miércoles, 30 de diciembre de 2020

JOYCE, LA BRUJA

 



 

            La Inquisición del año 2000 alteró el buen hacer de Andrea y pretendió variar el temario de inglés. El ministro de la iglesia Evangelista de la ciudad envió una misiva a la señorita, amenazándola con acudir a la Inspección de Enseñanza si no cejaba en su empeño de maleducar al alumnado con el cuento Megan The Witch.

            El equipo directivo llamó a Torquemada, que se presentó ufano. Oída, con paciencia, su perorata, los educadores le mostraron la pila bautismal situada en la biblioteca y el hinojo lleno de agua bendita, que se usaría para liberar, de todo exorcismo, la cultura... No sólo bautizarían el cuento Megan The Witch, sino todos los libros clásicos –infantiles  y juveniles–; había cientos sobre la mesa-cadalso. El religioso, con los ojos cada vez más abiertos y la voz chillona, fue rescatando de la gran pila, sentenciada ora Matilda, ora Blancanieves, ora La Navidad es un poema. Al llegar a los tomos de Harry Potter, temblando como una hoja y articulando un Noooooo agónico, el inquisidor se hincó de rodillas y clamó clemencia: había convertido en herejía todo libro ajeno a su  Sagrada palabra.  El equipo directivo, cruzando miradas despiadadas, a la vez que sarcásticas, lo dejó penitente: tenía que padecer por la tristeza y el agravio causados a la señorita Andrea. 

            En la biblioteca, reinaba el silencio. Todos los cuentos ocupaban su lugar, no había ninguna señal de la pila y del hinojo; sólo, desparramados aquí y allí, los trozos lamidos y triturados de una carta.

            Unos cuantos años antes de la llegada del coronavirus, llegó desde Bridgnorth una maletita que contenía una preciosa brujita hecha a mano, regalo de su hermano Peter, a la que Andrea llamó Joyce y colocó, de pie, en una estantería lacada en blanco. La blancura de la habitación, desde la de las paredes, la forja de las camas y la del resto del mobiliario, fue rota por el colorido de Joyce: su melena ondulada, de azabache, cubierta de puntillas negras alrededor del sombrero cónico, resaltaba tanto su cara de porcelana de Wedgewood como los labios de carmín. Un vestido de corte gipsy, de flores rojas sobre  fondo negro, le llegaba con sus picos a la rodilla. Llevaba unos panties fashion y sus pies mostraban unos botines también negros. Andrea la saludaba con asiduidad: para regar las plantas del balconcito, para dejar los cristales como los chorros del oro, para, valiéndose de un plumero, dejar sin copitos de nieve a Joyce y al espejo.

¿Y aquellas perlas que humedecían las mejillas de Joyce...?

Andrea, en el intervalo de la serie The Big Bang Theory, se fija en el armario de Barbie. Ladeado, abierto, mirando hacia Joyce, coloca la nueva adquisición del Toys RUs.   Le coloca, en la mano derecha, el espejito de mango de oropel –le hubiera gustado que fuera de oro, como el peine que usaba la Dama de Amboto– y de envés nacarado y bordado con hilos cerúleos. En la mano izquierda, sujeta un cepillito similar al espejito, sólo que sus hebras son sedosas y nanométricas de diámetro. Ah, sí: la escobita, de esquejes de madera, naturales, se la coloca en el corpiño carmesí; así realza, aún más, su silueta.

Andrea quiere experimentar antes de que lleguen sus nietos, en el verano de 2018.  Con papel de charol dorado, empapela la pared donde se sostiene el espejo. A las nueve de la mañana, libera los rayos de sol que ansían por entrar y todos se precipitan hacia el espejo, todos se reflejan e iluminan a Joyce... Ahora sí, por la energía que recibe y el resplandor celeste, la brujita Joyce levita, moviéndose constantemente: es un espectáculo de luz, imágenes y suspiros triunfadores.

 

                                                                               Isabel Bascaran Garechana©

 San Vicente de la Barquera, a 24 de diciembre de 2020

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