Es el señor Maximilian Bauer todo un caballero en porte y percha. Lo fue
en su juventud y edad adulta, lo es ahora en la madurez, y lo seguirá siendo
hasta el mismísimo último segundo de su existencia. El estilo y la elegancia no
se pueden comprar, se tienen o no se tienen. Y a él le sobran ambas dos.
Nacido hace ya más de siete décadas en el exclusivo barrio de Hietzing,
donde residían las clases dominantes y las grandes fortunas de postguerra de la
vieja, y en otros tiempos imperial, Viena. Tercero de los siete hijos, curiosamente
único varón, que trajeron a este mundo el matrimonio Lucas y Emilia Bauer. Él,
un empresario adinerado que hizo fortuna con los vicios de la noche, con más
dinero en bolsas de basura con manchas de sangre que en la cuenta bancaria.
Ella, una prometedora y bella actriz en sus inicios, que poco a poco fue
olvidando su sueño de ver su rostro en los carteles de estreno de Hollywood a
cambio de salir a diario en la prensa rosa de la época. No, desde luego no eran
el matrimonio perfecto; el amor no estaba ni tan siquiera escondido bajo el
felpudo de la mansión en la que habitaban. Simplemente, nunca estuvo. Por cada
rincón de la ciudad se escuchaban los rumores y habladurías de manos largas,
faldas cortas, escándalos sexuales e hijos que son y no están, mientras otros
están y no son.
Así que el Maximilian Bauer niño creció con todo lo material que puede
necesitar alguien a su edad. No le faltaron ni las mejores ropas, ni los más
recientes juguetes, ni las más apetitosas comidas. Colegios de pago y criadas
que, con un simple chasqueo de dedos, se arrodillaban ante sus jóvenes pies,
dispuestas a concederle todo capricho que se le ocurriera. Lo único que no tuvo
fue el cariño de un padre y de una madre, que fueron una presencia casi
testimonial, envueltos en su alocada vida social. Y ese desapego fue algo que
nunca pudo curar. Que nunca pudo olvidar. Que marcó una personalidad de luces
y sombras.
Demostró siempre tener una mente brillante, preclara, muy por encima de
los retos académicos que se le marcaban. Ya en edad universitaria, se licenció cum
laude en Biología. Siempre tuvo claro que su camino iba a estar lejos de
aquel palacio sin alma lleno de comodidades extravagantes. No era su mundo. No
era la vida que quería. Recibió ofertas de algunos de los mejores laboratorios
de investigación de Europa y de Estados Unidos... y se fue. Claro que se fue. Y
nunca más volvió.
Su trayectoria profesional, brillante, le llevó desde Filadelfia hasta
Londres, pasando por Berlín, Tokio o Madrid. Se especializó en biología molecular
y biofarmacia. Sus descubrimientos (medicamentos, vacunas, innovadores
tratamientos...) salvaron miles de vidas, y ha sido condecorado con los más
importantes y suculentos premios en estos campos.
Brillos... Luces...
Hoy, ya jubilado, vive tranquilo y pasea, anónimo, por la coqueta ciudad
de Lübeck, al norte de Alemania. Le gusta perderse en sus laberínticas calles y
contemplar sus edificios de arquitectura medieval, o sentarse en un banco del
parque a releer una vez más “La montaña mágica” de Thomas Mann,
natal de esa localidad.
Como dije, la presencia física de Maximilian fue siempre imponente. De
esas personas que, cuando aparecen, donde y con quien sea, se convierten en el
epicentro de todo: galería de abrazos, gritos, aspavientos y confeti, pero
también cloacas de cuchicheos, miradas de reojo y señas de mus.
Luces y sombras, otra vez...
Sus casi dos metros de estatura, sus rizos dorados, ojos aceituna y
corpulenta musculatura, unidos a su privilegiada inteligencia, don de palabra y
educados modales lo convertían en una mezcla perfecta entre el ideal
renacentista de Vitrubio y el superhombre de Nietzsche.
