sábado, 28 de noviembre de 2020

EL TERMÓMETRO

 



            Cada quincena, acudo al supermercado Lupa. Las gotas de gel me refrescan las manos. Me pongo los guantes e intento abrir la primera bolsa: froto y froto, fri-fri-fri, plástico contra plástico. Los nervios van bajando el mercurio, anhelo avistar a una reponedora. Nada. Sigo como una posesa. Por fin, libero mi mano izquierda del guante.  Tampoco. Mojo el dedo índice en la saliva tibia, por debajo de la mascarilla y... ¡eureka!, los fri-fri-fri y mis puffs... desaparecen. Habré tardado una media hora en empaquetar la fruta. Las piernas están medio entumecidas, las manos no dejan de temblar. Me pellizco los pómulos; parece que una insegura sonrisa acude a mí. ¿Será porque el embriagador zumo –recién exprimido– me templa el ánima y el cuerpo?

            Me dirijo a la pescadería. Azucena me conoce y me muestra una corvina adquirida por la mañana. De perdidos, al agua, y le pido también unos gambones –me digo que no habrá más extras; seré más espartana–. Ella muestra unos ojos cansados.  Lleva dos mascarillas, dos pares de guantes para evitar la congelación de los dedos por el efecto del hielo granizado, y katiuskas para guarecer los pies de los chorros del agua. Se desviste del overall amarillo y, con el adiós, se apresura a la cafetería a calentarse las entrañas.

            Me recibe Jorge, el carnicero. “¿Qué va a ser, hija?” y, ante mi reprimida carcajada, se pone a picar la carne. Sabe lo rarita que soy. Le pido también, como siempre, una pechuga fileteada de pollo. Hoy, paso del entrecot. El termómetro asciende según rumio su saludo. “¡Isabel, no pienses que todo el monte es orégano!”, me increpa mi mente.

            Coloco, en el carro, leche desnatada de los valles cántabros. Me dirijo hacia los lácteos y, en la bolsa termo, coloco el Danacol, yogures de frutos rojos y tarros de arroz con leche de La bien aparecida. No siento el frío, pues estoy enfrascada en la competición contra Arguiñano: en la elaboración de un arroz tan exquisito; en preparar una menestra trajinada: verdura tras verdura; y hechas, al horno, unas berenjenas rellenas de carne picada y cubiertas de rodajas de tomate.  Soy la ganadora en esta lid.

            Camino pletórica: el mercurio bien rondará los 37º C. Entre los  aceites, elijo la marca Carbonell porque es de producción sostenible, resultado del trabajo de pocas familias –quizá el grado a que se eleva mi temperatura se deba a un falso ecologismo...–. Nunca llevo una lista de  la compra, ya que sé que el 2x1 no entra en mi despensa y además, desde siempre, he ejercitado así la memoria: Mr. Propper me sonríe.

            Llego donde mis amigas las cajeras. Con toda su paciencia, evitan que me ponga nerviosa: el sustantivo abuela es omitido –verdad contra el pintoresco sintagma hija–.  Me ayudan a ordenar los productos en las bolsas sufridas, y a colocarlas en el carro. Lo empujo, con todo mi calor interior y mi brío externo, al coche. La canícula me asfixia, pero, estoicamente, voy  colocando las compras. Siento un sudor caliente en el guante.  Cierro la puerta del portaequipaje, con un golpe rápido, cuando siento una mano en el hombro: ante mí, aparece una bruja desdentada, con el pelo sin teñir durante toda la cuarentena, es todo greñas, en un vestido ajado y, sin más, le espeto: ¡no, no, por favor,  no me…! Un señor me pide el carro, la aparición se aparta.

            Las suelas de las sandalias, ardientes por la acción del alquitrán por debajo y heladas por la acción de  mis pies congelados por arriba, hacen crujir: kris, kris, kris... los cristales del termómetro.

 

                                                                       Isabel Bascaran

San Vicente de la Barquera, a 15 de noviembre de 2020   

 

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