jueves, 29 de octubre de 2020

SOMBRA O LUZ

 


 

Es el señor Maximilian Bauer todo un caballero en porte y percha. Lo fue en su juventud y edad adulta, lo es ahora en la madurez, y lo seguirá siendo hasta el mismísimo último segundo de su existencia. El estilo y la elegancia no se pueden comprar, se tienen o no se tienen. Y a él le sobran ambas dos.

Nacido hace ya más de siete décadas en el exclusivo barrio de Hietzing, donde residían las clases dominantes y las grandes fortunas de postguerra de la vieja, y en otros tiempos imperial, Viena. Tercero de los siete hijos, curiosamente único varón, que trajeron a este mundo el matrimonio Lucas y Emilia Bauer. Él, un empresario adinerado que hizo fortuna con los vicios de la noche, con más dinero en bolsas de basura con manchas de sangre que en la cuenta bancaria. Ella, una prometedora y bella actriz en sus inicios, que poco a poco fue olvidando su sueño de ver su rostro en los carteles de estreno de Hollywood a cambio de salir a diario en la prensa rosa de la época. No, desde luego no eran el matrimonio perfecto; el amor no estaba ni tan siquiera escondido bajo el felpudo de la mansión en la que habitaban. Simplemente, nunca estuvo. Por cada rincón de la ciudad se escuchaban los rumores y habladurías de manos largas, faldas cortas, escándalos sexuales e hijos que son y no están, mientras otros están y no son.

Así que el Maximilian Bauer niño creció con todo lo material que puede necesitar alguien a su edad. No le faltaron ni las mejores ropas, ni los más recientes juguetes, ni las más apetitosas comidas. Colegios de pago y criadas que, con un simple chasqueo de dedos, se arrodillaban ante sus jóvenes pies, dispuestas a concederle todo capricho que se le ocurriera. Lo único que no tuvo fue el cariño de un padre y de una madre, que fueron una presencia casi testimonial, envueltos en su alocada vida social. Y ese desapego fue algo que nunca pudo curar. Que nunca pudo olvidar. Que marcó una personalidad de luces y sombras.

Demostró siempre tener una mente brillante, preclara, muy por encima de los retos académicos que se le marcaban. Ya en edad universitaria, se licenció cum laude en Biología. Siempre tuvo claro que su camino iba a estar lejos de aquel palacio sin alma lleno de comodidades extravagantes. No era su mundo. No era la vida que quería. Recibió ofertas de algunos de los mejores laboratorios de investigación de Europa y de Estados Unidos... y se fue. Claro que se fue. Y nunca más volvió.

Su trayectoria profesional, brillante, le llevó desde Filadelfia hasta Londres, pasando por Berlín, Tokio o Madrid. Se especializó en biología molecular y biofarmacia. Sus descubrimientos (medicamentos, vacunas, innovadores tratamientos...) salvaron miles de vidas, y ha sido condecorado con los más importantes y suculentos premios en estos campos.

 

Brillos... Luces...

 

Hoy, ya jubilado, vive tranquilo y pasea, anónimo, por la coqueta ciudad de Lübeck, al norte de Alemania. Le gusta perderse en sus laberínticas calles y contemplar sus edificios de arquitectura medieval, o sentarse en un banco del parque a releer una vez más “La montaña mágica” de Thomas Mann, natal de esa localidad.

Como dije, la presencia física de Maximilian fue siempre imponente. De esas personas que, cuando aparecen, donde y con quien sea, se convierten en el epicentro de todo: galería de abrazos, gritos, aspavientos y confeti, pero también cloacas de cuchicheos, miradas de reojo y señas de mus.

 

Luces y sombras, otra vez...

 

Sus casi dos metros de estatura, sus rizos dorados, ojos aceituna y corpulenta musculatura, unidos a su privilegiada inteligencia, don de palabra y educados modales lo convertían en una mezcla perfecta entre el ideal renacentista de Vitrubio y el superhombre de Nietzsche.

De fuertes convicciones religiosas, siempre creyó que fue un castigo divino la única mácula en su presumido y galante aspecto físico. Dios tampoco lo creó perfecto a él. ¿Su mancha? De nariz a barbilla, su cara es algo así como la suma del garabato de un niño repelente más los escombros humeantes de un pueblo recién bombardeado en cualquier guerra sin sentido y sin razón. Es algo prácticamente indescriptible con palabras. A modo de inventario, podemos enumerar:

·          Una retorcida y puntiaguda nariz, que acoge dos fosas nasales, tan anchas que parece que el Transiberiano puede aparecer por cualquiera de ellas de un momento a otro.

·         Dos labios diminutos y tímidos que se esconden hacia el interior de la boca, dando la impresión de que carece de ellos, como si fuera el rostro de alguien abrasado en un incendio.

·         Una dentadura que ni el más enrevesado artista contemporáneo podría siquiera imaginar. Cada pieza mira en una dirección diferente a la inmediatamente contigua; variedades de color, faltas y raíces imbricadas entre sí. A pesar de sus numerosas amistades en el campo de la odontología, nadie se atrevió jamás a echar mano a semejante laberinto bucal. Misión imposible.

·         Su barbilla, prominente, sobresalía hacia delante como un granítico cabo rocoso en medio de una paradisíaca playa hawaiana.

·         La barba nunca fue una opción, ya que los cuatro pelos mal contados que le salen en el bigote le provocan una reacción alérgica que desemboca en virulentos granos supurantes de pus.

Para un hombre tan presumido y presuntuoso, supuso un problema que nunca pudo superar, que lo llevó a limitar al máximo sus relaciones personales. Mirarse al espejo era una tortura malaya. En sus agudas depresiones, se sentía tan inútil como un reloj de arena en la mesilla de noche de un ciego. Y, por mucho que lo intentó, ninguno de sus avances podría curar su mal.

