miércoles, 30 de diciembre de 2020

BRUJAS

 



 

–Pssst, dicen que esta noche ha vuelto a ocurrir.

–¿Otra vez? En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu Santo.

–Sí. A la hija de Julia, la panadera. Y al hijo mayor de Santiago, el pescador.

–¡Jesús, María y José, protegednos del Maligno!

–Shhh, hablad más bajo. Padre nuestro, que estás en los cielos…

 

La pequeña isla de El Hierro fue conocida durante siglos como “la isla del fin del mundo”. Es el pedazo de tierra más recóndito y más alejado desde cualquier lugar de la España peninsular, la más occidental de las islas del archipiélago canario. Paisajes abruptos, retorcidos parajes volcánicos y lugares escondidos entre espesos bosques de laurisilva y sabinas canarias, árboles centenarios cuyos troncos, bajo el embate inmisericorde de los vientos alisios, se retuercen y se doblegan hasta que las copas  llegan a tocar el suelo; vientos que vienen cargados de humedad del Atlántico y que forman sobre sus bosques una capa de nubes a nivel del suelo, allí conocida como “mar de nubes”: una espesa niebla que sumerge al viajero en un fantasmagórico escenario de formas imprecisas. Entre estos lugares, destaca el que los isleños han llamado, desde tiempos inmemoriales, el “Bailadero de las brujas”, paraje hoy de difícil acceso y hasta hace poco, casi inaccesible.

Unos cuatrocientos años atrás, hasta este lugar dio en llegar un puñado de brujas huyendo de la hoguera inquisitorial, cuyas innumerables vicisitudes y peligros en su larguísimo peregrinar se vieron, para su sorpresa, sobradamente recompensados por haber dado con el mejor escondite con el que hubieran podido soñar: el fin del mundo, donde ni el largo brazo de la Inquisición daría con ellas. Y allí se establecieron, sigilosamente, desaparecidas de la faz de la Tierra, reuniéndose únicamente en las noches en que el mar de nubes las envolvía como manta protectora; noches siempre con luna llena, cuya luz apenas se filtraba a través de la niebla; en que los vientos alisios silbaban entre los árboles y arbustos y sonaban como aullidos de animales salvajes; en que los lugareños se encerraban, atemorizados, en sus casas y hablaban en voz baja de las cosas terribles que a veces sucedían en la isla en esas noches. Y allí, el puñado de brujas proscritas cultivó su odio hacia la sociedad que las había así perseguido, torturado y casi aniquilado y desarrolló su diabólico plan de venganza. Éste pasaba, ineludiblemente, por asegurar que su pequeña comunidad, compuesta exclusivamente por mujeres, creciera y se multiplicara a través de sucesivas generaciones, perdurando hasta que llegara el momento oportuno para lanzar su furia vengativa contra la tierra maldita en un apocalíptico holocausto final.   

Para ello, para ir pudriendo, lenta pero inexorablemente, al pueblo que las había obligado a su terrible exilio en espera del momento oportuno para la hecatombe última, y al mismo tiempo asegurar el nacimiento de sucesivas generaciones de brujas, invocaron a las dos clases más temibles de demonios sexuales, que ya su especie conocía desde tiempos ancestrales: los íncubos y los súcubos.

Los íncubos –del latín incubare: yacer encima alguien; es decir, los machos– son demonios que adoptan la forma de jóvenes apuestos, bellos, que aparecen inesperadamente sobre las doncellas mientras duermen, las seducen, las fecundan y luego, encintas, dan a luz a seres monstruosos que van propagando su repugnante simiente por el mundo, pudriéndolo desde dentro.

Por el contrario, los súcubos –del latín succubare: yacer debajo de alguien; es decir, las hembras– son diablos que adoptan la forma de mujeres hermosas y sensuales, que aparecen también en los lechos de varones jóvenes y sanos, les seducen y, con sus vaginas dentadas, les arrancan sus miembros viriles y les roban su simiente, la cual utilizaban después para fecundar a las brujas en edad fértil. Cuando éstas finalmente daban a luz, si era una hembra, celebraban la adición de la recién llegada a la comunidad; si era un varón, lo despedazaban inmediatamente y lo echaban al caldero, con alubias, alas de murciélago, patas de araña, piel de serpiente, ojos de sapo y mandrágora, receta ancestral que apuraban con feroz apetito, pues les confería una mayor longevidad.    

De tal guisa consiguieron aquellas brujas sobrevivir, generación tras generación, siglo tras siglo, a la espera del momento final en que su venganza haría temblar a los pueblos con un sinfín de calamidades. Momento final que exigiría la autoinmolación de toda la comunidad y generaría la necesaria explosión de energía para su infernal cometido. El Maligno rompería entonces los cuatro primeros de los siete sellos del pergamino y surgirían los cuatro jinetes satánicos del Apocalipsis, que culminarían el pavoroso y despiadado plan de muerte y destrucción.

El día señalado había llegado. Finalmente, en noche de luna llena, con todas las conjunciones astrales, oposiciones, trígonos y cuadraturas anunciando  inequívocamente que había llegado el esperado momento, convocaron el gran aquelarre final. El claro del bosque aparecía bañado por la tenue luz plateada de la luna, difuminada por la espesa niebla que se aferraba al suelo. Los mil aullidos y gemidos que los alisios simulaban al arremeter contra árboles y arbustos componían una sinfonía fantasmal. Toda la zona era una gigantesca pira laboriosamente dispuesta como una siniestra alfombra y lista para ser prendida. Sobre ella, las brujas, dispuestas en tres círculos concéntricos, las viejas en el más interior y las jóvenes en el más exterior. Cada una de ellas sujetaba en su mano derecha, extendida hacia el cielo, una antorcha encendida. Todas habían comido y bebido pócimas y brebajes cuidadosamente elaborados para este momento final y se hallaban en estado de trance. Cantos, invocaciones, conjuros y sortilegios se mezclaban con los ruidos del bosque, en singular y espectral letanía. La más vieja de la comunidad lanzó un grito agudo y penetrante que, por más que esperado, heló la sangre de todas y, al unísono, los tres círculos de antorchas cayeron sobre el lecho de la gigantesca hoguera. Las llamas se elevaron rápidamente en la negra noche, preñadas de figuras que se retorcían y saltaban en desorden entre terribles gritos de dolor. En el clímax del tormento autoinfligido, sobre el crepitar de las llamas y los alaridos del suplicio, se elevaron los cuatro jinetes satánicos del Apocalipsis, a lomos de caballos alados, ninguno de ellos blanco, que relinchaban y bufaban ferozmente y dejaban tras de sí un fuerte olor a azufre, y que emprendieron su alar cabalgada hacia el norte en pos de la tierra donde debían culminar su destino de hambruna, odios, plagas y destrucción. Las caras de los jinetes eran las cuatro caras del Anticristo. En ristre, sendas guadañas, y en sus estandartes, escritos con sangre, sus respectivos nombres: Pedro, Pablo, Fernando y Salvador.

 

José-Pedro Cladera Fontenla©      

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