(Basado en
hechos reales)
Anochecía en la aldea de las montañas azules. La luna llena brillaba con
intensidad y los lobos aullaban, ávidos de carne fresca, de algún animal que
rondaba por la zona.
Se apreciaba la luz, que traspasaba los cristales de dos viviendas. Una
de ellas pertenecía a una familia que ostentaba el poder económico y social, ya
que eran dueños de empresas textiles, y en la casona grande, alejada del
pueblo, habitaban los indianos, empresarios de la industria maderera en México.
Eran unas horas de mucha angustia. Ambas familias esperaban con ansiedad
la llegada de un nuevo miembro.
A la misma hora, nacieron las dos niñas, ambas de pelo rubio y rizado, y
con una expresión de felicidad que nada hacía presagiar ulteriores acontecimientos
que serían titulares de periódicos de ámbito regional y nacional.
Pasaron los años y María fue internada en un colegio para completar su
educación, mientras que Alexandra –“la indiana”, como era conocida–, al tener
una salud muy delicada debido a unas alergias de origen desconocido y para las que
no encontraban remedio alguno, desarrollaba toda su educación en casa, rodeada
de diversos profesores y varias enfermeras que le hacían un seguimiento y le
procuraban alivio cuando tenía alguna crisis. Era muy inteligente, y su mayor
deseo era estudiar medicina y posteriormente dedicarse a la investigación.
Los padres de María orientaban a su hija para que estudiara Ingeniería
Textil, para hacerse cargo de las empresas, aunque ella mostró su disconformidad.
Su mundo era la docencia y para ello se quería preparar.
La madre de Alexandra, Adela, siempre estaba pendiente de María. Quería
saber de sus movimientos, sus estudios, sus novios, sus viajes y sus amistades,
y para ello contaba con una red de cotillas, bien pagadas, para obtener
cualquier información. Era odio lo que sentía hacia ella, la culpaba de la
delicada salud de su hija. Le llegó la noticia del anuncio de la boda de María
con un joven muy del gusto de su familia, pues era un recién licenciado en
Ingeniería Textil. Nada más conoció la noticia, estalló en cólera y maldijo a
María, una y otra vez. Tuvo una crisis de ansiedad y tuvieron que administrarle
un tranquilizante en vena para sosegarla.
Llegó el gran día. La iglesia grande estaba engalanada con flores verdes
y blancas. Los invitados esperaban la entrada de la novia, que llegó feliz, del
brazo de su orgulloso padre. La ceremonia se desarrolló con normalidad. Todo el
pueblo estaba expectante, esperando la salida de los novios. En una esquina,
agazapada, se encontraba Adela. Sus ojos estaban enrojecidos por la ira que
sentía, se mostraba inquieta. La gente más próxima empezó a dispersarse,
sentían un miedo inexplicable al ver el comportamiento de la mujer.
¡Por fin, la tan esperada salida de los novios! Les aplaudieron y, a
medida que avanzaban, les arrojaban pétalos de flores, de muchos colores; algunos
de ellos se posaron sobre el pelo y el vestido de María, proyectando color y
alegría.
Alguien llamó a María y esta se asustó por el tono de voz, tan
amenazante, y sin darle tiempo a reaccionar, Adela le cortó el pasó y,
señalándola con el dedo, le lanzó la siguiente maldición: dentro de unas horas,
la felicidad desaparecería de su vida, pues solo vería nubes muy negras.
María, temblando, logró entrar en el coche, que la llevaría hasta el
parador donde se celebraría la cena junto con los invitados. Se retiraron al
hotel a altas horas de la madrugada. Estaba muy cansada y con una expresión de
tristeza y temor por lo acontecido.
Al día siguiente, se levantó y fue a darse una ducha y a prepararse para
una comida familiar, antes de emprender el
viaje programado a Madeira. Luis, su marido, escuchó un grito
desgarrador y acudió en su ayuda. La encontró en el suelo, tocándose los ojos y
gritando con desesperación que no podía ver nada, que estaba ciega, que todo
era negro. Luis trataba de calmarla, pero María se tocaba los ojos una y otra
vez y empezó a llorar desconsoladamente.
La noticia de la ceguera corrió como la pólvora. Todos murmuraban que la
indiana le había echado un mal de ojo por el odio inexplicable que sentía hacia
ella.
María empezó un peregrinaje por los oftalmólogos más afamados del país:
en Oviedo, los Vega; en Barcelona, Barraquer; y todos coincidían en que su
ceguera era irreversible: carecía de retina y no encontraban explicación alguna
y, por lo tanto, descartaban cualquier tipo de intervención.
Pasaron tres años y, una tarde de agosto, llamaron al timbre. Al abrir
la puerta, allí se encontraba una señora –Adelaida, dijo llamarse–, que deseaba
hablar con ella sobre su ceguera: conocía el remedio para deshacer el mal de
ojo de la indiana.
María invitó a Adelaida a entrar y se sentaron en una sala pequeña,
anexa al jardín. Estaba muy nerviosa e impaciente, a la vez que asustada.
Adelaida se dedicaba a recolectar hierbas y preparaba remedios a quien
los solicitara, para curar sus males. Acudían a ella gentes de muchos lugares,
dada su fama de bruja buena. Sus sanaciones eran de sobra conocidas y
reconocidas.
Le habló de forma breve y concisa, recomendándole que el próximo domingo
acudiera a la iglesia, donde se había casado, a misa de doce y que, cuando
saliera, se lavara los ojos con agua bendita. Se levantó, se despidió y marchó
apresuradamente, sin esperar a las preguntas que con ansiedad deseaba hacerle
María.
Cuando llegó su marido, le explicó la visita que había tenido y lo que
le había sugerido que debía hacer. El marido la miraba escéptico, sin saber qué
decir. Él no creía en cosas de brujas, pero le prometió acompañarla a la misa,
pues no tenían nada que perder y debían intentarlo todo, incluso realizar
ese extraño ritual.
Llegado el tan ansiado y temeroso día, se encaminaron a la misa de doce.
María era un manojo de nervios; sus piernas le temblaban tanto que le
dificultaban su estabilidad al caminar, por lo que su marido la tuvo que
agarrar con firmeza.
Al salir, María cumplió con lo ordenado por la bruja: se lavó los ojos
con el agua bendita y se aferró a su marido hasta llegar a la salida de la
iglesia. Nada más atravesar la puerta, el sol la deslumbró y, tocándose los ojos,
emitió un sonoro grito y se desmayó.
Adela, la indiana, fue encontrada
muerta en su habitación. Según rumores, en su apretada mano izquierda, tenía
una foto de María, de niña, a la que le faltaban los ojos.
Nieves Reigadas©
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