En 2001, el 11 de septiembre, las
dos torres gemelas de Nueva York se vinieron abajo y el mundo cambió. Se quiso
que la zona se convirtiera en un símbolo mundial y que fuera recordada siempre
como el lugar desde el cual surgiría una nueva forma de vivir, desde donde
emergería un nuevo entendimiento de la seguridad, y había que darle un nombre a
la altura de las circunstancias. Aquel sería el punto primigenio del nuevo
mundo, el centro de la renovada voluntad de vencer. Podrían haberlo bautizado
como El epicentro, pero rápidamente
debieron de convencerse de que el noventa y nueve por ciento de los americanos
se quitarían la gorra de visera y se rascarían la cabeza pensando qué demonios
querría decir el extraño palabro. Y como en marketing
no tienen rival, a alguien se le ocurrió la brillante idea de llamarlo “La zona cero”. El nombre tenía gancho,
tenía una garra indudable y fue aplaudido por propios y extraños. Hasta aquí,
todo bien.
El problema es que después llegaron
todos los politicastros de tres al cuarto del mundo mundial –y cómo no, los
españoles a la cabeza– y mearon fuera de tiesto, que es el deporte favorito de
los copiones faltos de ideas y siempre dispuestos a emular todo lo que huela a
yanqui. Y proliferaron los ceros por doquier. Aquí los hemos sufrido
especialmente estos últimos tiempos. De repente, la primera fase de un proyecto
ya no se llama la fase uno, sino la fase cero, claro. Con ello, los avispados lectores
del taller de escritura colegirán la inevitabilidad de que la segunda fase será
la uno, la tercera la dos, etcétera. (RISAS
Y APLAUSOS).
Pues no, se siente, colegas. El imaginativo
gobernante hispano va un paso por delante, y si la primera es la fase cero, la
segunda es… ¡la cero coma cinco! Así que la fase uno no es la segunda, sino la
tercera, y suma y sigue. Y después van y se ponen a buscar el primer paciente
infectado de una pandemia, ¿y cómo le llaman al primer paciente? Pues claro,
“El paciente cero”, ¿es que alguien lo dudaba? Y por esa regla de tres, yo
ahora, cuando recuerdo mis primeros pinitos en las artes amatorias, me acuerdo
de mi “novia cero”, o sea, la primera, más o menos cuando tenía ocho años. ¡Si
es que nadie les supera en eso de mear fuera del tiesto! ¡Si es que son muy
burros! (SONOROS REBUZNOS).
¿Cómo os ha quedado el cuerpo? Son
cosas de la “nueva normalidad”, que nos trae, pues eso, nuevas formas de
hablar. Algunas muy creativas. En estos dos meses de televisión intensiva, he
oído repetidamente a besugos encorbatados decirme desde la pantalla que hemos
de “regresar a una nueva normalidad”. (RISAS
Y APLAUSOS). Perdonad, pero es que me da la incontinencia urinaria. ¿Cómo
se puede regresar a una cosa que es nueva? Si puedo regresar es que antes ya
existía, o sea que no es nueva, ¿o no? Hacia una cosa nueva puedo encaminarme,
dirigirme, ir, aproximarme, etc., pero nunca regresar. (SONOROS REBUZNOS).
¿Y qué me contáis del famoso locutor
de un telediario que, hablando de la vertiginosa carrera en busca de una
vacuna, nos anunciaba lo bien que iban los ensayos con “ratones humanizados”. (RISAS Y APLAUSOS). ¡Qué fuerte, qué
fuerte! Supongo que serán ratones con una pequeña cabecita humana. Yo estoy
acostumbrado a ver, sobre todo en los telediarios, a ratas humanizadas (o más
bien deshumanizadas), pero lo de los ratones aún no he tenido el gusto. Y lo impagable
que fue escuchar a uno de nuestros ilustres ministros decir desde su escaño congresista
que han de hacer un esfuerzo entre todos los partidos por encontrar “un mínimo
común denominador”. (RISAS Y APLAUSOS). ¡Ay
que ahora sí que no me contengo, ahora sí que me dejo los pantalones hechos
unos zorros! ¿Pero es que estos gobernantes no fueron a párvulos, o qué? ¡El
mínimo común denominador de cualesquiera cantidades es cero, merluzo! Y si no
te gusta el cero porque lo ves esotérico, entonces es el uno. Lo que se busca
en matemáticas es el “máximo común denominador”, no el mínimo, que eso no tiene
ningún misterio. Si es que no hay tiesto lo suficientemente grande para que
meen dentro. ¡Si es que son muy burros! (SONOROS REBUZNOS).
Cosas de la nueva normalidad, en la
que podías pasear con tu perro pero no con tu hijo; en la que podías acostarte
con tu mujer (de momento), pero en el coche la tenías que llevar detrás y en
diagonal; donde no puedes hablar con nadie en la calle a menos de dos metros de
distancia sin llevar ambos la mascarilla puesta, pero sí puedes sentarte en una
terraza de un bar diez amigotes en torno a un plato de rabas que, al cabo de
cinco minutos, ya no es un plato de rabas sino de babas de los ávidos tragones
que bombardean comidas y bebidas con sus temidos miniproyectiles salivares portadores
de su mortal carga coronavírica. (SONOROS
REBUZNOS).
En fin, no sé si algún día
regresaremos (ahora sí) a la antigua normalidad, porque esta nueva a la que
estamos abocados no me está gustando nada. De momento, entre mascarillas,
guantes, geles hidroalcohólicos, distancias de seguridad y demás, me barrunto
que la nueva normalidad va a ser con una natalidad también cero, porque, con
tanta burrada normalizada, ya me contarán.
MORALEJA: Quien mea fuera de tiesto
luego tendrá que
limpiar,
y si no le gusta el
juego,
mejor tendrá que
apuntar.
(SONOROS REBUZNOS).
José-Pedro Cladera
Fontenla©
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