jueves, 29 de octubre de 2020

ÁFRICA

 


 

Llovía a mares cuando salí de la Audiencia Provincial de Barcelona y, mientras bajaba los majestuosos escalones del Palacio de Justicia, respiré hondo, sabedora de todo lo que dejaba atrás: compañeros, secretario judicial, magistrados y, sobre todo,  mi magistrada favorita, con la que me unía un vínculo muy especial, “mi señoría”. Nunca olvidaré el primer día, cuando aterricé en un sitio tan complejo. Estaba muy asustada, pero pronto se me pasó, en cuanto mis compañeros me dieron la bienvenida. La mesa estaba repleta de expedientes, cientos y cientos de folios que me esperaban para ser tramitados. Mi sección era la Penal, que me fascinaba, y claro, en apelación.

Me di la vuelta para dedicarle un último adiós a lo que había sido mi trabajo, lleno de muy buenos recuerdos. Alguna lágrima se escapaba de mis ojos, queriéndose frenar con otras pero sin conseguirlo. Cogí un taxi para que me llevara directamente al aeropuerto. Al cabo de un rato, estaba volando hacia el continente africano; exactamente, a Kenia.

Aterricé en Nairobi  al cabo de muchas horas, ya de noche, de negra noche. Lo  que más recuerdo al bajar las escalerillas del avión es un golpe seco en la cara, debido a un terrible calor, y detectar en mi subconsciente un olor a humedad y a fritanga.

Allí estaba Bonny, que así se llamaba mi guía, un masái de dos metros, con su coche viejo y destartalado que ya no quiere ningún país avanzado. Me habla en un perfecto español y, después de percibir una sonrisa con unos dientes blanquísimos al decirme su nombre, le dije el mío.

Me llevó directamente a mi alojamiento, a las afueras de la ciudad, en el Parque Nacional de Nairobi. El sitio es encantador, con árboles y jardines donde te vas cruzando con faisanes y otros animales pacíficos. Me estiré en  la cama y me quedé dormida sin ni siquiera desnudarme.

El día siguiente amaneció con un sol radiante, del que no podía ver su color a riesgo de quedarme ciega. A las seis de la mañana estaba desayunando en la amplia terraza del hotel, delante de unas grandes ventanas acristaladas, abiertas completamente, que daban a las colinas de Ngong. Las tostadas, el té, los yogures y los zumos exóticos de frutas llenaban la mesa. La sorpresa fue cuando el larguísimo cuello y la gran cabeza de algunas jirafas se colaron dentro, y sentí el vaho de su aliento encima de mí. Una vez recuperada del susto y acabado con todo lo delicioso que había en la mesa, me levanté y me fui a la habitación para recoger mis cosas. En recepción me esperaba Bonny, con una sonrisa tan limpia como su inmaculada ropa. Cogió mis bolsas y salimos por una puerta tachonada de metal, bajo un saliente de madera. Subimos al coche y aquí empieza mi aventura.

Dejamos las mascarillas dentro de un sobre cada una. Las pruebas PCR habían dado negativas y no tenía sentido llevarlas puestas, ya que íbamos a pasar bastante tiempo juntos.

El coche arrancó y me empezó a hablar de Kenia. Debía guiarme y enseñarme los sitios más importante y visitados por el turismo. De repente, cambié de idea y le pregunté dónde vivía. Se me quedó mirando como si estuviese loca. Sonreí, es el mejor don que tengo, y empezó a relajarse.

Él y su familia vivían en la salvaje sabana y pertenecían a una tribu, los masái, que configura, junto con otras, la esencia de África.

–Bonny, quiero conocer algo sobre tu poblado, porque he decidido instalarme allí.

– Señorita, eso es muy duro, no sabe usted lo que dice.

–No me llames señorita, llámame Francis, por favor. Y tampoco me hables de usted, ¿de acuerdo?

–Como quieras, tú mandas.

–Cuéntame, a grandes rasgos y antes de llegar, cómo os organizáis, cuáles son vuestras costumbres.

–La cualidad más importante de los masái es que somos un pueblo libre y valiente. Nuestro mayor miedo no es la muerte, sino perder la libertad.

–¿De qué vivís?  –le pregunto.

–Del pastoreo: ovejas, cabras, vacas. Pero jamás comemos la carne de vaca, porque las consideramos sagradas. En cuanto a los demás animales, no comemos su carne muy a menudo.

–¿Pero cultivaréis la tierra?

–Pocas tribus masái la cultivamos.

–Me cuesta mucho entenderos, Bonny, con todo eso que me dices en cuanto a no cultivar la tierra ni prácticamente comer la carne de vuestros animales, pero me esforzaré en hacerlo y seguro que lo consigo. Y también tengo curiosidad por saber sobre vuestras creencias. Seguro que están en las antípodas de las nuestras, los europeos.

–Francis, nuestros pilares son dos: el respeto por los ancianos y la tradición de la familia. A la familia se la tiene en la máxima estima. Es lo primero en nuestra civilización.

Pienso para mis adentros que cuán diferentes somos, sobre todo con respecto a nuestros ancianos. Después de esta preciosa estampa que me relata Bonny y con el sol explosivo filtrándose por los cristales del coche, me quedo dormitando al igual que el mundo de los animales que viven en la sabana.

No sé el tiempo que transcurrió, pero seguro que mucho. Abrí los ojos y de repente, ante mí, como si fuese un ritmo suspendido en el aire junto al multicolor paisaje, se despliega la riqueza inaudita de la sabana, con sus praderas semiáridas sembradas de acacias africanas. Lo que me viene a la mente es el delicado equilibrio entre la combinación de lo ancestral, que está ante mis ojos, y lo moderno, que he dejado atrás, en Nairobi.

Bonny sonríe al ver la magnitud de mi mirada y mi inconmensurable perplejidad.

–¿Ves? –me dice el masái–. Vivimos en “manyattas”, así las llamamos.  No  son más que círculos de chozas hechas de ramitas y rodeadas por unas empalizadas de acacias, llenas de espinas para evitar que los leones nos ataquen, y donde encerrar el rebaño para que esté protegido.

–Pero, las viviendas, ¿cómo las construís?, ¿de cemento, ladrillo? – le pregunto, llevándome la mano a la cabeza.

 Bonny no puede reprimir una gran caracajada.

–Ya me imaginaba que despertaría tu interés. No, no es de ningún material que se utilice en la civilización. Las viviendas están construidas con estiércol de vaca y adobe.

–¿Estiércol de vaca? –le contesto, perpleja.

–Pues sí, ni más ni menos. Pero ahora dejémonos de tantos interrogatorios, porque voy a presentarte a mi familia y donde vas a vivir un buen tiempo. Por hoy, con ello se terminan las sorpresas. Mañana te despertaré muy temprano para disfrutar de los animales de la sabana. No vas a olvidarlo nunca.

Súbitamente y con un estrepitoso estruendo…, suena el despertador. ¿Dónde están los dorados leones, relajados bajo el brillante sol?, ¿los ñus azules?, ¿los búfalos y rinocerontes salvajes? ¿Dónde la fascinante y pintoresca tribu?

En pocos minutos, me encuentro con la mascarilla tapando casi toda mi cara y metida en el metro, apretujada por cientos de personas que casi no me dejan respirar y caminito de la Audiencia. Se oye, de fondo, la música de las Cuatro Estaciones de Vivaldi, como todos los días.

¿Habrá sido África sólo un sueño, o lo es el metro donde estoy encajonada?

 

Francis Cortés Pahissa©

No hay comentarios: