La Ramona era una putilla. La más carilla del arrabal. Y nadie
entendía por qué. Cierto que veinte o treinta años atrás había sido la más
atractiva del colectivo arrabalero, con un cuerpo de infarto y una cara, si no
guapa, resultona, pero había envejecido mal. La verdad es que ahora era fea de
solemnidad. Su piel era un revoltijo de surcos profundos más propios de uno de
esos aceituneros altivos de la copla que de una requeridora de amoríos
espurios. Además, la rodeaba siempre un tufo a ajo que se extendía, como un aura,
a un par de metros a su alrededor, mezclado con efluvios de sobaco cantón que
al vulgo convencional mantenía apartado. Pero, incomprensiblemente, nada de
todo eso era obstáculo para que siguiera siendo “la bien pagá”, manteniendo a
su muy fiel y particular clientela, compuesta de elegantes y misteriosos
individuos que acudían puntualmente a sus citas periódicas con aquel singular
espécimen. Clientes degenerados –se barruntaba en los bares con mesas de mármol
y ruidosas partidas de dominó– que debían estar demasiado acostumbrados y
hartos de los domésticos perfumes y desodorantes conyugales, en busca de
experiencias más primitivas, aburridos de las inexpertas con careto de Barbie y
olor a floristería de barriada que no le llegaban a la suela del zapato a la decrépita
aristócrata del putiferio en bruto.
Estas y otras teorías
variopintas habían corrido desde hacía años por el arrabal para explicar el
éxito de la Ramona sobre sus rivales, a las que sacaba veinte y hasta treinta
años aquel esperpento feo, desaliñado y maloliente. Tíos raros habían existido toda la vida, pero lo de la Ramona iba más
allá de lo comprensible. Una de esas teorías, muy divulgada y generalmente
aceptada, era su dominio de los idiomas. Nadie dominaba el francés como la políglota
Ramona, con un enervante acento gutural con aromas de cazalla, con resonancias
que evocaban paseos parisinos en tardes otoñales bajo los castaños de Indias de
los Campos Elíseos. ¡Oh, el francés de la Ramona, oh la la…! Y qué decir del
eco de los oráculos de Delfos, de la llamada del dios Erecteo, del tono ronco y
profundo que parecía descolgarse por las colinas de la Acrópolis de Atenas
cuando la Ramona desplegaba su dominio del griego, aunque con un deje de cueva
de flamenco que le daba mucho juego. ¡Por los muslos de Atenea, qué gran don
para los idiomas! ¡Cuán aficionadas todas frente a ella! ¡Qué musicalidad en
sus acentos cubanos!
Todo
eso estaba muy bien, pero sabido es que la clientela se aburre hasta de lo más
pintado y que, donde no hay cambio, acaba por marcharse en busca de nuevas
emociones. Algo más tendría la Ramona que escapaba al entender de sus
envidiosas rivales, cuya juventud y buen oler no conseguía mantener a sus
clientes más allá de uno o dos meses, mientras la Ramona los conservaba por más
años que pasaran. Aquella bruja malcarada y hedionda que mantenía fiel una
clientela de gente bien, que llegaba con lujosos coches con los cristales
tintados, algunos incluso con chófer, algo tendría más allá de su poliglotismo,
con el que, al fin y al cabo, todas iban adquiriendo maestría. La Ramona vivía
como lo que era: la reina del puterío. Si descubrieran su secreto, ellas, tan jóvenes,
bellas y perfumadas, sin duda obtendrían también su envidiable posición
económica. Pero la Ramona guardaba celosamente su secreto, no soltaba prenda y en
su casa no entraba más que su santa madre, que la visitaba todos los domingos
después de misa.
Una
mañana gélida de finales de febrero, con las primeras luces, un vecino notó que
la puerta de la Ramona estaba entreabierta. La Ramona estaba en el suelo, con
un agujero en la frente y sobre un gran charco de sangre. La casa estaba
revuelta, pero la madre, que fue requerida para identificar lo que pudieran
haberse llevado, sólo acertó a echar en falta unas treinta o cuarenta cintas de
vídeo antiguas, en arcaicos formatos de VHS y Betamax, que tenía escondidas y
que, en el lomo de las carcasas, llevaban sendas etiquetas con nombres de
hombres que le sonaban bastante, porque de ellos habían hablado mucho, e
incluso a veces aún hablaban, en los telediarios.
Lo
curioso fue que, aunque el asunto tardó una semana en salir en los medios de
comunicación, desde el primer día, como por arte de magia, no volvió a aparecer
por allí ninguno de aquellos lujosos coches negros con los cristales tintados.
José-Pedro Cladera Fontenla©
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