–Ese espejo de la moldura
dorada quedaría guay en el recibidor de mi casa –le dije al gitano antes de
salir de la galería.
Había comprado algunos
comics de segunda mano y una camiseta jevorra para mi sobrino. Sorteando el bullicio
a duras penas, enfilaba la Ribera de Curtidores hasta la Plaza de Cascorro,
donde me esperaban mis colegas en El Amadeo, el mítico bar de los caracoles.
Nada más asomarme, pude distinguir, al final de la barra, a Carlos, levantando su
mano agarrada a un tercio de Mahou Clásica en señal de bienvenida. Acercarme
hasta allí era un desafío de valientes, un pasillo de metro y medio atestado de
parroquianos engullendo todo tipo de casquería: el lugar perfecto para los
amantes del roce libidinoso y los amigos de lo ajeno. Conseguí llegar restregándome
a presión entre la clientela. Nos abrazamos y otro abrazo para el Pirrakas, que
allí estaba, fiel a su ritual dominical.
–¿Una
birra?
–Mejor secundaré al Pirrakas
y tomaré un vermú como él. Pedimos zarajos y caracoles. Salimos intentando no
arrimar cebolleta ni que nadie nos la arrimase.
Entre el gentío de la calle,
decidimos acercarnos al Museo de la Radio. Había también mucha peña, pero el
local era más amplio. Intenté hablar con Larisa, la dueña, pero los altavoces atronaban
“Madrid sin ti no es tan Madrid…” de la Niña Polaca. Resolví, con gestos y
voces, pedir unas migas y tres dobles de cerveza. Nos acoplamos arremangados
bajo su majestuoso y agradecido luminoso de “Gracias por su visita”.
Después, ya a tiro de
piedra, nos acercamos al pequeño pero genuino bar La Paloma. Pedimos gambas,
ostras y boquerones en vinagre, todo ello regado con cañas rebosantes de espuma
con textura de nata. Como pudimos, entre el tropel, nos apelmazamos alrededor
de la tragaperras, utilizándola como mesa para disfrutar del jugoso aperitivo.
–Bueno, tronks, me piro,
que he quedado con mi vieja para comer. Me despedí con otro abrazo a Carlos y al
Pirrakas, que continuarían con la penúltima en Casa Revuelta con algún pincho
de bacalao y probablemente después finiquitarían en La Berenjena con una
ensalada de burrata en ese divertido
ambiente lésbico-festivo.
En la plaza de Tirso de
Molina, junto a Medias Puri, estaba plantada mi madre, esperándome con una
sonrisa.
–¿Dónde vamos? –preguntó.
–Creí que habías reservado.
–Un domingo es misión imposible conseguir una mesa a no ser que te conozcan–.
Algún sitio andando y que pille cerca del teatro.
–¿Al peruano de Ventura? –dijo
mi madre.
–¡Venga, dabuten! Los dos
sabíamos que la comida era más que correcta, nos conocían y el trato era
exquisito, pero lo que realmente nos tiraban eran sus Pisco Sour. Nos tomamos tres piscos cada uno, aderezados con un
lomo saltado y algún que otro ceviche de corvina.
Estábamos a dos minutos
andando del teatro Español, pero entre pisco y pisco se nos había ido el santo
al cielo. Llegamos y la cola daba la vuelta hasta Echegaray. Menos mal que
estábamos enchufados y pasaríamos al final del todo. Entramos. La sala estaba
abarrotada, nos sentamos y empezó “La cantante calva”, obra representativa del
teatro de lo absurdo. Pensaba echar una cabezada, pero con la mezcla etílica,
por momentos, aquella comedia sin sentido me pareció de lo más entretenida. Al
terminar la obra, mamichula sugirió tomar un café, o más bien otro cóctel. Yo
tenía un concierto en dos horas, pero una madre es una madre. Nos metimos en el
Viva Madrid y nos guiaron hasta las banquetas reservadas en la centenaria barra
de su elegantísima entreplanta.
–Dos capuchinos y dos gin fizz, por favor.
Me despedí de mi
queridísima madre con dos besazos y me encaminé hacia el Palacio de los Deportes
o, como se llama ahora, el WiZink Center. En un principio, pensé en andar
atravesando el Retiro, pero con tanto
cóctel se me hizo un pelín tarde y opté por ir embutido en el metro hasta la
estación de Goya. Salíamos a cientos de las bocas de metro, se notaba que habían
vendido todo el papel. Entré en el bar Los Torreznos y me abrí paso entre el
jolgorio hasta la barra, donde me esperaban mi hermano y su novia, recibiéndome
con una suculenta ración de torreznos y tres dobles recién golpeados sobre la
barra de latón.
Por fin, entramos en el
recinto, tras registros, colas y pedir un par de minis de cerveza. Teníamos
entrada de pista y nos hicimos hueco, poco a poco y de forma profesional, hasta
colocarnos en las primeras filas. Aquello, cuando llevaba un rato, se convirtió
en una comunión sónica e hipnótica ente Nick Cave & the Bad Seeds y
nosotros, que nos apretábamos más y más hacia el escenario; todos queríamos
estar cada vez más cerca. Waiting for
you, waiting for you, decía Nick Cave, refiriéndose a su hijo adolescente,
recién fallecido al despeñarse por unos acantilados en un mal viaje lisérgico. Waiting for you, decía de nuevo, y la
chica que estaba junto a mí derramaba lágrimas cada vez más fluidas. Waiting for you. Me fundí con ella en un
abrazo, saboreando las gotas saladas que se posaban en mis labios y que se
fueron abriendo hasta encontrarse con los suyos. El recinto estallaba en
aplausos. Todo el mundo aplaudía y aplaudía. Y aquellos aplausos cada vez se
tornaban más planos, difusos y esparcidos. También recibía ecos en la lejanía,
como una pesadilla, del abrasivo “Resistiré”. Me vinieron a la mente nuevos palabros
de moda para olvidar, como asintomático, carga vírica, excepcional. ¿Qué hacía
en la cama? Me giré, cogí el móvil y tenía 148 notificaciones y eran las 20:05
h. del 15 de abril de 2020. Inhalé a pleno pulmón y exhalé durante diez
segundos; abracé la almohada en posición fetal y seguí soñando.
Óscar
Nuño©
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