Lo
primero que recuerdo es el viento, árido y caliente, contra mi cara al llegar a
la ciudad. Las nubes de polvo, de un color ocre profundo, dominaban todos los
rincones.
El
hotel estaba situado en las afueras de Douz, la bien llamada “Puerta del
desierto”, en los límites del Sahara. Tranquilos rincones, con hermosas flores
y pájaros, llenaban buena parte de la entrada. Estaba enclavado en la misma
arena, sin ningún edificio ni casa alrededor, solo desierto y palmeras. No llegaba
la luz eléctrica –bien es verdad que hubiese desmerecido el envolvente y mágico
momento.
Los
pequeños farolillos, de forma cuadrada, en metal plateado, con flores y lunas
grabadas, decoraban las habitaciones, salas y todos los pasillos exteriores abiertos
al desierto, y parecían luciérnagas brillantes y vivas, dando el aspecto de un
palacio sacado de Las mil y una noches.
Al
día siguiente, por fin se iba a cumplir mi sueño. Nos adentramos en el mismo
corazón latiente del desierto. Las dunas de arena brillaban al sol, recordando
a las piedras semipreciosas del ámbar amarillo anaranjado.
Después
de varias horas viendo sólo arena y dunas, todo cambió. Apareció de repente el oasis
de montaña de Chebika. El exuberante y asombroso palmeral que surgió ante nosotros
se extendía como una alfombra verde esmeralda. Un arroyo saltarín de agua
cristalina descansaba alrededor de altos arbustos. A lo alto, estaba la ansiada
cascada, que caía estrepitosamente, semejándose a la cola de un caballo,
derramándose con gran estruendo contra las piedras. Durante unos segundos,
todos dejamos de respirar, no nos hacía falta el oxígeno, vivíamos de lo que
proyectaban nuestros ojos. El agua brotaba de la tierra por todos lados. Hacía
tanto calor que me quité las sandalias, con tiras de cuero que se hundían en mi
carne, e introduje los pies en las tranquilas aguas turquesas. Al momento sentí
como si miles de cristales se clavaran en mi piel, helada como un glaciar.
Al
cabo de un rato y de disfrutar de tanta riqueza, seguimos la ruta, adentrándonos
en las mismas entrañas de las dunas, hasta llegar a otro oasis, perdido éste en
la nada. Había unas pocas casas y escasos habitantes. Por allí no pasaban los
turistas. Unos niños vinieron a recibirnos, contentos y extrañados al mismo
tiempo. Al poco rato, empezaron a
corretear a mi alrededor. Sus ligeros pies parecían flotar al igual que las
mariposas, tocándome el pelo sin parar, riéndose y mirándose los unos a los
otros extrañados. Le pregunté al guía qué es lo que pasaba, y me contestó que
lo que les atraía y deslumbraba era el color rojo de mi pelo. Unos minutos
después, una de las niñas, con actitud alegre y libre, se sentó en mis rodillas
y me regaló una florecita marchita. Se rió y miró mis múltiples pulseras de
cuentas de colores. Durante algunos instantes, le hablé, a sabiendas de que no
me entendía con las palabras, pero sí con mi cariño. Cogí las pulseras y me las
fui quitando una por una mientras se las ponía en la muñeca. Lucían en su piel
como piedras preciosas. La niña me abrazó y era tanta su felicidad que me
arrebató el alma. Nunca la olvidaría. Los niños siguieron rodeándome y
tocándome. Les observé, y realmente eran preciosos. Su piel era oscura y
brillante. Me sorprendió su pelo rubio y totalmente ensortijado. Y sus ojos, de
un impactante azul a juego con el agua del oasis.
Cayó
la noche y, después de cenar couscous,
dátiles y miel, nos fuimos a dormir a nuestras respectivas jaimas. Antes de
entrar, miré el paisaje, de arena infinita, y sentí un profundo silencio. El
silencio del desierto. Alcé la vista y miré extasiada el manto de estrellas que
surcaba el cielo entero. Entré y me dormí, agotada, celebrando la felicidad de
estar con lo que de verdad es importante, con quien de verdad es importante.
Allí
dejé un pedazo de mí para siempre.
Adiós.
Francis
Cortés Pahissa©
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