sábado, 28 de noviembre de 2020

CALOR HUMANO

 


 

            Una mano gigante parecía tener agarrada la embarcación por la quilla y la agitaba desenfrenadamente, como empeñada en hacerla zozobrar. Sentían su poderoso músculo tirando de ella con fuerza cuando la proa se lanzaba olas abajo y se hundía aterradoramente en el abismo y parecía que no iba a reaparecer jamás. Los cuatro marineros se miraban en silencio, apretando sus espaldas contra la pared del exiguo habitáculo, y observaban al patrón que, con mano firme sobre el timón y las palancas de empuje de los motores, lanzaba la embarcación contra el infierno de espuma y maniobraba hábilmente en el último instante para que las potentes olas les atacaran por las amuras y no le hicieran perder el control. Y, como en monótona letanía, veían de nuevo la proa levantarse, parecer querer volcarse hacia atrás, cabalgar unos eternos segundos sobre la gigantesca cresta, temblar de babor a estribor, y de nuevo precipitarse en alocada carrera hacia el precipicio negro y amenazador. Miraban al patrón, buscando en su expresión la seguridad que a ellos les faltaba, temiendo ver en él algún gesto que presagiara un inminente desastre. “Hoy no es día para salir, patrón”, le habían dicho en el muelle. Pero el patrón hizo oídos sordos. “Estos cuatro tienen que comer, y mi familia también” –musitó para sus adentros–, “y llevamos ya demasiados días sin salir”. Y se hicieron a la mar. “Si el patrón dice que se sale, se sale. ¿Cuándo nos ha fallado el patrón?” Y aquel día, como tantos otros hubo, volvieron a puerto con las bodegas repletas de pescado. El patrón, un día más, había velado por el sustento de sus hombres y el de sus familias. Y durmió satisfecho.             

             Hace muchos años, alguien, no recuerdo quién, me regaló un libro de cuentos y leyendas de la Polinesia. Historias bonitas, cercanas a las experiencias de aquellos pueblos en tiempos no tan lejanos, pero en los que aún no existía el turismo y el inusual visitante extranjero que alguna vez pisaba aquellas pequeñas y alejadas islas era casi siempre un aventurero, cuyo fin no era el ocio sino conocer gentes nuevas y vivir experiencias distintas. Cuentos y leyendas que yo leía a mis hijos cuando eran pequeños, antes de dormirse, y que eran un contrapunto a las historias de cerdos laboriosos o niñas encapuchadas de rojo, siempre, unos y otras, temerosos del lobo feroz. De la mayoría de aquellos cuentos polinesios, ya me he olvidado. Pero había uno que a mis hijas les gustaba en particular y que tenía que repetir muy a menudo. Era de una niña de unos seis o siete años, Laia, a la que una mañana uno de esos viajeros de las lejanas tierras europeas, vio en la playa junto a una ballena varada sobre la arena. No es infrecuente en aquellas latitudes que algún año que otro uno de esos grandes cetáceos, por razones que se desconocen, quizás desorientados por alguna enfermedad, se acerque demasiado a la playa y allí, al bajar la marea, se quede atrapado sin poder volver al mar. La pequeña Laia, diminuta junto al enorme animal, recogía agua con un cubo y la echaba sobre el morro grandioso de la ballena en infructuoso e inútil esfuerzo por mantenerla húmeda, y le acariciaba la piel y le hablaba, en su lenguaje isleño que el viajero no entendía y, por supuesto, la ballena, menos aún. El viajero no entendía muy bien el sentido de aquella escena ni el empeño de la niña en seguir humedeciendo una porción ínfima de la piel de aquel gigantesco animal o el hablarle, ya que, aunque fuera tan joven, ya debía de saber que la ballena no podía entenderla, fuera lo que fuera lo que le estuviera contando. Así que el viajero, de vuelta al poblado, preguntó cuál era la razón. ¿De verdad no se daba cuenta Laia de que lo que hacía era totalmente inútil? Y lo que le contaron le dejó perplejo. La niña no tenía ninguna intención de salvar a la ballena, bien sabía ella que sería empresa descabellada e inútil. Y bien sabía Laia que la ballena no la entendía. La ballena se moría y eso no había nadie que lo pudiera remediar. Pero lo que sí podía hacer por ella es que no se sintiera sola. En ningún momento, le dijeron, se siente una persona más sola que cuando tiene que hacer ese viaje. Y Laia sabía, ella sabía, que la ballena sentía su compañía y no estaría sola.    

            Aquel día la mar parecía decidida a ganar la batalla, pero los hombres ya no temían. Los profundos surcos en sus caras eran jeroglíficos que hablaban de luchas vencidas, de desafíos gloriosos, de peligros sorteados, de penalidades siempre con la diosa Fortuna, y el patrón, velando por ellos. La ola traidora, gigantesca, les sorprendió de costado. El patrón trató de virar el timón apresuradamente para poner proa al peligro, pero la mar se cobró al fin su venganza, tantos años diferida. Con un gran estruendo, la embarcación se partió y desapareció en los abismos. Aturdido, desorientado, lanzado de un lado a otro como un corcho flotando en la inmensidad del bosque de olas y espuma, el patrón se mantenía a flote como podía y no veía a ninguno de sus cuatro marineros. La resignación iba haciendo presa en él, a medida que sentía cómo las fuerzas le abandonaban. Hacía ya tiempo que no notaba sus extremidades y se mantenía a flote por instinto, sin saber ya ni lo que hacía. Mirara hacia donde mirara, solamente mar embravecido, la amenaza negra bajo él y un cielo infinito, lejano, con miles de puntos brillantes que asistían, como mudos testigos, a su agonía. 

Como saliendo de la nada, inesperadamente, Martín, el más joven de sus cuatro hombres, apareció muy cerca de él enfundado en un chaleco salvavidas de color naranja. El muchacho se le acercó y lo agarró con fuerza contra sí, compartiendo juntos la precaria esperanza de la fuerza sustentadora del flotador. Y así pasaron horas interminables, y los dos hombres se sentían las dos personas más solas del mundo, y las más unidas. Y la mar acabó en calma, pero las fuerzas ya les habían abandonado. El   patrón se rindió y quiso soltarse del abrazo de Martín para dar a éste una mayor posibilidad de aguantar mientras él entregaba su cuerpo vencido al mar, pero Martín le agarró con las últimas fuerzas que le quedaban e impidió que lo abandonara. Y se oyó una sirena. Y creyeron que era un espejismo, un cruel juego del destino. Pero se oyó de nuevo la sirena, esta vez muy cerca, y elevaron la vista para ver la proa que se les acercaba y unos brazos haciéndoles señas desde la borda y lanzándoles gritos. 

            La puerta de la habitación número 43 de la residencia se abrió y una enfermera, enfundada en un mono de plástico blanco que la cubría de la cabeza a los pies, con guantes, mascarilla y pantalla, entró en la habitación del viejo patrón para llevarle su única compañía. El patrón se moría. Solo. Y lo sabía. Y no entendía que unos políticos desalmados le dejaran morir solo, con la única compañía de una jeringuilla de morfina. Y el hombre volvió a suplicar, como todos los días:

            –¿Hoy tampoco dejarán que venga Martín?

           

  José-Pedro Cladera Fontenla©

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