta edad tuviera que pasar por un infierno tan aterrador.

Al día siguiente, entraba el sol por el ventanuco del sótano que daba al jardín. La lluvia había cesado de golpear los cristales, como si fuesen gruesas piedras encolerizadas. Ya no llovía aquella agua embarrada de color marrón pardusco. El niño, lleno de alegría, fue hacia su padre para que lo mirara. Lo sacudió, pero el padre no se movió. Su cuerpo estaba estirado encima de la cama, rígido como una tabla. La muerte le había llegado repentinamente. Lo tapó con una manta mientras su corazón estallaba en un llanto lleno de ira. Se dio cuenta al momento de que su padre tenía la mano aferrada a la de su madre, entrelazadas en un último adiós. Kioshi la miró. Se habían ido juntos, sin más, en silencio, sin ninguna queja. Se derrumbó sobre sus cuerpos, los abrazó y lloró hasta que el sol dejó de brillar.

Aiko, su hermana pequeña, al día siguiente, lo miró fijamente. Había miedo en la expresión de sus ojos. Él la besó, transmitiéndole un pedazo de su alma para que se fuera con ella y no estuviese sola. También la tapó con una manta. Ya eran tres los cadáveres en el sótano. El olor empezaba a ser nauseabundo, pero el niño los quería con él.

Le tocó el turno a Gina, la hermana mayor, la que más resistió. La niña, con un gesto para que se acercara, le dijo, en susurros: “Sé feliz. Nosotros te guiaremos para reconstruir tu vida y que ésta no se sumerja en el odio, donde jamás encontrarías la bondad ni la felicidad”. Su corazón dejó de latir.

Subió corriendo los peldaños de la escalera del sótano. Al pasar por la entrada, vio los dibujos de sus hermanas colgados de la pared, llenos de color y de vida.

Ya en el exterior, un golpe seco lo detuvo. El olor a carne quemada se hacía irrespirable, llenándole los pulmones. Yacían cadáveres amontonados y calcinados. Había personas muertas de pie, a quienes unos abrasadores rayos de sol habían sorprendido corriendo.

Kioshi bajó al sótano y subió, uno a uno, los cuatro cuerpos. Encendió un gran fuego y los quemó. Su corazón se paró unos segundos…, para luego seguir latiendo. Él quería seguir con su confinamiento, con su cuarentena, junto a sus seres queridos para el resto de su vida. Había sobrevivido, pero la libertad se quedaba enterrada allí abajo. El confinamiento empezaba ahora, hasta su muerte.

            Medio año más tarde, a Kioshi le dijeron que ya podía salir sin miedo, que todo había acabado. Caminaba entre escombros, como un pequeño sonámbulo entre las ruinas, que en su cabeza aún olían a carne quemada. A lo lejos, sobre un edificio maltrecho, recortada contra el cielo, ondeaba en la brisa de la mañana una extraña bandera con barras y estrellas que, le decían, traía la paz y la libertad.

Francis Cortés Pahissa© 

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