jueves, 29 de octubre de 2020

LA MASCARILLA

 



            La Ramona era una putilla. La más carilla del arrabal. Y nadie entendía por qué. Cierto que veinte o treinta años atrás había sido la más atractiva del colectivo arrabalero, con un cuerpo de infarto y una cara, si no guapa, resultona, pero había envejecido mal. La verdad es que ahora era fea de solemnidad. Su piel era un revoltijo de surcos profundos más propios de uno de esos aceituneros altivos de la copla que de una requeridora de amoríos espurios. Además, la rodeaba siempre un tufo a ajo que se extendía, como un aura, a un par de metros a su alrededor, mezclado con efluvios de sobaco cantón que al vulgo convencional mantenía apartado. Pero, incomprensiblemente, nada de todo eso era obstáculo para que siguiera siendo “la bien pagá”, manteniendo a su muy fiel y particular clientela, compuesta de elegantes y misteriosos individuos que acudían puntualmente a sus citas periódicas con aquel singular espécimen. Clientes degenerados –se barruntaba en los bares con mesas de mármol y ruidosas partidas de dominó– que debían estar demasiado acostumbrados y hartos de los domésticos perfumes y desodorantes conyugales, en busca de experiencias más primitivas, aburridos de las inexpertas con careto de Barbie y olor a floristería de barriada que no le llegaban a la suela del zapato a la decrépita aristócrata del putiferio en bruto.

Estas y otras teorías variopintas habían corrido desde hacía años por el arrabal para explicar el éxito de la Ramona sobre sus rivales, a las que sacaba veinte y hasta treinta años aquel esperpento feo, desaliñado y maloliente. Tíos raros habían existido  toda la vida, pero lo de la Ramona iba más allá de lo comprensible. Una de esas teorías, muy divulgada y generalmente aceptada, era su dominio de los idiomas. Nadie dominaba el francés como la políglota Ramona, con un enervante acento gutural con aromas de cazalla, con resonancias que evocaban paseos parisinos en tardes otoñales bajo los castaños de Indias de los Campos Elíseos. ¡Oh, el francés de la Ramona, oh la la…! Y qué decir del eco de los oráculos de Delfos, de la llamada del dios Erecteo, del tono ronco y profundo que parecía descolgarse por las colinas de la Acrópolis de Atenas cuando la Ramona desplegaba su dominio del griego, aunque con un deje de cueva de flamenco que le daba mucho juego. ¡Por los muslos de Atenea, qué gran don para los idiomas! ¡Cuán aficionadas todas frente a ella! ¡Qué musicalidad en sus acentos cubanos!

            Todo eso estaba muy bien, pero sabido es que la clientela se aburre hasta de lo más pintado y que, donde no hay cambio, acaba por marcharse en busca de nuevas emociones. Algo más tendría la Ramona que escapaba al entender de sus envidiosas rivales, cuya juventud y buen oler no conseguía mantener a sus clientes más allá de uno o dos meses, mientras la Ramona los conservaba por más años que pasaran. Aquella bruja malcarada y hedionda que mantenía fiel una clientela de gente bien, que llegaba con lujosos coches con los cristales tintados, algunos incluso con chófer, algo tendría más allá de su poliglotismo, con el que, al fin y al cabo, todas iban adquiriendo maestría. La Ramona vivía como lo que era: la reina del puterío. Si descubrieran su secreto, ellas, tan jóvenes, bellas y perfumadas, sin duda obtendrían también su envidiable posición económica. Pero la Ramona guardaba celosamente su secreto, no soltaba prenda y en su casa no entraba más que su santa madre, que la visitaba todos los domingos después de misa.

            Una mañana gélida de finales de febrero, con las primeras luces, un vecino notó que la puerta de la Ramona estaba entreabierta. La Ramona estaba en el suelo, con un agujero en la frente y sobre un gran charco de sangre. La casa estaba revuelta, pero la madre, que fue requerida para identificar lo que pudieran haberse llevado, sólo acertó a echar en falta unas treinta o cuarenta cintas de vídeo antiguas, en arcaicos formatos de VHS y Betamax, que tenía escondidas y que, en el lomo de las carcasas, llevaban sendas etiquetas con nombres de hombres que le sonaban bastante, porque de ellos habían hablado mucho, e incluso a veces aún hablaban, en los telediarios.

            Lo curioso fue que, aunque el asunto tardó una semana en salir en los medios de comunicación, desde el primer día, como por arte de magia, no volvió a aparecer por allí ninguno de aquellos lujosos coches negros con los cristales tintados.

 

José-Pedro Cladera Fontenla©

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