 

            Las sombras...

 

Y focalizarse en su trabajo y en sus investigaciones era lo único que le daba paz, serenidad y cierto sosiego.

El estallido de la actual pandemia sanitaria no lo pilló por sorpresa. Había pasado años y años entre gérmenes, bacterias y probetas. Jugando a ser Dios entre moléculas. Inoculando virus firmados de su puño y letra a inocentes animales sin saber cuál iba a ser el resultado después de tirar los dados. Que una extraña enfermedad se extendiera por todo el planeta era algo que pocas mentes podían imaginar con tanta precisión como la suya.

Entre los círculos científicos, fue una figura controvertida, porque su método de trabajo siempre estuvo señalado como extremo, bordeando la finísima frontera entre lo políticamente correcto y lo inmoral o poco ético. Tuvo que salir de varias empresas farmacéuticas por las protestas y manifestaciones sociales que lo acusaban de maltratador de animales o de ser un espía de alguna nación enemiga que estaba intentando torpedear sus avances.

 

Oscuridades…

 

Siempre, en cada contrato de empleo que firmó, exigió una única cosa: poder estar acompañado por la única colaboradora a la que dejaba acceder a sus investigaciones. La pequeña (de estatura) Hannah Gruber. Colegas desde el primer curso de universidad, Maximilian vio en ella a una potencial científica de nivel mundial. Aunque muchas de sus patentes y publicaciones fueron conjuntas, él era el famoso, el ángel o el demonio, mientras que ella quedó velada (él decía que protegida) bajo la alargada sombra de su gigante compañero. Solo hubo un proyecto que fue plenamente personal, al que ella nunca tuvo acceso.

Hacía años que no se veían, desde su jubilación. No habían mantenido el contacto. Así que, cuando se encontró a Hannah sentada en su banco preferido del parque, escondida bajo sus grandes gafas de montura, no pudo por más que sorprenderse. Creía que vivía con su marido en Friburgo, en la esquina contraria del país. Su gesto era serio. Su mirada, afilada. Algo recorrió su espalda… Lo sabía, le había descubierto. Lo supo inmediatamente. Su plan maestro, que se estaba mostrando ahora mismo ante él en su máximo esplendor, podía venirse abajo.

Tomó asiento sin decir palabra. Tampoco ella abrió la boca. La ciudad estaba triste bajo un cielo color ceniza y un viento gris, procedente del Báltico, zarandeaba a su gusto las hojas en el fresco otoño teutón. A su alrededor, algunas personas caminaban por los senderos trazados entre los prados. Aunque varios de ellos charlaban entre sí, en general reinaba el silencio. Parecían pensativos y cabizbajos dentro de un ambiente global de pesadumbre y nostalgia. Y sobre todo, no se veían sonrisas. ¿El motivo? Unas mascarillas cubrían la mitad del rostro de todos ellos. De diferentes colores, con estampados, más sobrias o con fotos familiares…, pero siempre ocultando esa parte del cuerpo, siguiendo las recomendaciones médicas y cumpliendo con las normativas y legislaciones dictadas desde el Reichstag.

Fue ella la que comenzó.

            –Lo conseguiste, Max. Por fin lo conseguiste. Cuarenta años de investigaciones para esto. Para poder sentirte al fin como uno más. Nunca pudiste aceptarte tal y como eres. Tu físico era demasiado importante para ti, y la única solución que has encontrado es ésta: abocar a toda la población mundial a una pandemia. Han muerto, están muriendo, millones de personas. Y la única razón es que la gente no se fije en una mínima parte de tu cuerpo. ¿Cómo demonios lo has hecho?

            –Es un plan maestro, ¿verdad? Lo logré. Como bien sabes, he creado cientos de virus diferentes. Era cuestión de tiempo que diera con el que estaba buscando. Lo demás ha sido pan comido. Un viaje supuestamente de placer al país más poblado del mundo, un paseo por un mercado atestado e insalubre… y voilà. Es la cima de mi vida. Por fin puedo sentirme de igual a igual con cualquier otra persona. Que no pongan cara de asco cuando me miran.

 

LA SOMBRA

 

            –Estás loco. Loco. Voy a denunciar toda esta trama. Tengo los datos, las pruebas. Eres un genio, una mente que ve mucho más allá que cualquier otra, pero todo el bien que has hecho fue una casualidad, tus estudios siempre estuvieron encaminados a esto. No intentes detenerme, mi marido está vigilándonos. Como me pongas una mano encima, te mata.

            –Tengo la vacuna. Infalible. Totalmente testada. Puedo acabar con todo esto en un segundo.

 

LA LUZ

 

            – Vete a la mierda. Asesino. Loco. Vas a pagar por toda esta barbaridad.

Hannah sale corriendo despavorida y gritando a pleno pulmón que alguien avise a la policía. El señor Maximilian Bauer, calmado, la ve alejarse mientras rebusca en el bolsillo de la chaqueta de su impoluto traje de lino azul marino. Sí, ahí está, la cápsula de Petri donde almacena la única muestra que no ha destruido de la vacuna. Con una pequeña presión entre sus dedos se rompería para siempre. Ha comenzado a llover, y en el suelo se están formando algunos pozos. Separa su espalda del respaldo, se incorpora y mira hacia el piso. El agua le devuelve el reflejo de su mirada. Se quita la mascarilla y vuelve a observar ese tortuoso castigo que ha vivido delante del espejo mañana tras mañana. Ahora que por fin había empezado a ser feliz.

 

En fin, una vez más la dicotomía de siempre. Ya saben… ¿sombra? ¿o luz?

 

Óscar Gutiérrez©

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