La Inquisición del año 2000 alteró
el buen hacer de Andrea y pretendió variar el temario de inglés. El ministro de
la iglesia Evangelista de la ciudad envió una misiva a la señorita,
amenazándola con acudir a la Inspección de Enseñanza si no cejaba en su empeño
de maleducar al alumnado con el cuento Megan The Witch.
El equipo directivo llamó a Torquemada,
que se presentó ufano. Oída, con paciencia, su perorata, los
educadores le mostraron la pila bautismal situada en la biblioteca y el hinojo
lleno de agua bendita, que se usaría para liberar, de todo exorcismo, la
cultura... No sólo bautizarían el cuento Megan
The Witch, sino todos los libros clásicos –infantiles y juveniles–; había cientos sobre la mesa-cadalso.
El religioso, con los ojos cada vez más abiertos y la voz chillona, fue
rescatando de la gran pila, sentenciada ora Matilda,
ora Blancanieves, ora La Navidad es un poema. Al llegar a los
tomos de Harry Potter, temblando como una hoja y articulando un Noooooo agónico,
el inquisidor se hincó de rodillas y clamó clemencia: había convertido en herejía todo libro ajeno a su Sagrada palabra. El equipo directivo, cruzando miradas
despiadadas, a la vez que sarcásticas, lo dejó penitente: tenía que padecer por
la tristeza y el agravio causados a la señorita Andrea.
En la biblioteca, reinaba el
silencio. Todos los cuentos ocupaban su lugar, no había ninguna señal de la
pila y del hinojo; sólo, desparramados aquí y allí, los trozos lamidos y
triturados de una carta.
Unos cuantos años antes de la
llegada del coronavirus, llegó desde Bridgnorth una maletita que contenía una
preciosa brujita hecha a mano, regalo de su hermano Peter, a la que Andrea
llamó Joyce y colocó, de pie, en una estantería lacada en blanco. La blancura
de la habitación, desde la de las paredes, la forja de las camas y la del resto
del mobiliario, fue rota por el colorido de Joyce: su melena ondulada, de
azabache, cubierta de puntillas negras alrededor del sombrero cónico, resaltaba
tanto su cara de porcelana de Wedgewood como los labios de carmín. Un vestido
de corte gipsy, de flores rojas sobre
fondo negro, le llegaba con sus picos a la rodilla. Llevaba unos panties
fashion y sus pies mostraban unos
botines también negros. Andrea la saludaba con asiduidad: para regar las
plantas del balconcito, para dejar los cristales como los chorros del oro,
para, valiéndose de un plumero, dejar sin copitos de nieve a Joyce y al espejo.
¿Y aquellas perlas que humedecían las mejillas de Joyce...?
Andrea, en el intervalo de la serie The Big Bang Theory, se fija en el armario de Barbie. Ladeado, abierto, mirando hacia Joyce,
coloca la nueva adquisición del Toys RUs.
Le coloca, en la mano derecha, el espejito de mango de oropel –le
hubiera gustado que fuera de oro, como el peine que usaba la Dama de Amboto–
y de envés nacarado y bordado con hilos cerúleos. En la mano izquierda,
sujeta un cepillito similar al espejito, sólo que sus hebras son sedosas y
nanométricas de diámetro. Ah, sí: la escobita, de esquejes de madera,
naturales, se la coloca en el corpiño carmesí; así realza, aún más, su silueta.
Andrea quiere experimentar antes de que lleguen sus nietos, en
el verano de 2018. Con papel de charol
dorado, empapela la pared donde se sostiene el espejo. A las nueve de la
mañana, libera los rayos de sol que ansían por entrar y todos se precipitan
hacia el espejo, todos se reflejan e iluminan a Joyce... Ahora sí, por la
energía que recibe y el resplandor celeste, la brujita Joyce levita, moviéndose
constantemente: es un espectáculo de luz, imágenes y suspiros triunfadores.
Isabel
Bascaran Garechana©
San Vicente de la Barquera, a 24 de diciembre
de 2020
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