Llovía a mares cuando salí
de la Audiencia Provincial de Barcelona y, mientras bajaba los majestuosos
escalones del Palacio de Justicia, respiré hondo, sabedora de todo lo que
dejaba atrás: compañeros, secretario judicial, magistrados y, sobre todo, mi magistrada favorita, con la que me unía un
vínculo muy especial, “mi señoría”. Nunca olvidaré el primer día, cuando
aterricé en un sitio tan complejo. Estaba muy asustada, pero pronto se me pasó,
en cuanto mis compañeros me dieron la bienvenida. La mesa estaba repleta de
expedientes, cientos y cientos de folios que me esperaban para ser tramitados.
Mi sección era la Penal, que me fascinaba, y claro, en apelación.
Me di la vuelta para
dedicarle un último adiós a lo que había sido mi trabajo, lleno de muy buenos
recuerdos. Alguna lágrima se escapaba de mis ojos, queriéndose frenar con otras
pero sin conseguirlo. Cogí un taxi para que me llevara directamente al
aeropuerto. Al cabo de un rato, estaba volando hacia el continente africano;
exactamente, a Kenia.
Aterricé en Nairobi al cabo de muchas horas, ya de noche, de negra
noche. Lo que más recuerdo al bajar las
escalerillas del avión es un golpe seco en la cara, debido a un terrible calor,
y detectar en mi subconsciente un olor a humedad y a fritanga.
Allí estaba Bonny, que
así se llamaba mi guía, un masái de dos metros, con su coche viejo y
destartalado que ya no quiere ningún país avanzado. Me habla en un perfecto
español y, después de percibir una sonrisa con unos dientes blanquísimos al decirme
su nombre, le dije el mío.
Me llevó directamente a
mi alojamiento, a las afueras de la ciudad, en el Parque Nacional de Nairobi.
El sitio es encantador, con árboles y jardines donde te vas cruzando con
faisanes y otros animales pacíficos. Me estiré en la cama y me quedé dormida sin ni siquiera
desnudarme.
El día siguiente
amaneció con un sol radiante, del que no podía ver su color a riesgo de
quedarme ciega. A las seis de la mañana estaba desayunando en la amplia terraza
del hotel, delante de unas grandes ventanas acristaladas, abiertas
completamente, que daban a las colinas de Ngong. Las tostadas, el té, los
yogures y los zumos exóticos de frutas llenaban la mesa. La sorpresa fue cuando
el larguísimo cuello y la gran cabeza de algunas jirafas se colaron dentro, y sentí
el vaho de su aliento encima de mí. Una vez recuperada del susto y acabado con
todo lo delicioso que había en la mesa, me levanté y me fui a la habitación
para recoger mis cosas. En recepción me esperaba Bonny, con una sonrisa tan
limpia como su inmaculada ropa. Cogió mis bolsas y salimos por una puerta
tachonada de metal, bajo un saliente de madera. Subimos al coche y aquí empieza
mi aventura.
Dejamos las mascarillas
dentro de un sobre cada una. Las pruebas PCR habían dado negativas y no tenía
sentido llevarlas puestas, ya que íbamos a pasar bastante tiempo juntos.
El coche arrancó y me
empezó a hablar de Kenia. Debía guiarme y enseñarme los sitios más importante y
visitados por el turismo. De repente, cambié de idea y le pregunté dónde vivía.
Se me quedó mirando como si estuviese loca. Sonreí, es el mejor don que tengo, y
empezó a relajarse.
Él y su familia vivían en
la salvaje sabana y pertenecían a una tribu, los masái, que configura, junto
con otras, la esencia de África.
–Bonny, quiero conocer
algo sobre tu poblado, porque he decidido instalarme allí.
– Señorita, eso es muy
duro, no sabe usted lo que dice.
–No me llames señorita,
llámame Francis, por favor. Y tampoco me hables de usted, ¿de acuerdo?