De fuertes convicciones religiosas, siempre creyó que fue un castigo
divino la única mácula en su presumido y galante aspecto físico. Dios tampoco
lo creó perfecto a él. ¿Su mancha? De nariz a barbilla, su cara es algo así
como la suma del garabato de un niño repelente más los escombros humeantes de
un pueblo recién bombardeado en cualquier guerra sin sentido y sin razón. Es
algo prácticamente indescriptible con palabras. A modo de inventario, podemos
enumerar:
·
Una retorcida y puntiaguda
nariz, que acoge dos fosas nasales, tan anchas que parece que el Transiberiano
puede aparecer por cualquiera de ellas de un momento a otro.
·
Dos labios diminutos y tímidos que se
esconden hacia el interior de la boca, dando la impresión de que carece de
ellos, como si fuera el rostro de alguien abrasado en un incendio.
·
Una dentadura que
ni el más enrevesado artista contemporáneo podría siquiera imaginar. Cada pieza
mira en una dirección diferente a la inmediatamente contigua; variedades de color, faltas y raíces imbricadas entre sí. A pesar de sus numerosas amistades en el campo de la odontología,
nadie se atrevió jamás a echar mano a semejante laberinto bucal. Misión
imposible.
·
Su barbilla,
prominente, sobresalía hacia delante como un granítico cabo rocoso en medio de
una paradisíaca playa hawaiana.
·
La barba nunca
fue una opción, ya que los cuatro pelos mal contados que le salen en el bigote
le provocan una reacción alérgica que desemboca en virulentos granos supurantes
de pus.
Para
un hombre tan presumido y presuntuoso, supuso un problema que nunca pudo
superar, que lo llevó a limitar al máximo sus relaciones personales. Mirarse al
espejo era una tortura malaya. En sus agudas depresiones, se sentía tan inútil
como un reloj de arena en la mesilla de noche de un ciego. Y, por mucho que lo
intentó, ninguno de sus avances podría curar su mal.
Las
sombras...
Y focalizarse en su trabajo y en sus investigaciones era lo único que le
daba paz, serenidad y cierto sosiego.
El estallido de la actual pandemia sanitaria no lo pilló por sorpresa.
Había pasado años y años entre gérmenes, bacterias y probetas. Jugando a ser
Dios entre moléculas. Inoculando virus firmados de su puño y letra a inocentes
animales sin saber cuál iba a ser el resultado después de tirar los dados. Que
una extraña enfermedad se extendiera por todo el planeta era algo que pocas
mentes podían imaginar con tanta precisión como la suya.
Entre los círculos científicos, fue una figura controvertida, porque su
método de trabajo siempre estuvo señalado como extremo, bordeando la finísima
frontera entre lo políticamente correcto y lo inmoral o poco ético. Tuvo que
salir de varias empresas farmacéuticas por las protestas y manifestaciones
sociales que lo acusaban de maltratador de animales o de ser un espía de alguna
nación enemiga que estaba intentando torpedear sus avances.
Oscuridades…
Siempre, en cada contrato de empleo que firmó, exigió una única cosa:
poder estar acompañado por la única colaboradora a la que dejaba acceder a sus
investigaciones. La pequeña (de estatura) Hannah Gruber. Colegas desde el
primer curso de universidad, Maximilian vio en ella a una potencial científica
de nivel mundial. Aunque muchas de sus patentes y publicaciones fueron
conjuntas, él era el famoso, el ángel o el demonio, mientras que ella quedó
velada (él decía que protegida) bajo la alargada sombra de su gigante
compañero. Solo hubo un proyecto que fue plenamente personal, al que ella nunca
tuvo acceso.
