jueves, 2 de julio de 2020

EL DESIERTO


 

Lo primero que recuerdo es el viento, árido y caliente, contra mi cara al llegar a la ciudad. Las nubes de polvo, de un color ocre profundo, dominaban todos los rincones.

El hotel estaba situado en las afueras de Douz, la bien llamada “Puerta del desierto”, en los límites del Sahara. Tranquilos rincones, con hermosas flores y pájaros, llenaban buena parte de la entrada. Estaba enclavado en la misma arena, sin ningún edificio ni casa alrededor, solo desierto y palmeras. No llegaba la luz eléctrica –bien es verdad que hubiese desmerecido el envolvente y mágico momento.

Los pequeños farolillos, de forma cuadrada, en metal plateado, con flores y lunas grabadas, decoraban las habitaciones, salas y todos los pasillos exteriores abiertos al desierto, y parecían luciérnagas brillantes y vivas, dando el aspecto de un palacio sacado de Las mil y una noches.

Al día siguiente, por fin se iba a cumplir mi sueño. Nos adentramos en el mismo corazón latiente del desierto. Las dunas de arena brillaban al sol, recordando a las piedras semipreciosas del ámbar amarillo anaranjado.

Después de varias horas viendo sólo arena y dunas, todo cambió. Apareció de repente el oasis de montaña de Chebika. El exuberante y asombroso palmeral que surgió ante nosotros se extendía como una alfombra verde esmeralda. Un arroyo saltarín de agua cristalina descansaba alrededor de altos arbustos. A lo alto, estaba la ansiada cascada, que caía estrepitosamente, semejándose a la cola de un caballo, derramándose con gran estruendo contra las piedras. Durante unos segundos, todos dejamos de respirar, no nos hacía falta el oxígeno, vivíamos de lo que proyectaban nuestros ojos. El agua brotaba de la tierra por todos lados. Hacía tanto calor que me quité las sandalias, con tiras de cuero que se hundían en mi carne, e introduje los pies en las tranquilas aguas turquesas. Al momento sentí como si miles de cristales se clavaran en mi piel, helada como un glaciar.

Al cabo de un rato y de disfrutar de tanta riqueza, seguimos la ruta, adentrándonos en las mismas entrañas de las dunas, hasta llegar a otro oasis, perdido éste en la nada. Había unas pocas casas y escasos habitantes. Por allí no pasaban los turistas. Unos niños vinieron a recibirnos, contentos y extrañados al mismo tiempo.  Al poco rato, empezaron a corretear a mi alrededor. Sus ligeros pies parecían flotar al igual que las mariposas, tocándome el pelo sin parar, riéndose y mirándose los unos a los otros extrañados. Le pregunté al guía qué es lo que pasaba, y me contestó que lo que les atraía y deslumbraba era el color rojo de mi pelo. Unos minutos después, una de las niñas, con actitud alegre y libre, se sentó en mis rodillas y me regaló una florecita marchita. Se rió y miró mis múltiples pulseras de cuentas de colores. Durante algunos instantes, le hablé, a sabiendas de que no me entendía con las palabras, pero sí con mi cariño. Cogí las pulseras y me las fui quitando una por una mientras se las ponía en la muñeca. Lucían en su piel como piedras preciosas. La niña me abrazó y era tanta su felicidad que me arrebató el alma. Nunca la olvidaría. Los niños siguieron rodeándome y tocándome. Les observé, y realmente eran preciosos. Su piel era oscura y brillante. Me sorprendió su pelo rubio y totalmente ensortijado. Y sus ojos, de un impactante azul a juego con el agua del oasis.

Cayó la noche y, después de cenar couscous, dátiles y miel, nos fuimos a dormir a nuestras respectivas jaimas. Antes de entrar, miré el paisaje, de arena infinita, y sentí un profundo silencio. El silencio del desierto. Alcé la vista y miré extasiada el manto de estrellas que surcaba el cielo entero. Entré y me dormí, agotada, celebrando la felicidad de estar con lo que de verdad es importante, con quien de verdad es importante.

Allí dejé un pedazo de mí para siempre.

Adiós.

 

Francis Cortés Pahissa©

 


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