viernes, 1 de mayo de 2020

UN DOMINGO EXCEPCIONAL




–Ese espejo de la moldura dorada quedaría guay en el recibidor de mi casa –le dije al gitano antes de salir de la galería.

Había comprado algunos comics de segunda mano y una camiseta jevorra para mi sobrino. Sorteando el bullicio a duras penas, enfilaba la Ribera de Curtidores hasta la Plaza de Cascorro, donde me esperaban mis colegas en El Amadeo, el mítico bar de los caracoles. Nada más asomarme, pude distinguir, al final de la barra, a Carlos, levantando su mano agarrada a un tercio de Mahou Clásica en señal de bienvenida. Acercarme hasta allí era un desafío de valientes, un pasillo de metro y medio atestado de parroquianos engullendo todo tipo de casquería: el lugar perfecto para los amantes del roce libidinoso y los amigos de lo ajeno. Conseguí llegar restregándome a presión entre la clientela. Nos abrazamos y otro abrazo para el Pirrakas, que allí estaba, fiel a su ritual dominical.

            –¿Una birra?

–Mejor secundaré al Pirrakas y tomaré un vermú como él. Pedimos zarajos y caracoles. Salimos intentando no arrimar cebolleta ni que nadie nos la arrimase.

Entre el gentío de la calle, decidimos acercarnos al Museo de la Radio. Había también mucha peña, pero el local era más amplio. Intenté hablar con Larisa, la dueña, pero los altavoces atronaban “Madrid sin ti no es tan Madrid…” de la Niña Polaca. Resolví, con gestos y voces, pedir unas migas y tres dobles de cerveza. Nos acoplamos arremangados bajo su majestuoso y agradecido luminoso de “Gracias por su visita”.

Después, ya a tiro de piedra, nos acercamos al pequeño pero genuino bar La Paloma. Pedimos gambas, ostras y boquerones en vinagre, todo ello regado con cañas rebosantes de espuma con textura de nata. Como pudimos, entre el tropel, nos apelmazamos alrededor de la tragaperras, utilizándola como mesa para disfrutar del jugoso aperitivo.

–Bueno, tronks, me piro, que he quedado con mi vieja para comer. Me despedí con otro abrazo a Carlos y al Pirrakas, que continuarían con la penúltima en Casa Revuelta con algún pincho de bacalao y probablemente después finiquitarían en La Berenjena con una ensalada de burrata en ese divertido ambiente lésbico-festivo.

En la plaza de Tirso de Molina, junto a Medias Puri, estaba plantada mi madre, esperándome con una sonrisa. 
         
–¿Dónde vamos? –preguntó.

–Creí que habías reservado. –Un domingo es misión imposible conseguir una mesa a no ser que te conozcan–. Algún sitio andando y que pille cerca del teatro.

–¿Al peruano de Ventura? –dijo mi madre.

–¡Venga, dabuten! Los dos sabíamos que la comida era más que correcta, nos conocían y el trato era exquisito, pero lo que realmente nos tiraban eran sus Pisco Sour. Nos tomamos tres piscos cada uno, aderezados con un lomo saltado y algún que otro ceviche de corvina.

Estábamos a dos minutos andando del teatro Español, pero entre pisco y pisco se nos había ido el santo al cielo. Llegamos y la cola daba la vuelta hasta Echegaray. Menos mal que estábamos enchufados y pasaríamos al final del todo. Entramos. La sala estaba abarrotada, nos sentamos y empezó “La cantante calva”, obra representativa del teatro de lo absurdo. Pensaba echar una cabezada, pero con la mezcla etílica, por momentos, aquella comedia sin sentido me pareció de lo más entretenida. Al terminar la obra, mamichula sugirió tomar un café, o más bien otro cóctel. Yo tenía un concierto en dos horas, pero una madre es una madre. Nos metimos en el Viva Madrid y nos guiaron hasta las banquetas reservadas en la centenaria barra de su elegantísima entreplanta.

–Dos capuchinos y dos gin fizz, por favor.

Me despedí de mi queridísima madre con dos besazos y me encaminé hacia el Palacio de los Deportes o, como se llama ahora, el WiZink Center. En un principio, pensé en andar atravesando el Retiro,  pero con tanto cóctel se me hizo un pelín tarde y opté por ir embutido en el metro hasta la estación de Goya. Salíamos a cientos de las bocas de metro, se notaba que habían vendido todo el papel. Entré en el bar Los Torreznos y me abrí paso entre el jolgorio hasta la barra, donde me esperaban mi hermano y su novia, recibiéndome con una suculenta ración de torreznos y tres dobles recién golpeados sobre la barra de latón.

Por fin, entramos en el recinto, tras registros, colas y pedir un par de minis de cerveza. Teníamos entrada de pista y nos hicimos hueco, poco a poco y de forma profesional, hasta colocarnos en las primeras filas. Aquello, cuando llevaba un rato, se convirtió en una comunión sónica e hipnótica ente Nick Cave & the Bad Seeds y nosotros, que nos apretábamos más y más hacia el escenario; todos queríamos estar cada vez más cerca. Waiting for you, waiting for you, decía Nick Cave, refiriéndose a su hijo adolescente, recién fallecido al despeñarse por unos acantilados en un mal viaje lisérgico. Waiting for you, decía de nuevo, y la chica que estaba junto a mí derramaba lágrimas cada vez más fluidas. Waiting for you. Me fundí con ella en un abrazo, saboreando las gotas saladas que se posaban en mis labios y que se fueron abriendo hasta encontrarse con los suyos. El recinto estallaba en aplausos. Todo el mundo aplaudía y aplaudía. Y aquellos aplausos cada vez se tornaban más planos, difusos y esparcidos. También recibía ecos en la lejanía, como una pesadilla, del abrasivo “Resistiré”. Me vinieron a la mente nuevos palabros de moda para olvidar, como asintomático, carga vírica, excepcional. ¿Qué hacía en la cama? Me giré, cogí el móvil y tenía 148 notificaciones y eran las 20:05 h. del 15 de abril de 2020. Inhalé a pleno pulmón y exhalé durante diez segundos; abracé la almohada en posición fetal y seguí soñando.

Óscar Nuño©

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