La gran noticia llegó
detrás de los escritorios, en los laboratorios repletos de tubos de ensayo, en
el corazón de las grandes empresas farmacéuticas.
El pueblo se levantaba
en una cima montañosa, muy cerca de la Sierra de Grazalema. Cuarenta
habitantes, no más, completaban el bucólico lugar.
Justino “El Brujo”
miraba las nubes bailar con pasos rápidos y agitados entre negros grisáceos.
Arriba, en la montaña, el viento era gélido y silbaba como entonando un
nocturno de Chopin, o eso creía él.
Las ovejas se movían
nerviosas, temiendo la implacable lluvia torrencial que se avecinaba. El olor
de la hierba emitía una fragancia salvaje. La tierra lloraba a sabiendas de que
la iban a arrastrar sin piedad.
Bajando por los prados,
nerviosamente, a todo correr, llegó a su casa blanca andaluza. Antes de entrar,
encerró a las ovejas en el corral, lleno de paja seca y limpia. Eran su tesoro,
todo lo que poseía.
Luego, cruzó la tosca
puerta de madera de su hogar y, al cerrarla tras de sí, se iluminó el cielo con
un resplandor que cegaba toda visión sobre un horizonte inexistente. Casi de
inmediato, un par de segundos después, el sonido del trueno chocó con ruido estentóreo en el interior de
la destartalada morada. María lo miró atemorizada, temblando. Los segundos
pasaban y seguía allí aquella electricidad chispeante, con temor, con miedo a
abrir los ojos
Justino la abrazó. De
repente, una silueta negra se desplomó con gran estruendo, clavos y cascotes
cayendo sobre el tejado y la pared norte que daba al río. Era la lluvia, que
azotaba sin piedad sobre las humildes casas de los pastores y que, en
complicidad con el viento, no tardaría en arrancar contraventanas y cobertizos.
Así era el duro invierno y la gran pobreza que envolvía la vida de todos sus
habitantes.
Pasaron unos días y,
mientras reparaban todos los desperfectos ocasionados por la terrible tormenta,
Manuel, el pastor de la vivienda vecina, cayó muy enfermo, hasta tal punto que
tuvieron que ingresarlo en el hospital de Cádiz.
Cansancio acumulado, vejez
prematura, dijo el médico. Le recetó unas pastillas, a sabiendas de que no se
las iba a tomar. Al cabo de una semana, estaba de vuelta en el pueblo.
Nadie podía vaticinar
el delirio que iban a sufrir los días siguientes.
La gente empezó a
enfermar. La fiebre subía con intención de reventar el mercurio. La tos y los
vómitos eran constantes. María, la mujer de Justino, fue de las más afectadas.
El Brujo supo enseguida
que su amigo había contraído en el hospital esa enfermedad de la que hablaban
sin parar en la televisión y la radio.
Sin pensarlo un segundo
más, y viendo que su mujer moriría al igual que el resto, supo que tenía que
hacer algo o toda su gente desaparecería.
Se puso manos a la obra
y se encerró en su cuarto, donde preparaba sus pócimas, ungüentos y brebajes.
Su fama había cruzado llanuras, bosques, pueblos y ciudades cercanas. Tenía un
don para la curación, de ahí el sobrenombre de “El Brujo”.
En un caldero de cobre
rosado, introdujo sustancias que tenía almacenadas en tarros de cristal:
aguardiente, mejorana, equinácea, sal, brotes de hinojo, caléndula, miel,
lavanda, ajo, limón, mucho limón, y algún componente secreto que jamás reveló.
Lo llenó hasta arriba de agua de lluvia y lo llevó a la lumbre, donde crepitaba
un alegre fuego de leña. Lo dejó hirviendo toda la noche, vigilando en todo momento,
hasta que se apagaron sus brasas.
Al día siguiente,
empezó a introducir con una jeringa el preciado líquido en la boca de cada
enfermo. No hizo falta que pasaran días, ya que, al cabo de veinticuatro horas
exactas, la fiebre había desaparecido, la tos era inexistente y la temible
enfermedad era un reflejo del pasado. El color rosado de sus caras lo decía
todo. Habían sanado.
Justino, “El Brujo”, el
pastor, había hallado la vacuna contra el coronavirus.
No sabía de química, ni
siquiera leer o escribir, sólo el amor hacia las personas queridas había sido
más fuerte que todo el dinero empleado por las multinacionales farmacéuticas,
forradas, y alguna de ellas con engaños y sufrimientos.
Su pueblo ya no pasó
más penalidades. No hubo más hambre y los dientes dejaron de caerse; ya no más
aparentar setenta años con apenas cuarenta.
“El Brujo” recibió
mucho dinero. Mirando el cheque, intentó recuperar el equilibrio. Sabía
perfectamente qué hacer con él.
Reunió en la plaza del
pueblo a todos los vecinos y les dijo que aquella fortuna se iba a repartir a
partes iguales entre todos. La amistad era el don más preciado, así se lo
habían enseñado sus padres y sus abuelos, y estos lo habían heredado de los
suyos. La amistad no puede desencantar; esa es la temible palabra, porque si
llega el desencanto, irremediablemente se pierde la amistad.
Ahora sí podría poner
sus discos de vinilo siempre que le viniera en gana, y oír a aquel señor de nombre impronunciable
tocar al piano el Estudio Revolucionario de Chopin. Aquel señor enorme, calvo,
con manos gigantescas y corazón más grande aún, que se llamaba… –¿cómo era? Impronunciable,
siempre se le trababa la lengua. Bueno, más o menos:– Sviatoslav Richter.
Francis Cortés Pahissa©
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