Al
llegar a casa, solo encontré dos notas pegadas en la nevera. La primera era un post–it amarillo informándome de que:
“Cariño, hoy
tengo turno de tarde.
Que sepas que
te quiero mucho.
TE DEJO LA
LISTA DE LA COMPRA. PODRÁS IR, ¿VERDAD?”
La nevera
está vacía.
Ese “Podrás
ir, ¿verdad?” ha sonado a una orden más que a una pregunta. Pero normalmente
soy yo la que lo suele decir, así que, sin rechistar, cojo las bolsas para la
compra y, antes de salir por la puerta, vuelvo a la cocina a por la famosa
lista (el que no tiene cabeza tiene pies).
Aparcada
cerca de la puerta, para no tener que cargar con las más de cinco bolsas de
recados y perder la circulación de las manos en el proceso, descubro que me
queda un producto de la lista: “mascarillas”.
Decidí
ir a una nueva tienda de “mascarillas y complementos” que habían abierto hacía
poco y yo no conocía, pero Elena, mi compi de trabajo, me había hablado de ella
esa misma mañana y había sido el descubrimiento de la semana (según las
palabras de su hija). Al llegar, el escaparate era inmenso, lleno de luces de
colores, más de cien mascarillas diferentes y maniquís colocados de maneras
graciosas.
Crucé
la puerta y era todo lo contrario al escaparate: blanco inmaculado, las paredes
desnudas, un mostrador enorme que abarcaba toda la estancia… Parecía una sala
aséptica más que una tienda, la verdad. No había clientes, ni cola, ni
vendedora; solamente había un timbre plateado a la izquierda del mostrador y el
hidrogel con olor a alcohol de mil demonios. Tras higienizarme las manos, di al
timbre dos veces.
Casi
al instante, salió una chica vestida de blanco con una mascarilla con lucecitas
LED y unos ojos oscuros penetrantes:
–Buenas tarde. ¿Qué desea?
–Buenas tardes. Un paquete de mascarillas, por favor.
–¿Higiénicas, quirúrgicas o fp2?
–Quirúrgicas, gracias.
–¿De tela o material quirúrgico?
Madre
mía, parece un cuestionario de la revista Cuore
–pensé, para mí.
–Quirúrgico.
Vamos, las que lleva todo el mundo, las azules.
La ojos penetrantes (como ya la había apodado) me miraba
como si hubiera dicho una locura. Saca una tablet,
me muestra una foto de lo que le he pedido y sigue con el interrogatorio.
–¿Color?
–Azul.
–¿Azul
cómo? ¿Cielo, oscuro, pizarra, índigo, océano, cerúleo, pavo real, cobalto,
azul verdoso, azul Bilbao…
Mientras
decía una infinidad de azules que en mi vida había visto y menos me sabía su
nombre, ella pasaba con el dedo la tablet
y aparecían imágenes de mascarillas azules (todas iguales).
–¡PARAAAAAA…! Azul normal, por favor.
–De acuerdo. ¿Cómo quiere el metal de la nariz?
–¿El qué?
De
verdad, ya estaba pensando que era un programa de cámara oculta. La ojos penetrantes cada vez me miraba
de peor manera y provocaba que mi paciencia se fuera agotando.
–El material de la zona de la nariz puede ser: aluminio, PVC,
vegano, reciclado…
–El que quieras, de verdad. Solo quiero un paquete de
mascarillas
–Sí, sí, pero somos expertos en encontrar la específica
para cada cliente. Las gomas de las orejas, ¿cómo las quiere? ¿Estándar,
algodón, sintéticas, extra largas, antirrozaduras…?
–Pues… estándar, la verdad.
–Perfecto. ¿De qué nacionalidad las quiere? ¿Portuguesas,
alemanas, españolas, chinas…?
Por qué
le haría caso a Elena, pensaba para mí. En las colonias es una crack; pero en
mascarillas, mejor no hacerle caso. Con mi paciencia llegando al límite, decido
ignorar todas las ganas de matar a la ojitos y contesto tranquilamente:
–Españolas.
–Muy bien.
Desaparece
y aparece en un abrir y cerrar de ojos con una caja de 50 mascarillas
“normalitas” made in Spain y azules.
–Son 20 euros.
Le
pago, cojo las mascarillas y, al cruzar la puerta, le digo adiós. Ella me
responde ”Hasta la próxima” y mi mirada es de…: Eso no pasará; la próxima vez,
la que esté de tarde seré yo.
Jezabel
Luguera©
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