Hacía años que no se veían, desde su jubilación. No habían mantenido el
contacto. Así que, cuando se encontró a Hannah sentada en su banco preferido
del parque, escondida bajo sus grandes gafas de montura, no pudo por más que
sorprenderse. Creía que vivía con su marido en Friburgo, en la esquina
contraria del país. Su gesto era serio. Su mirada, afilada. Algo recorrió su
espalda… Lo sabía, le había descubierto. Lo supo inmediatamente. Su plan
maestro, que se estaba mostrando ahora mismo ante él en su máximo esplendor,
podía venirse abajo.
Tomó asiento sin decir palabra. Tampoco ella abrió la boca. La ciudad
estaba triste bajo un cielo color ceniza y un viento gris, procedente del
Báltico, zarandeaba a su gusto las hojas en el fresco otoño teutón. A su
alrededor, algunas personas caminaban por los senderos trazados entre los
prados. Aunque varios de ellos charlaban entre sí, en general reinaba el
silencio. Parecían pensativos y cabizbajos dentro de un ambiente global de
pesadumbre y nostalgia. Y sobre todo, no se veían sonrisas. ¿El motivo? Unas
mascarillas cubrían la mitad del rostro de todos ellos. De diferentes colores,
con estampados, más sobrias o con fotos familiares…, pero siempre ocultando esa
parte del cuerpo, siguiendo las recomendaciones médicas y cumpliendo con las
normativas y legislaciones dictadas desde el Reichstag.
Fue ella la que comenzó.
–Lo conseguiste, Max. Por fin lo
conseguiste. Cuarenta años de investigaciones para esto. Para poder sentirte al
fin como uno más. Nunca pudiste aceptarte tal y como eres. Tu físico era
demasiado importante para ti, y la única solución que has encontrado es ésta: abocar
a toda la población mundial a una pandemia. Han muerto, están muriendo,
millones de personas. Y la única razón es que la gente no se fije en una mínima
parte de tu cuerpo. ¿Cómo demonios lo has hecho?
–Es un plan maestro, ¿verdad? Lo
logré. Como bien sabes, he creado cientos de virus diferentes. Era cuestión de
tiempo que diera con el que estaba buscando. Lo demás ha sido pan comido. Un
viaje supuestamente de placer al país más poblado del mundo, un paseo por un
mercado atestado e insalubre… y voilà. Es la cima de mi vida. Por fin
puedo sentirme de igual a igual con cualquier otra persona. Que no pongan cara
de asco cuando me miran.
LA SOMBRA
–Estás loco. Loco. Voy a denunciar
toda esta trama. Tengo los datos, las pruebas. Eres un genio, una mente que ve
mucho más allá que cualquier otra, pero todo el bien que has hecho fue una
casualidad, tus estudios siempre estuvieron encaminados a esto. No intentes
detenerme, mi marido está vigilándonos. Como me pongas una mano encima, te
mata.
–Tengo la vacuna. Infalible.
Totalmente testada. Puedo acabar con todo esto en un segundo.
LA LUZ
– Vete a la mierda. Asesino. Loco.
Vas a pagar por toda esta barbaridad.
Hannah sale corriendo despavorida y gritando a pleno pulmón que alguien
avise a la policía. El señor Maximilian Bauer, calmado, la ve alejarse mientras
rebusca en el bolsillo de la chaqueta de su impoluto traje de lino azul marino.
Sí, ahí está, la cápsula de Petri donde almacena la única muestra que no ha
destruido de la vacuna. Con una pequeña presión entre sus dedos se rompería
para siempre. Ha comenzado a llover, y en el suelo se están formando algunos
pozos. Separa su espalda del respaldo, se incorpora y mira hacia el piso. El
agua le devuelve el reflejo de su mirada. Se quita la mascarilla y vuelve a
observar ese tortuoso castigo que ha vivido delante del espejo mañana tras
mañana. Ahora que por fin había empezado a ser feliz.
En fin, una vez más la dicotomía de siempre. Ya saben… ¿sombra? ¿o luz?
Óscar
Gutiérrez©
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