En la temprana juventud, nadie le dijo que era guapa, ni
mucho menos que era lista, que era como el rey Midas.
Se vio en la intemperie con su
hijita en el brazo derecho y toda su casa en una maletita a cuadros, en la mano
izquierda.
Por fin, llegó su hermano en una furgoneta de Panusa. Obsequió
a la niña con un trocito de pan, que ésta agradeció con una hermosa sonrisa. Se
veía con fuerza física y valor anímico para dar su vida por aquella criatura: cualidades
a pesar de la juventud. Haría lo que fuera por ella. Estaba dispuesta a
sangrar las rodillas fregando escaleras...
Y a media noche, se vestía, se
recogía la melena rubia en una coleta y caminaba al lar a hornear el pan que su
hermano Simón y otros especialistas amasaban y moldeaban. El jornal se lo
entregaba a su madre casi en su totalidad. Durante el regreso a casa, en un
quiosco tempranero, compraba el Hola para su madre, y más tarde, también
para ella y poco a poco, fue soltándose la coleta y la lengua. Y cada vez menos,
iba pronunciando la retahíla de: eso no me lo preguntéis a mí, eso se lo
preguntáis a él. Y euro que entregaba a sus padres y euro que ahorraba. Se
extirpó el aguijón que la acomplejaba: el verse como una tabla rasa. Con el
bisturí hermoseador del cirujano, se sometió a la restauración de una nariz
atractiva. Las intervenciones dieron paso a una maniquí de moda, pero borraron
los rasgos naturales de una belleza genuina.
Había que pasar por la lija los
modales de educación. Seguro que a su hija ya le habrán enseñado que, para
intervenir en público, las normas cívicas exigen levantar la mano y esperar a que te den el turno (no
sabemos si los instructores lo lograrán algún día). La sintaxis necesita,
todavía, mucho pulimento y ese yo, yo, yo constante requiere un
tijeretazo del ego. La
gente de a pie se desgañita cada vez que entra en el plató. La quieren por su
contacto cercano, por su espontaneidad, por su generosidad callada...
La dirección del programa pronto se
dio cuenta del tesoro que habían adquirido: era la segunda gallinita de los
huevos de oro, una pollita más afortunada que la del fabulista Esopo. Sabían
que había que mimarla, perdonarla, consentirla. Hasta tal punto fueron
condescendientes con ella que le hicieron creer que era una diva. Al cruzar la
calle de la mano de su hija, se soliviantó porque una transeúnte se había
atrevido a oscurecer la luz a los pasitos de su hija. Sí, empezó a pensar, a
sentir y a actuar como si fuera el ombligo del país.
¿Seguiría situada en la cima del
Everest haciendo acopio de euros –sin acabar con su potencial económico– o caería en picado al precipicio?
Ojalá resurja de sus cenizas, como
el ave Fénix, y luzca la belleza y el colorido de su incipiente juventud y
vuelva, una y otra vez, a su otrora sencillez.
Isabel Bascaran Garechana©
San Vicente de la Barquera, a 22 de mayo de 2021
1 comentario:
Hola, Isabel.
Buena historia que pone de manifiesto las inconveniencias de ser el centro de atención y el coste de espíritu que supone...
Deseando verte, vernos.
Un abrazo FUERTE.
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