–Como quieras, tú
mandas.
–Cuéntame, a grandes
rasgos y antes de llegar, cómo os organizáis, cuáles son vuestras costumbres.
–La cualidad más
importante de los masái es que somos un pueblo libre y valiente. Nuestro mayor
miedo no es la muerte, sino perder la libertad.
–¿De qué vivís? –le pregunto.
–Del pastoreo: ovejas,
cabras, vacas. Pero jamás comemos la carne de vaca, porque las consideramos
sagradas. En cuanto a los demás animales, no comemos su carne muy a menudo.
–¿Pero cultivaréis la
tierra?
–Pocas tribus masái la
cultivamos.
–Me cuesta mucho
entenderos, Bonny, con todo eso que me dices en cuanto a no cultivar la tierra
ni prácticamente comer la carne de vuestros animales, pero me esforzaré en
hacerlo y seguro que lo consigo. Y también tengo curiosidad por saber sobre
vuestras creencias. Seguro que están en las antípodas de las nuestras, los
europeos.
–Francis, nuestros
pilares son dos: el respeto por los ancianos y la tradición de la familia. A la
familia se la tiene en la máxima estima. Es lo primero en nuestra civilización.
Pienso para mis
adentros que cuán diferentes somos, sobre todo con respecto a nuestros
ancianos. Después de esta preciosa estampa que me relata Bonny y con el sol
explosivo filtrándose por los cristales del coche, me quedo dormitando al igual
que el mundo de los animales que viven en la sabana.
No sé el tiempo que
transcurrió, pero seguro que mucho. Abrí los ojos y de repente, ante mí, como
si fuese un ritmo suspendido en el aire junto al multicolor paisaje, se
despliega la riqueza inaudita de la sabana, con sus praderas semiáridas
sembradas de acacias africanas. Lo que me viene a la mente es el delicado
equilibrio entre la combinación de lo ancestral, que está ante mis ojos, y lo
moderno, que he dejado atrás, en Nairobi.
Bonny sonríe al ver la
magnitud de mi mirada y mi inconmensurable perplejidad.
–¿Ves? –me dice el
masái–. Vivimos en “manyattas”, así las llamamos. No son
más que círculos de chozas hechas de ramitas y rodeadas por unas empalizadas de
acacias, llenas de espinas para evitar que los leones nos ataquen, y donde encerrar
el rebaño para que esté protegido.
–Pero, las viviendas, ¿cómo
las construís?, ¿de cemento, ladrillo? – le pregunto, llevándome la mano a la
cabeza.
Bonny no puede reprimir una gran caracajada.
–Ya me imaginaba que
despertaría tu interés. No, no es de ningún material que se utilice en la
civilización. Las viviendas están construidas con estiércol de vaca y adobe.
–¿Estiércol de vaca? –le
contesto, perpleja.
–Pues sí, ni más ni
menos. Pero ahora dejémonos de tantos interrogatorios, porque voy a presentarte
a mi familia y donde vas a vivir un buen tiempo. Por hoy, con ello se terminan
las sorpresas. Mañana te despertaré muy temprano para disfrutar de los animales
de la sabana. No vas a olvidarlo nunca.
Súbitamente y con un
estrepitoso estruendo…, suena el despertador. ¿Dónde están los dorados leones,
relajados bajo el brillante sol?, ¿los ñus azules?, ¿los búfalos y rinocerontes
salvajes? ¿Dónde la fascinante y pintoresca tribu?
En pocos minutos, me
encuentro con la mascarilla tapando casi toda mi cara y metida en el metro,
apretujada por cientos de personas que casi no me dejan respirar y caminito de
la Audiencia. Se oye, de fondo, la música de las Cuatro Estaciones de Vivaldi,
como todos los días.
¿Habrá sido África sólo
un sueño, o lo es el metro donde estoy encajonada?
Francis Cortés Pahissa©
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