–Pssst, dicen que esta noche ha vuelto a ocurrir.
–¿Otra vez? En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu
Santo.
–Sí. A la hija de Julia, la panadera. Y al hijo mayor de
Santiago, el pescador.
–¡Jesús, María y José, protegednos del Maligno!
–Shhh, hablad más bajo. Padre nuestro, que estás en los
cielos…
La pequeña isla de El
Hierro fue conocida durante siglos como “la isla del fin del mundo”. Es el
pedazo de tierra más recóndito y más alejado desde cualquier lugar de la España
peninsular, la más occidental de las islas del archipiélago canario. Paisajes
abruptos, retorcidos parajes volcánicos y lugares escondidos entre espesos
bosques de laurisilva y sabinas canarias, árboles centenarios cuyos troncos,
bajo el embate inmisericorde de los vientos alisios, se retuercen y se doblegan
hasta que las copas llegan a tocar el
suelo; vientos que vienen cargados de humedad del Atlántico y que forman sobre
sus bosques una capa de nubes a nivel del suelo, allí conocida como “mar de
nubes”: una espesa niebla que sumerge al viajero en un fantasmagórico escenario
de formas imprecisas. Entre estos lugares, destaca el que los isleños han
llamado, desde tiempos inmemoriales, el “Bailadero de las brujas”, paraje hoy
de difícil acceso y hasta hace poco, casi inaccesible.
Unos cuatrocientos años
atrás, hasta este lugar dio en llegar un puñado de brujas huyendo de la hoguera
inquisitorial, cuyas innumerables vicisitudes y peligros en su larguísimo
peregrinar se vieron, para su sorpresa, sobradamente recompensados por haber
dado con el mejor escondite con el que hubieran podido soñar: el fin del mundo,
donde ni el largo brazo de la Inquisición daría con ellas. Y allí se
establecieron, sigilosamente, desaparecidas de la faz de la Tierra, reuniéndose
únicamente en las noches en que el mar de nubes las envolvía como manta
protectora; noches siempre con luna llena, cuya luz apenas se filtraba a través
de la niebla; en que los vientos alisios silbaban entre los árboles y arbustos
y sonaban como aullidos de animales salvajes; en que los lugareños se
encerraban, atemorizados, en sus casas y hablaban en voz baja de las cosas
terribles que a veces sucedían en la isla en esas noches. Y allí, el puñado de
brujas proscritas cultivó su odio hacia la sociedad que las había así
perseguido, torturado y casi aniquilado y desarrolló su diabólico plan de
venganza. Éste pasaba, ineludiblemente, por asegurar que su pequeña comunidad,
compuesta exclusivamente por mujeres, creciera y se multiplicara a través de
sucesivas generaciones, perdurando hasta que llegara el momento oportuno para
lanzar su furia vengativa contra la tierra maldita en un apocalíptico holocausto
final.
Para ello, para ir pudriendo,
lenta pero inexorablemente, al pueblo que las había obligado a su terrible
exilio en espera del momento oportuno para la hecatombe última, y al mismo
tiempo asegurar el nacimiento de sucesivas generaciones de brujas, invocaron a
las dos clases más temibles de demonios sexuales, que ya su especie conocía
desde tiempos ancestrales: los íncubos y los súcubos.
Los íncubos –del latín incubare: yacer encima alguien; es
decir, los machos– son demonios que adoptan la forma de jóvenes apuestos,
bellos, que aparecen inesperadamente sobre las doncellas mientras duermen, las
seducen, las fecundan y luego, encintas, dan a luz a seres monstruosos que van
propagando su repugnante simiente por el mundo, pudriéndolo desde dentro.
Por el contrario, los
súcubos –del latín succubare: yacer
debajo de alguien; es decir, las hembras– son diablos que adoptan la forma de mujeres
hermosas y sensuales, que aparecen también en los lechos de varones jóvenes y
sanos, les seducen y, con sus vaginas dentadas, les arrancan sus miembros
viriles y les roban su simiente, la cual utilizaban después para fecundar a las
brujas en edad fértil. Cuando éstas finalmente daban a luz, si era una hembra, celebraban
la adición de la recién llegada a la comunidad; si era un varón, lo despedazaban
inmediatamente y lo echaban al caldero, con alubias, alas de murciélago, patas
de araña, piel de serpiente, ojos de sapo y mandrágora, receta ancestral que apuraban
con feroz apetito, pues les confería una mayor longevidad.
De tal guisa consiguieron
aquellas brujas sobrevivir, generación tras generación, siglo tras siglo, a la
espera del momento final en que su venganza haría temblar a los pueblos con un
sinfín de calamidades. Momento final que exigiría la autoinmolación de toda la
comunidad y generaría la necesaria explosión de energía para su infernal
cometido. El Maligno rompería entonces los cuatro primeros de los siete sellos
del pergamino y surgirían los cuatro jinetes satánicos del Apocalipsis, que
culminarían el pavoroso y despiadado plan de muerte y destrucción.
El día señalado había
llegado. Finalmente, en noche de luna llena, con todas las conjunciones
astrales, oposiciones, trígonos y cuadraturas anunciando inequívocamente que había llegado el esperado
momento, convocaron el gran aquelarre final. El claro del bosque aparecía
bañado por la tenue luz plateada de la luna, difuminada por la espesa niebla
que se aferraba al suelo. Los mil aullidos y gemidos que los alisios simulaban
al arremeter contra árboles y arbustos componían una sinfonía fantasmal. Toda
la zona era una gigantesca pira laboriosamente dispuesta como una siniestra
alfombra y lista para ser prendida. Sobre ella, las brujas, dispuestas en tres
círculos concéntricos, las viejas en el más interior y las jóvenes en el más
exterior. Cada una de ellas sujetaba en su mano derecha, extendida hacia el
cielo, una antorcha encendida. Todas habían comido y bebido pócimas y brebajes
cuidadosamente elaborados para este momento final y se hallaban en estado de
trance. Cantos, invocaciones, conjuros y sortilegios se mezclaban con los
ruidos del bosque, en singular y espectral letanía. La más vieja de la
comunidad lanzó un grito agudo y penetrante que, por más que esperado, heló la
sangre de todas y, al unísono, los tres círculos de antorchas cayeron sobre el
lecho de la gigantesca hoguera. Las llamas se elevaron rápidamente en la negra
noche, preñadas de figuras que se retorcían y saltaban en desorden entre
terribles gritos de dolor. En el clímax del tormento autoinfligido, sobre el
crepitar de las llamas y los alaridos del suplicio, se elevaron los cuatro
jinetes satánicos del Apocalipsis, a lomos de caballos alados, ninguno de ellos
blanco, que relinchaban y bufaban ferozmente y dejaban tras de sí un fuerte
olor a azufre, y que emprendieron su alar cabalgada hacia el norte en pos de la
tierra donde debían culminar su destino de hambruna, odios, plagas y
destrucción. Las caras de los jinetes eran las cuatro caras del Anticristo. En
ristre, sendas guadañas, y en sus estandartes, escritos con sangre, sus
respectivos nombres: Pedro, Pablo, Fernando y Salvador.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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